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2- La entrevista

No pegué ojo en toda la noche. Entre el cansancio y los recuerdos candentes de mi último encuentro con Leo, mi cabeza no encontró reposo. Por un lado, mi cuerpo seguía encendido, estremeciéndose si pensaba en sus manos, en la manera en que me había hecho olvidar la ansiedad. Por otro, el día que me esperaba era demasiado grande para ignorarlo. El encuentro con Salvatore Marchesi.

Justo antes de salir de casa, revisé el teléfono: ninguna llamada de la clínica, pero no podía confiarme. Las facturas se acumulaban; la salud de mi madre seguía pendiendo de un hilo. Cualquier día, esa llamada podía llegar. Y si no tenía dinero para responder, sería un desastre.

Me miré al espejo de mi cuarto y sentí un nudo en la garganta. Llevaba un traje sobrio, de falda y americana, en un tono gris oscuro que compré de segunda mano. No lucía mal, pero tampoco era el look impecable que uno se imaginaría para enfrentar al multimillonario más enigmático de la ciudad. Aun así, me obligué a salir. A veces, mejor parecer valiente aunque las piernas te tiemblen por dentro.

Llegué a la Torre Marchesi con el tiempo justo. Traté de no abrir demasiado la boca al ver el lujo que me rodeaba. Las paredes de mármol, el personal de seguridad con traje oscuro y sonrisas medidas. Solo al acercarme al mostrador de recepción noté que mis manos estaban sudando.

—Buenos días —murmuré, intentando sonar segura—. Tengo una entrevista con el señor Marchesi. Soy Nina… Nina Costanzo.

La recepcionista, una mujer con pelo perfectamente recogido en un moño, me pidió mi identificación. Hubo un momento de duda mientras revisaba la base de datos, pero al final asintió:

—La están esperando en la planta treinta y dos. Señorita Rivas la acompañará.

En cuanto me devolvió mi carnet, apareció Daniela Rivas, con una sonrisa amplia y un pase de visitante que me colgó con una cinta al cuello.

—Por aquí, por favor.

Su voz era dulce, casi demasiado. Me costaba creer que alguien pudiera sonreír así de forma tan natural en un ambiente tan… opresivo. Caminé tras ella, intentando no tropezar con mis propios tacones.

El trayecto hasta el ascensor fue corto, pero suficiente para notar que la gente hablaba muy poco. Alguno saludaba con la cabeza, otro se limitaba a teclear en su teléfono. Cuando por fin entramos al ascensor, Daniela y yo nos quedamos solas.

—¿Primera vez en la Torre? —me preguntó, mirando mi pase de visitante.

—Sí… se nota mucho, ¿verdad? —respondí, apretando los labios.

Ella se encogió de hombros con simpatía.

—Tranquila. Estoy para ayudarte en lo que necesites. Pero… te daré un consejo —bajó la voz, casi en un susurro—: aquí nadie hace demasiadas preguntas si quiere conservar el puesto. Y con el señor Marchesi, sé discreta. Su modo de trabajar es… especial.

Había cierto matiz de advertencia en su tono. Mis tripas se revolvieron de nervios.

—Lo sé, he escuchado rumores —admití—. Algunos dicen que no es un simple jefe, que va más allá…

Daniela arqueó una ceja, divertida.

—Y son ciertos. Nadie quiere estar en su lista negra. Ni en la de su mano derecha. Más ahora, que se comenta que hubo problemas con su antigua asistente.

—¿Problemas? —pregunté, tragando saliva.

—Digamos que… ella no apareció más. —Apretó el botón para el piso treinta y dos—. Pero no te asustes, si estás aquí es porque él te eligió para la entrevista, ¿no?

La puerta del ascensor se cerró, y sentí como si me hubiesen metido en un ataúd de cristal rumbo a lo desconocido.

A mitad de camino, las puertas se abrieron en la planta veinte. Entró un hombre alto, traje oscuro y semblante frío. Sin pronunciar palabra, se colocó junto a los botones y pulsó otro número. Me di cuenta de que él conocía a Daniela, porque ni se molestó en presentarse.

—Él es Giancarlo Ferraro, la mano derecha del señor Marchesi —susurró ella, a mi oído—. Si necesitas algo, asegúrate de que no sea nada que lo enoje. Tiene… fama de manejar los asuntos más complicados.

Giancarlo me lanzó una mirada fugaz, casi indiferente. Pero no sé por qué, en ese mínimo cruce sentí una corriente de desconfianza. O tal vez era intimidación pura.

—Vayan con cuidado arriba —murmuró con una voz sorprendentemente suave, antes de salir en el piso veinticinco—. Y no lleguen tarde.

El ascensor se cerró de nuevo, y yo exhalé un suspiro contenido. Daniela frunció los labios, nerviosa.

—Ya conociste a Ferraro. Te recomiendo no hacerle enfadar. Dicen que ni siquiera Matteo DeLuca se atreve a enfrentarse a él cara a cara.

El nombre “Matteo DeLuca” resonó en mi mente, pero no quise preguntar más. Sentí que mi estómago se hacía un nudo todavía más grande. ¿Qué clase de lugar era este?

