Librería
Español
Capítulos
Ajuste

Capítulo 3

En fin, pos todo es bonito, novedoso y hasta como que entra como una emoción, aunque al bajar del autobús, ¡en la madre! Se suelta un méndigo hormiguero de gente, que no sabe uno ni pa onde jalar pa buscar la salida.

Llevaba yo mi maleta en la mano y hasta me daba miedo dar un paso, pero luego vi que muchos parientes entraban a una puerta que decía “Hombres” y ya sabía que eran los baños, así que me dispuse a meterme a echar una firma, cuando siento que me arrebatan mi maleta.

—¡Ora, jijos del maíz! —protesté, volteando de volada porque ya me habían dicho que en la capital son muy ratas.

—¡Taxi, caballero! —me dijo en seguida el fulano que me arrebató la maleta sin pedirme permiso— estamos aquí a la puerta usted dice donde lo llevo, precio oficial.

Ya se me bajó la muina y sin chistar, me fui tras el chango ese, que se enfiló a la salida de la Central Camionera, caminando entre el montón de gente con una facilidad como si estuviera vacío el lugar, quien no se quitaba de su camino, le daba un golpe con mi maleta, para apartarlo a un lado.

Llegamos al carro, echó la maleta en la cajuela y yo subí en la parte de atrás de su charchina. Luego abordó y me preguntó mi destino.

Sí, ya tenía un lugar donde ir, la casa de una hermana de pila, así se le dice en mi tierra a la gente que lo lleva a uno al bautizo y que tiene un hijo o hija.

En este caso, la hija de mi padrino Ramón, que me llevó al bautizo, ya vivía en la capital y yo traía su dirección para irla a buscar, es más, ella sabía que iba yo a llegar y me esperaba, ya hasta me había alquilado un cuarto en la pensión donde vivía. Le di la dirección al del carro de alquiler y me llevó.

Me dio el resto de vueltas y al final me dejó en el lugar mediante quinientos varos, el muy desgraciado, me había mareado, robado y ninguneado.

Cuando llegué, pregunté con la encargada de la casita y me dijo que todo estaba en orden, pero que no podía ver a la hija de mi padrino, porque se había ido a trabajar.

—¿Cómo a trabajar? Si son las nueve de la noche, señora —le dije a la de la pensión.

—Claro. Y todavía le falta mucho para salir, su turno termina a las dos de la mañana, así que está aquí hasta como a las dos y media —me aclaró la señora.

—Oiga, ¿pos a que se dedica la Irene? —le pregunté a lo derecho.

—¡Es mesera de un Vips! —respondió la señora, medio enojada porque no le pareció el tonito en que pregunté. Y es que como que no me gustó que trabajara de noche.

—¿Y qué es un Vips?

—Un restaurante cafetería muy acreditado que trabaja toda la noche.

Bueno, pos pa no hacérselas de tos, me metí al cuarto, me eché un baño y me cambié de ropa. Me puse lo mejor que traía y que no es tan malo, porqué, aunque llegaba de un pueblo, allá ya también venden fayuca y venden ropa de segunda mano más o menos y de puras marcas gringas.

Y aunque no soy rico, me guardé mis buenos centavos pa no llegar de muerto de hambre con la Irene, al restaurante ese y caerle de sorpresa.

Me indicaron cómo podía irme con facilidad en el metro y poniéndome abusado, le agarré la onda. Derecho que ese transporte es a todo dar, bueno, cuando no va como lata de sardinas o se queda parado en una estación media hora.

Ya se imaginan el restaurante, esos son a todo dar, está uno re a gusto y lo atienden muy bien, y sobre todo, que no lo miran a uno gacho porque es provinciano, ni la demás gente se fija en uno.

Yo la verdad me sentí incómodo y con harta pena cuando traspuse la puerta, como quiera que sea era un provinciano pueblerino y como que esos lugares no están hechos pa uno. Al estar ahí me acorde de mi pueblo, de la iglesia, de las calles terregosas, de los puestos de fritangas en plena vía pública, de los chamacos corriendo y de los perros meándose al pie de los árboles en cualquier esquina.

