Capítulo 3
La bodega estaba llena de hombres armados. A un lado, los hombres de Alejandro; al otro, un batallón que claramente pertenecía a los italianos.
Caminamos hacia el centro de la bodega, donde había una mesa. En ella, cuatro hombres estaban sentados: dos de ellos ya mayores, otro de mediana edad y un joven de rostro serio.
—Señores, lamento la tardanza —dijo Alejandro, acercándose a cada uno para estrecharles la mano—. Mi nombre es Alejandro Peters.
—Sabemos perfectamente quién eres —respondió uno de los hombres mayores, levantándose con lentitud—. Sabemos más de lo que imaginas.
Alejandro sonrió con calma y señaló hacia mí.
—Entonces déjenme presentarles a mi esposa.
Di un paso adelante, sintiendo las miradas inquisitivas de los hombres.
—Mi nombre es Piero Ferri —dijo el mayor, poniéndose de pie—. Él es Francesco Lombardo, Donato Santis y el señor Macini.
—Un placer conocerlos, señores —respondí, extendiendo mi mano para saludar a cada uno—. Soy Aysel Aguirre.
Cuando llegué al último hombre, Macini, me ofreció una cálida mirada y esbozó una sonrisa apenas perceptible. Su expresión me desconcertó. Me miraba como si ya nos conociéramos, pero no podía recordar si era cierto o si solo eran imaginaciones mías.
¿Lo conoceré?
Nos sentamos en la mesa, y pronto trajeron una botella de whisky. Sirvieron un trago a cada uno, llenando los vasos con precisión.
—Como ya estarán enterados, estoy muy interesado en participar en sus negocios —comenzó Alejandro, relajado—. Pero para ello necesito la aprobación del socio mayor y jefe... aunque veo que no está aquí.
Los hombres intercambiaron miradas, y finalmente Macini habló:
—Por otros compromisos, él no pudo asistir. Sin embargo, está dispuesto a aceptar su ingreso, siempre y cuando ella —me señaló con un gesto— trabaje para él.
El silencio se apoderó de la mesa. Alejandro me miró con seriedad, claramente molesto. Tomó un trago de su whisky y negó con la cabeza.
—¿Una mujer para hacer su trabajo sucio? —respondió, sarcástico—. No pensé que ustedes, los italianos, fueran ese tipo de mafiosos.
El más joven de ellos rió con desdén.
—La chica tiene más agallas que tú para ejecutar a alguien. Nosotros no subestimamos a las mujeres; suelen ser más letales que nosotros, ¿capisci?
Alejandro apretó los labios y me miró antes de dirigirse a ellos.
—¿Puedo saber el nombre de su jefe? No acepto propuestas como esta sin conocer con quién trato.
Antes de que alguien pudiera responder, Alejandro volvió su atención hacia mí, autoritario:
—Aysel, que no se te olvide que aquí mando yo. Tú no decides nada.
Piero tomó la palabra, ignorando el enfrentamiento:
—Alessandro Di'Amico es nuestro jefe. Señor Peters, ¿nos permite hablar con usted a solas?
Alejandro asintió, se levantó y caminó junto a los tres hombres hacia un rincón de la bodega, seguido por algunos de sus guardias.
En la mesa quedamos solo Macini, Tania, Carlos y yo.
Con un gesto discreto, llamé la atención de Tania.
—Carlos, ¿me acompañas afuera? —dijo ella, llevándose la mano a la frente—. No me siento bien.
Carlos dudó un momento, pero luego se disculpó y salió con ella, dejándonos solos a Macini y a mí.
—No ha dejado de mirarme desde que llegué —dije, tomando un sorbo de mi whisky sin mirarlo directamente—. Pero no creo que sea porque le atraigo... siento que hay algo más.
Macini sonrió con malicia.
—Eres muy observadora. Has cambiado mucho. En tu mirada ya no hay inocencia, solo frialdad. Nada que ver con la noche en que Collins te presentó como su mujer.
Su comentario hizo que mi memoria despertara de golpe.
Flashback
—Buenas noches —dijo un hombre mayor, estrechando la mano de Natham—. Qué bueno que pudiste asistir, Collins.
—El gusto es mío, Asher —respondió Natham con una sonrisa.
—Ella es Leonore, mi esposa —dijo Asher, presentando a la mujer que lo acompañaba.
—Un placer conocerla, señora Asher —respondió Natham, besando su mano con cortesía.
—¿Y quién es tu bella acompañante? —preguntó Asher, mirando hacia mí.
—Ella es Aysel, mi mujer —respondió Natham con orgullo.
Fin del flashback
Volví al presente, mirando a Macini.
—Asher... —susurré, reconociéndolo al fin—. Por supuesto que es usted.
Macini asintió, sonriendo con calma.
