Control absoluto
Acababa de ver cómo Nina cerraba la puerta de mi despacho, llevándose consigo esa mezcla de determinación y miedo que tanto me intrigaba. Había algo en su forma de hablar, en ese leve temblor que la asaltaba cuando nuestras miradas se cruzaban, que me resultaba irresistible. Quedé concentrado en imaginar hasta dónde llegaría esa chica antes de romperse… o rendirse.
Fue entonces cuando sonaron dos toques en la madera, seguidos de la entrada de Sofía, mi secretaria de curvas peligrosas y perfume inconfundible. Se movía con tal seguridad que casi parecía flotar. Llevaba el cabello recogido, pero un par de mechones sueltos enmarcaban sus pómulos, resaltando ese aire provocador que me había atrapado más de una vez.
—Salvatore —dijo, cerrando la puerta con un suave clic, sin molestarse en usar el “señor Marchesi” que todos los demás reverenciaban—. ¿Tienes un momento?
Caminó con un contoneo que conocía de memoria, directo hasta mi escritorio, sin apartar sus ojos de los míos.
—Habla —musité, reclinándome en el sillón. Notaba la tensión palpitando en mi mandíbula y en mi entrepierna. Sofía era hábil en provocarme cuando presagiaba que yo lo necesitaba.
Ella depositó una carpeta en el cristal, inclinándose más de lo necesario. Su escote se asomó tentador, y el aroma dulce de su perfume me golpeó con más intensidad que de costumbre. Intenté mantener la compostura, pero mis pulsaciones se aceleraron. A veces la cabeza me decía que no debía mezclar trabajo y placer tan abiertamente, pero mi cuerpo era más exigente en ese instante.
—Traigo novedades sobre DeLuca —comentó con voz aterciopelada—. Según mis contactos, está presionando a tus inversores asiáticos. Quiere forzar un cambio de términos.
Lo dijo con la suavidad de quien entiende que la amenaza del rival es apenas una distracción menor… comparada con la urgencia que yo sentía.
—Maldito DeLuca… —murmuré, clavando la vista en la carpeta—. Ya veremos cómo manejarlo. ¿Algo más?
Sofía ladeó la cabeza, y su mirada se deslizó por mi rostro hasta posarse en mis labios.
—Te noto… tenso. —Susurró la palabra como si fuera una caricia. Dio un paso al frente, situándose a mi lado, casi pegada a mi hombro—. Puedo ayudarte a relajarte. Ahora mismo, si lo deseas.
La imagen de Nina me asaltó por un segundo: su puño apretado en el mango de la puerta, sus labios fruncidos de ansiedad. Pero Sofía estaba aquí, con su vestido ceñido y una promesa de satisfacción inmediata, y en este instante mi cuerpo pedía un desahogo más fuerte que mi cabeza.
—Cierra la puerta con llave —ordené en voz baja.
Ni siquiera contestó; se limitó a accionar el seguro y volver junto a mí, con la determinación de quien conoce el terreno de sobra. Aun así, adoraba cómo intentaba mantener un aire profesional, con la carpeta todavía sobre el escritorio como si fuera su coartada.
Cuando se inclinó, la atraje hacia mí sujetándola por la cintura. Soltó un leve gemido, un quejido de satisfacción y alivio. Mi mano se deslizó por debajo de su ajustada falda, notando la temblorosa anticipación en sus muslos. Sofía quiso besarme, pero la frené sujetándola del mentón.
—Primero, dime qué más sabes de DeLuca —exigí, casi sin aliento.
—Él… está contactando a tus socios… —balbuceó, aferrándose a mi solapa—. Pero podemos ocuparnos después de eso. Ahora… ocúpate de mí.
—Como desees.
La giré y la empujé contra el escritorio con cuidado pero sin titubeo, arrinconándola entre el cristal y mi cuerpo. El roce de su trasero contra mi vientre me arrancó un gruñido. Llevaba tiempo sin liberar la tensión acumulada y Sofía lo sabía, por eso sus caderas se movían con descaro contra mí.
—Salvatore… —susurró, volviendo la cabeza para buscar mi boca.
No la besé de inmediato. Me gustaba controlar el ritmo. Bajé la mano hasta sus muslos y noté cómo su respiración se volvía más y más entrecortada. Me dejé llevar por el cosquilleo del poder que ejercía sobre ella.
—No te corras —advertí con voz ronca—. Aún no he acabado.
Ella sonrió con labios temblorosos, presa de la excitación. Tiré ligeramente de su cabello, exponiendo su cuello con un leve jadeo, y allí deposité un beso firme, directo, sintiendo cómo su piel se calentaba bajo mis labios. Era un ritual que repetíamos cuando el deseo era más fuerte que la prudencia.
El golpeteo de mis caderas contra ella resonó en la soledad del despacho. La adrenalina de saber que cualquiera podría acercarse me empujaba a terminar rápido, casi con furia. Sofía apoyó las manos en el cristal, su respiración cada vez más errática.