¡Qué diferencia! Con lo que estaba viendo ahora.

Pos pese a ser pueblerino, me ayudaba un poco el físico y no me veo tan de al tiro jodido. Iba con buena ropa y buenos zapatos, aunque, repito, me sentí incómodo.

—¿Viene solo? —me preguntó de pronto un fulano bien trajeado y con mucha corrección— pase por aquí —concluyó y me guío al interior, sin dejarme preguntarle por la Irene.

Me sentó en una mesita del rincón y lo primero que vi, fue un par de muslotes de mujer, blancos, firmes, bien torneados, cubiertos por una batita de color rosa que le llegaba unos diez centímetros arriba de las rodillas.

En pocas palabras, se veía deliciosa, sabrosa, excitante, toda una mujer.

Venía de mis espaldas y pasó de frente hacia una mesita destinada para hacer sus notas y calentar su café, ahí se quedó parada haciendo algunas cosas, sin voltear a verme. Entonces se me acercó un muchacho con gorrita blanca, como de soldado, y mandil, y pa pronto me puso un mantelito de papel y una servilleta.

Él me inspiro confianza para preguntarle por la Irene.

—¿Irene...? Es aquella que está de espaldas —me indicó el chavo, señalándome a la muchacha de los muslotes de concurso, que se veía tan sabrosa.

—¿Ella? —inquirí desconcertado.

Si a alguien podían recordarme ese par de regias piernas, era a la chava que anuncia medias en la televisión y que según dicen en el comercial, despiertan la imaginación del macho, y no a Irene, la muchacha buena, con sus faldotas casi a los tobillos, cuyas piernas ni siquiera quise imaginarme, porque las adivinaba un par de palos de escoba.

No, no podía creerlo. La chava había sido mi noviecita de manita sudada allá en el pueblo, y pos me pasaba, sólo que, jamás me imaginé que fuera esa clase de monumento a la pasión que ahora veía frente a mí.

Su figurita era realmente de primera, con la batita entallada, resaltaban más sus apetitosas nalgas, que se recortaban como un sol brillante, de lo majestuosas que eran. Su cintura muy breve y una espalda recogida, muy bien delineada y las trenzotas que antes usara, ahora eran un cortesito de pelo muy coqueto.

El chavo de la servilleta se dirigió a ella y le hizo la indicación de que yo la buscaba.

En seguida se volvió y sonrió al reconocerme y me indico con los dedos que la aguantara un momentito. Jamás le quité la vista de encima, la seguí con la mirada por todos lados donde se desplazó, atendiendo sus mesas.

Cuando me vine a dar cuenta, ya traía a “pancho” bien alocado nomás por estar viendo a la Irene.

Luego, ella vino a mi mesa y me saludó con un júbilo que la verdad me encantó

—¡Hola, Artemio! ¿Cómo estás? ¿Cómo está la gente allá en el pueblo?

—Bien... todos muy bien... te mandan saludos.

—¿Qué te tomas...? ¿Un cafecito, un té helado, una malteada, un refresco?

—Me gustaría una cerveza.

—Aquí no vendemos cerveza, aunque si quieres, luego que termine mi turno, vamos a otro lugar y allí te la tomas. Mientras, te traigo algo de cenar y un refresco —me alargó la carta para que yo escogiera.

La llamaron de otra mesa y se tuvo que ir, mientras yo escogía lo que me iba a embuchacar, ya que el hambre se hacía presente.

En ese momento me puse a reflexionar en por qué me jalé a la capital, dizque a trabajar, si tenía asegurado “el chivo” en el pueblo.

Seguramente que las naguas de la Irene, me habían jalado y ni cuenta me di.