—Sigues igual de hermosa, aunque ahora con más determinación.
—¿Cómo sabía que estaría aquí? —pregunté, desconcertada—. ¿Cuánto tiempo lleva en este tipo de negocios?
—Desde hace años, hija —respondió con voz grave—. Sé mucho más de lo que crees. Por eso estoy aquí: para ayudarte. Dime, ¿qué estarías dispuesta a hacer para liberarte de las garras de ese infeliz?
Su pregunta me tomó por sorpresa. Mi mente se llenó de dudas y preguntas.
—Lo que sea... pero primero quiero respuestas —dije finalmente.
Macini asintió con seriedad.
—A su debido tiempo, cariño. La venganza es un plato que se sirve frío. Necesitamos tu ayuda para que él muerda el anzuelo.
—¿De qué habla? —pregunté con el ceño fruncido.
—Lo sabrás cuando llegues a Italia —respondió, colocando un pequeño frasco en mi mano y cerrando mi puño con firmeza—. Guárdalo bien. Cuando sea el momento, asegúrate de que todos los hombres de Peters lo consuman, ya sea en la comida o en las bebidas.
—¿Qué es esto? —intenté abrir el frasco, pero me lo impidió.
—Algo que será de gran ayuda cuando llegue el momento.
Antes de que pudiera insistir, miró hacia la puerta. Alejandro y los demás socios volvían hacia la mesa.
Rápidamente guardé el frasco en el bolsillo, tomé mi vaso y bebí un trago. Alejandro llegó con los hombres, y Macini se puso de pie para estrechar su mano.
—Señor Macini —dijo Alejandro con tono firme—, es un placer entrar en su sociedad.
Macini sonrió, pero esta vez su expresión mostraba una frialdad inquietante. Su mirada ya no era cálida ni amistosa, sino calculadora.
Mientras observaba la escena, miles de preguntas inundaban mi mente. Pero había una que no dejaba de resonar: ¿sabía Natham en qué estaba involucrado este hombre? ¿Fue él quien planeó todo esto?
—Señor Peters, al unirse tendrá que viajar a Italia, ya que allí cerramos todos nuestros negocios —dijo Piero, extendiéndole la mano a Alejandro y luego a mí—. Nos veremos pronto, pero ahora debemos retirarnos.
Los hombres comenzaron a despedirse. Alejandro los acompañó a la salida junto con algunos de los suyos, dejando solo a su equipo de seguridad. Tania y Carlos regresaron mientras Alejandro volvía hacia nosotros.
—Vayamos a casa —dijo, tomándome por la cintura—. Tenemos mucho de qué hablar y que hacer antes de partir.
Sin decir más, caminamos hacia la salida, subimos a las camionetas y regresamos a la casa.
Una vez allí, Alejandro ordenó reunir a parte de sus hombres en el despacho. Yo subí a mi habitación junto con Tania.
—¿Qué sucede, Aysel? —preguntó Tania, claramente preocupada—. ¿Qué pasaba con ese hombre?
—Lo conocí en un evento en Londres al que asistí con Natham —respondí, pensativa.
Tania abrió los ojos exageradamente.
—¿Cómo dio contigo? Es decir, ese hombre pertenece al círculo de Natham y está metido en estos negocios. ¿Qué te dijo?
—Me va a ayudar a deshacerme de Alejandro —dije, mirando hacia la ventana.
Tania me observó, perpleja.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó con un hilo de temor en su voz—. No me digas que le harás algo a Carlos.
—Sé que te importa, Tania, pero eso dependerá de él —respondí con seriedad—. Nuestra libertad está en juego.
—Aysel, escucha... —comenzó, pero fue interrumpida por un golpe en la puerta.
Tania fue a abrir. Cuando se hizo a un lado, pude ver al sujeto del que hablábamos momentos antes.
—Alejandro quiere verte en su despacho —anunció con tono seco.
Me levanté de la cama y salí de la habitación, dejándolo a solas con Tania.
Bajé las escaleras y caminé hasta el despacho de Alejandro. Abrí la puerta sin tocar y lo encontré en una escena nauseabunda con Ana.
Ella estaba arrodillada frente a su escritorio, con el miembro de Alejandro en la boca, mientras él parecía disfrutar descaradamente de la situación.
—La casa tiene suficientes habitaciones como para que puedan hacer sus porquerías en privado —solté, estrellando la puerta detrás de mí. Ambos se sobresaltaron de inmediato.
—Lárgate —ordenó Alejandro a Ana mientras subía su pantalón y lo abotonaba con calma.
Ana se limpió la comisura de los labios, se levantó y pasó junto a mí, empujándome con el hombro al salir.
¡Vaya, esta mujer quiere que la mate!
—¿Para qué querías verme? —pregunté directamente, cruzándome de brazos frente a su escritorio.