—Te necesito más… —murmuró, con la voz rota de placer.
Eso bastó para desatar mi furia contenida. La estreché con fuerza, tomando lo que ofrecía sin remordimiento. Los papeles cayeron al suelo, arrastrados por el vaivén de la acción. Sofía se rindió a mis embestidas, y por unos segundos, todo lo demás dejó de existir. Ni DeLuca, ni Nina, ni la tensión constante. Solo la fricción de nuestros cuerpos y la satisfacción de imponer mi voluntad.
El punto final llegó con un gemido ahogado por parte de los dos. Sofía se relajó contra el escritorio, y yo respiré hondo, recuperando la compostura. Me aparté, echando un vistazo al desorden y a la marca de sus manos sobre el cristal empañado.
—Esto, haz que lo limpien —dije, ajustándome la ropa, intentando sonar tan frío como siempre—. Y arregla tu falda antes de salir.
Ella se incorporó con una sonrisa traviesa, recogió los papeles del suelo y se marchó sin prisa, parpadeando con complicidad al abrir la puerta. Cuando quedé solo, noté que mi corazón aún latía con fuerza, aunque mi mente ya navegaba hacia otro asunto.
El problema en la empresa
No pasaron ni diez segundos antes de que sonara el teléfono interno. Me acerqué y descolgué con desinterés.
—¿Qué sucede?
La voz de Giancarlo Ferraro, mi mano derecha, se escuchó clara al otro lado:
—Señor, han surgido problemas en la cadena de suministro para el nuevo proyecto en Milán. El proveedor principal se niega a mantener el precio acordado.
—¿Quién es el proveedor? —inquirí, mientras encendía la pantalla del ordenador y abría los archivos correspondientes. Mis deseos de relajarme después de Sofía quedaban aplastados por la inmediatez de los negocios.
—Alessio Battaglia, señor. Está exigiendo un reajuste del diez por ciento. Amenaza con paralizar la distribución si no cumplimos.
Resoplé con fastidio. Battaglia era un viejo zorro. Apretaba siempre que olía debilidad, pero conmigo ya había perdido en otras ocasiones. Revisé la carpeta digital, confirmando que habíamos cumplido cada término acordado.
—Pasa la llamada de Battaglia a esta línea —ordené—. Lo atenderé personalmente.
En segundos, la llamada parpadeó en mi pantalla. Pulsé para contestar.
—Battaglia —dije, con voz firme—, tengo entendido que quieres un diez por ciento adicional por el suministro.
—Marchesi —su tono era tan seguro como el mío—. Nada personal, pero ya sabes cómo está la situación de costos…
—Los costos son los mismos con o sin el aumento que exiges —lo corté—. Sé de sobra que esto es un intento de presión. Pero si no cumples el contrato, te demandaré por incumplimiento. Y créeme, las cláusulas son muy claras en ese sentido.
Silencio al otro lado. Sonreí con frialdad, imaginando el tic nervioso que le aparecería a Battaglia en la comisura de los labios.
—Mira, Salvatore, no es mi intención provocar conflictos. Solo busco un equilibrio… —empezó a justificar.
—Te propongo algo más simple —lo interrumpí—: mantienes el precio acordado, y yo te aseguro el contrato para la próxima fase del proyecto, con un margen que te compensará sobradamente. Desafiarme solo te dejará fuera de mi red de distribución. Y lo sabes.
Otro silencio, esta vez más corto.
—Está bien —accedió, soltando un bufido—. Podemos seguir con los términos pactados. Pero espero que recuerdes tu oferta.
—Lo haré. —Colgué sin más preámbulos.
Me recosté en el sillón, notando un ligero cosquilleo de triunfo. El negocio que podía haberse prolongado días, quedó resuelto en cuestión de minutos. Ésa era la ventaja de saber dónde apretar y cuándo ceder un milímetro.
El despacho quedó en silencio, salvo por el zumbido leve del aire acondicionado. Mis ojos se posaron en un rincón del escritorio donde yacía la carpeta con los informes, papeles en desorden por la reciente sesión con Sofía. Justo debajo, asomaba también el expediente de Nina, con la firma que la comprometía a mí.
—Juego de poder y placer —murmuré, esbozando una sonrisa que no tenía nada de amable—. Ésa es mi especialidad.
Con DeLuca intentando morder mis talones y un nuevo proyecto en marcha, mis días se anunciaban agitados. Pero en el fondo, eso era lo que me motivaba a seguir: dominar problemas, personas y circunstancias. Y, si hacía falta, cobrar cada uno de mis caprichos cuando la ocasión se presentara.
Apagué el teléfono, revisé mi reloj y me puse en pie. Quedaba mucho por hacer. Pero yo era Salvatore Marchesi, y nada ni nadie me impediría tomar lo que deseaba. Ni en el tablero de los negocios… ni en el de la cama.