—“Ora nomás falta que ya tenga su ‘quelite’ aquí en la capital. Aquí lo que sobran son hombres que le echen los perros” —pensé

A medida que avanzaba el tiempo, el restaurante se fue despejando y entonces sí, la Irene, tuvo chance de pararse un ratito a mi lado y platicar. Se me caía la baba nomás de verla tan modosita, tan educadita, tan propia... y tan buenota.

—Siéntate conmigo un ratito, chamaca, pa platicar más a gusto. ¿O tienes alguno fulano que te lo impida?

—La verdad, sí —confesó ella

Yo sentí que me echaban un balde de agua helada en la cabeza y el suelo se abría bajo mis pies. Por pendejo ya me la habían ganado.

—No, pos ni modo... Si ya tienes macho, lo mejor es que ni me quede a vivir donde vives tú. A lo mejor se pone celoso.

—¡No, tonto! Me refiero a que nosotras las meseras de aquí, tenemos prohibido sentarnos a las mesas. Si me siento, luego luego viene el capitán y me regaña.

—Entonces ¿no tienes novio?

—No... Te he estado esperando.

Me volvió el alma al cuerpo, oigan... Y esa frasecita de “te he estado esperando”, me atravesó todo el cerebro, como una caricia, fue una sensación que me hizo cosquillitas por todo el cuerpo.

Y disfruté más de aquel momento, porque ella se fue a atender el llamado de otros clientes y me dejó contemplarla otra vez a la distancia.

Más al rato, regresó Irene, con otra muchacha. Esta era morenita, porque Irene es güerilla de esas muchachas bonitas que abundan en donde colindan Michoacán y Guanajuato, a muchas las llaman “güeras de rancho”

Esta chava era morenita, aunque también muy risueña y sus ojos también parecían sonreír, porque eran muy pizpiretos.

La muchacha también era muy guapa, no se le podía negar, aunque yo no me daba muy bien cuenta, porque la Irene me tenía en otro mundo.

—Mira, Artemio, te presento a Mireya, una amiga a todo dar. Ella se va conmigo a la hora de mi salida. Quédense a platicar un ratito mientras termina mi turno.

Me di la chiveada de mi vida, porque no pensé que tan pronto, luego de mi llegada a la capital, tuviera chance de platicar con una chava desconocida.

La verdad es que no sabía ni de qué hablarle, salirle con cosas del pueblo, como que me iba a tildar de guarín, así que me dije, aunque sea unos chistes colorados le suelto para ir rompiendo la tensión.

Ya después del “mucho gusto...” Bueno, eso se lo dije yo, porque ella nomás dijo “Hola” y se sentó a cotorrear. Irene le sirvió su café y nos pusimos a platicar.

Yo le conté el de la garrapata, el del borracho que no encuentra su llave, el del perico, unos de pepito y pa rematar unos chistes políticos, el caso es que la vieja casi se meaba de la risa. Irene se acercó dos o tres veces y como que no le cayó bien que tuviera tan entretenida a Mireya.

La verdad, mis cuates, les recomiendo que se sepan un resto de chistes. Vieran cómo sirven pa entretener a las viejas.

Porque si a nosotros como machos nos gustan los chistes gruesos, a ellas les encantan y sobre todo les cae a todo dar que de buenas a primeras se manche uno con lo que dice delante de ellas.

Mireya, me vio con cierto desprecio cuando nos presentó Irene, pero a los cinco minutos ya había agarrado la onda.

—¿A dónde van a ir saliendo de aquí?... —me preguntó Mireya.

—Pues creo que a donde vive ella y donde yo también voy a vivir, porque ya me alquiló un cuarto en la pensión.

—¿Acabas de llegar de tu tierra?

—Vieras que no. Ya tengo aquí como cinco horas.

—Entonces estaría bueno que nos fuéramos a festejar tu llegada. ¿no crees?

—¿Qué? ¿Los tres solitos? —Yo recelé, porque allá al pueblo llega cada chisme de cómo se comportan las capitalinas, que mejor medí mis terrenos.

Descarga la aplicación ahora para recibir recompensas
Escanea el código QR para descargar la aplicación Hinovel.