—El trato fue cerrado, aceptaron que entre en su círculo —dijo, mostrando una amplia sonrisa—. Sin embargo, no puedo mover a todos mis hombres a Italia; hay negocios aquí que necesitan ser atendidos.
—¿Y qué con eso? —pregunté, sin entender aún el punto.
—No sé si dejarte a cargo aquí de los negocios o llevarte conmigo y dejar a Ana al mando —confesó. Su respuesta me dejó helada—. No estoy seguro de si confiarte algo tan importante.
Me tomé un momento para reflexionar. Si me quedaba aquí, Alejandro estaría en Italia, y si algo le sucedía allí, no podrían culparme. Con él fuera del panorama, tendría control total sobre sus negocios y sus hombres, destruyendo todo desde dentro.
Alejandro me observaba con curiosidad, como si intentara leer mi mente. Finalmente, sonrió y cruzó los brazos.
—Haz lo que te plazca. Me da igual —dije fríamente—. Mientras me dejes hacer mi trabajo, no tengo problema alguno.
Me giré para salir, pero su mano me detuvo bruscamente, empujándome contra la puerta.
—Me encanta que ya no seas esa estúpida mujercita de antes —dijo con voz ronca, enterrando su nariz en mi cuello y restregando su erección contra mí—. No sabes lo caliente que me pones al verte así, tan chingona.
De inmediato, golpeé su estómago con el codo, haciéndolo retroceder y doblarse de dolor. Saqué mi arma, la cargué y apunté directamente a su frente.
—Que sea la última vez que restriegas tu maldito pene contra mí —escupí con asco—. Si me vuelves a tocar, te juro que te mato. Podrán venir tus hombres a liquidarme, pero créeme, me iré con la satisfacción de haberte asesinado, hijo de puta.
Él sonrió, negando con la cabeza, como si mis palabras no le afectaran. Abrí la puerta de su despacho y salí rápidamente, subiendo las escaleras a toda prisa.
Cuando entré a mi habitación, encontré a Tania discutiendo acaloradamente con Carlos. Este, al verme, se calló de inmediato y salió de la habitación, dejándonos a solas.
(...)
No sé qué demonios pasó entre Tania y Carlos anoche, ni me interesa averiguarlo. Son lo suficientemente adultos como para hacerse cargo de sus problemas. Además, yo tengo mis propios asuntos que resolver.
Alejandro salió desde muy temprano con Ana y algunos de sus hombres. Mientras tanto, me encuentro en la bodega con Carlos, terminando un trabajo que habíamos dejado pendiente.
—¿Te quedó claro que a las niñas no se les toca? —le pregunta Carlos al asqueroso sujeto que tenemos amarrado frente a nosotros.
—Lo juro... No lo volveré a hacer. Pero por favor, no me maten... —suplica con dificultad. Su respiración es entrecortada y su cara está cubierta de sangre y moretones por los golpes.
—Creo que ya entendiste la lección —respondo, negando con la cabeza y cerrando los ojos—. Pero eso no es suficiente. Carlos, asegúrate de que este maldito no pueda volver a usar su pene nunca más. Así no tendrá ganas de violar a nadie.
Carlos asiente con seriedad, mientras el desgraciado empieza a gritar y suplicar más fuerte. Yo, sin embargo, le doy la espalda, saliendo de la bodega con paso firme y subiendo a la camioneta.
El antes trabajaba para Alejandro, pero un día revisando que todo marchará bien llegamos a su negocio y lo encontramos abusando de una niña de dieciséis años en su oficina.
Alejandro solamente sonrío pero yo no podía ser tan degenerada y permitirlo así que lo aleje de la niña dándole un balazo en su pierna derecha, le pedí a Carlos que la sacara de la oficina y se la llevará. Y por supuesto pedí que lo trajeran a las bodegas .
Alejandro en un principio no estaba de acuerdo con mi decisión pero no podía decir nada porque sabía lo mucho que me cabrearía y esto no iba acabar bien.
Carlos averiguó un poco más y resulta que las drogas que Alejandro le suministraba para vender las usaba para drogar a niñas abusarlas y prostituirlas .
Eso lo tenia que pagar muy caro y de eso me encargaría yo , no iba permitir que lo siguiera haciendo de ningún modo.
Al llegar a la casa, veo a algunos de los hombres de Alejandro cargando maletas en las camionetas. Poco después, aparece Ana, sonriente y vestida impecablemente. Su expresión de satisfacción no hace más que irritarme.
Entro en la casa y me encuentro a Alejandro bajando las escaleras con el semblante serio.
—¿A dónde vas? —pregunto al ver a varios de sus hombres salir con más equipaje.
—A Italia, pero solo será por un mes —responde, mirándome con frialdad—. Estarás a cargo de los negocios mientras esté fuera. Carlos será tu sombra; no podrás moverte sin él.
—¿Miedo? —replico, rodando los ojos con evidente fastidio.
—Espero no haberme equivocado al confiar en ti —dice, pasando a mi lado sin añadir nada más.
¡Hiciste mal, cariño! Estás cavando tu propia tumba.
Veo cómo Alejandro se marcha con sus hombres, dejando tras de sí el silencio pesado de la casa. Subo las escaleras buscando a Tania, pero no aparece por ningún lado.
—¿Dónde demonios estará? —murmuro con frustración mientras recorro las habitaciones.
(...)
Mi teléfono vibra con fuerza, sacándome de mis pensamientos. La pantalla muestra un número privado acompañado de un mensaje que contiene una dirección desconocida. Está al norte de la ciudad, en un área remota, según indica el navegador que consulté rápidamente.
Un nombre cruza mi mente como un rayo: Tyler. Solo puede ser él.
¿Quién más jugaría con mi paciencia de esta manera?
Sin darle muchas vueltas, bajo las escaleras apresuradamente y me dirijo a uno de los hombres de Alejandro.
—Necesito que conduzcas la camioneta. Te daré la dirección —ordeno con un tono firme que no admite réplica.
Sin dudar, sube al vehículo y arrancamos. El trayecto es tenso, el silencio entre nosotros solo es interrumpido por el rugir del motor. A medida que nos acercamos al lugar, un nudo comienza a formarse en mi estómago. Cuando faltan apenas unos minutos para llegar, le indico que se detenga en un punto apartado del camino.
—¿Pasa algo, patrona? —pregunta, evidentemente confundido.
Mis ojos se desvían hacia el arma que lleva junto a la guantera. Sin pensarlo dos veces, la tomo y le apunto directamente a la cabeza.
—Bájate de la camioneta —ordeno con frialdad.
El hombre obedece, moviéndose con cuidado para no provocarme.
—Ahora arrodíllate y coloca las manos sobre la cabeza.
—¿Me va a matar? —balbucea, con el miedo evidente en su voz.
Ignoro su pregunta y saco unas esposas de la parte trasera. Rápidamente sujeto sus manos detrás de su espalda, luego uso la bufanda que llevaba en el cuello para vendarle los ojos.
—Levántate —le digo con firmeza. Al sentir el cañón del arma contra su espalda, no tiene más remedio que obedecer.
Lo llevo al maletero, lo obligo a entrar y cierro la cajuela de golpe. Tomo un momento para respirar profundamente y limpiar mis pensamientos antes de volver a subirme al volante. Continúo el trayecto, observando con cautela cada detalle del camino.
Finalmente llego al destino: una cabaña solitaria que parece sacada de una postal, aunque ahora luce más como una trampa mortal. Bajo de la camioneta, asegurándome de llevar mi arma cargada y lista. Me acerco lentamente, inspeccionando cada rincón mientras un escalofrío recorre mi espalda.
Cuando giro la manija de la puerta, descubro que está abierta. ¿Qué clase de juego es este? La oscuridad en el interior es abrumadora, y cada paso que doy resuena en el silencio como un tambor de guerra.
De repente, me detengo. El miedo empieza a invadirme como una sombra espesa.
¿Estoy loca?
¿Qué demonios estoy haciendo aquí?
Esto podría ser una trampa, y yo caí como una maldita idiota.
Un ruido detrás de mí me hace girar en seco. Siento los pasos, el crujir del suelo bajo el peso de alguien más. Sin pensarlo dos veces, saco mi arma y apunto hacia la silueta que se perfila en la penumbra.
—¿Quién coño eres y qué demonios quieres? —digo, mi voz cargada de tensión. Aprieto los dientes y alzo el arma aún más—. Te hice una pregunta, y tienes tres segundos para responder antes de que dispare.
El silencio se rompe con una carcajada baja y peligrosa.
—Diablos, nena, esas palabras, en lugar de asustarme, me excitaron —la voz resuena, familiar y cargada de una autoridad que me eriza la piel—. Ya pasaron los tres segundos. ¿Vas a disparar?
El aire se congela a mi alrededor. Esa voz... Esa voz. La reconocería en cualquier lugar. Es la voz que me dominó desde la primera vez que la escuché, la voz que hacía que todo dentro de mí se doblegara sin resistencia.
Mi mano tiembla mientras el arma sigue apuntando, pero mi mente ya no está aquí. Esa voz... claro que sé de quién es.
—Nathan... —susurro, incapaz de ocultar la mezcla de asombro y emoción en mi tono.
La silueta da un paso hacia adelante, dejando que su rostro se ilumine con la tenue luz que se cuela por la ventana. Sus ojos, fríos y a la vez ardientes, se encuentran con los míos.