Llegamos a la planta treinta y dos, la última. Las puertas se abrieron a un amplio pasillo con ventanales que dejaban ver la ciudad como un mapa de luces. Parecía una vista impresionante, pero a la vez distante, como si todo fuera un tablero de ajedrez del que Marchesi disponía a su antojo.

Al final del pasillo, una gran puerta doble. Daniela se detuvo.

—Te dejo aquí. Debes llamar y entrar sola. Suerte, Nina. —Su mirada amistosa contrastó con la tensión en el aire—. Y… recuerda lo que te dije. Aquí nadie habla demasiado, y si lo hace, es con consecuencias.

Asentí, sin aliento. Cuando Daniela se marchó, me quedé frente a esa puerta, esperando. Mi corazón retumbaba, reviviendo cada advertencia que había escuchado las últimas semanas. Pero también recordé a mi madre. Y di dos toques en la puerta.

Una voz profunda, firme, se escuchó desde dentro:

—Pasa.

Empujé la puerta y me adentré en un despacho enorme. Lo primero que noté fue el ventanal panorámico, las cortinas opacas a medias, dejando entrar una luz tenue y elegante. En el centro, un escritorio de cristal con un hombre apoyado sobre él, revisando papeles: Salvatore Marchesi.

Le había visto en fotos de prensa, pero en persona su presencia era mucho más imponente. Alto, con rasgos marcados y un porte que irradiaba poder. Sin levantar la vista, habló:

—Llegas puntual. Eso me agrada.

Tragué saliva.

—Siempre procuro serlo, señor Marchesi.

Entonces él alzó la mirada y sus ojos oscuros se posaron en mí. Hubo un instante en que sentí como si me atravesaran por completo, evaluándome de pies a cabeza. Noté un leve cosquilleo, extraño y perturbador, al ver la intensidad de su expresión.

—Nina Costanzo… —dijo despacio, como probando mi nombre en su boca—. Me han hablado muy bien de ti.

No supe si eso me relajaba o me ponía más nerviosa.

—Gracias. Espero demostrarle que… soy capaz de desempeñar bien el trabajo.

Marchesi soltó un leve sonido, quizá una risa contenida.

—¿Sabes en qué consiste exactamente el puesto? —Se acercó unos pasos, lo suficiente para que pudiera percibir un perfume costoso, varonil y embriagador—. Porque… no es un trabajo cualquiera.

Había en su tono algo que me erizó la piel. No contesté de inmediato, y eso pareció divertirlo.

—¿Te han hablado de mí? —preguntó, ladeando la cabeza—. Supongo que sí. ¿Crees todo lo que dicen?

—He escuchado muchos rumores, señor. Pero… —me esforcé por sonar firme—. No creo todo lo que escucho. Prefiero sacar mis propias conclusiones.

Una ligera sonrisa curvó sus labios. Se acercó al escritorio, cogió una carpeta y me la tendió.

—Bien, señorita Costanzo. Entonces, concluyamos las formalidades. Esto es lo que se te ofrece: un salario muy por encima del promedio, beneficios extraordinarios y… cierta flexibilidad. —Su mirada recorrió mi rostro—. A cambio, espero dedicación absoluta. No tolero el doble juego. Ni las deslealtades.

Mis manos temblaban al sostener el documento. Pasé la mirada por algunas cláusulas: confidencialidad, disponibilidad total, penalizaciones exorbitantes si decidía salir antes de un plazo. Tragué saliva. Todo se me antojaba demasiado extremo… y, al mismo tiempo, seductor. Porque sabía que con ese sueldo podría salvar a mi madre.

Levanté la vista y encontré los ojos de Marchesi clavados en mí, como si pudiera ver mis pensamientos. Me atreví a preguntar:

—¿Por qué tan… restrictivo?

—Porque esto no es una típica relación laboral. —Se acercó de nuevo, rozando levemente mi mano al entregarme un bolígrafo—. Y porque tengo la impresión de que harás lo que sea necesario para ayudar a tu familia.

Ese roce, mínimo pero tan intencionado, me aceleró el pulso. Un cosquilleo cálido se extendió por mi cuerpo. Me sentí incómoda y fascinada al mismo tiempo.

—Entonces… ¿debo firmar ahora? —musité, con la garganta seca.

Marchesi arqueó una ceja.

—Tómate tu tiempo para leerlo. No quiero que pienses que te apresuro. —Dio una vuelta alrededor de mí, como un depredador evaluando a su presa—. Pero si lo rechazas, no habrá segundas oportunidades.

El bolígrafo pesaba en mi mano como si fuera de plomo. Recordé la clínica, las facturas, a mi madre… y firmé. La tinta se deslizó, sellando mi destino. Sentí un nudo en la boca del estómago, como si acabara de ponerle mi nombre a un pacto con el diablo.

Cuando levanté la vista, Marchesi sonreía. Una sonrisa controlada, sin asomo de piedad.

—Bienvenida a mi mundo, señorita Costanzo.

Salí del despacho con el corazón desbocado. Giancarlo Ferraro estaba apoyado contra la pared del pasillo, esperándome con una expresión inescrutable. Me dedicó una breve inclinación de cabeza y luego se marchó sin decir nada.

Casi corrí hacia el ascensor, anhelando el aire libre. Mis dedos aún temblaban al sostener la carpeta con el contrato. Habría dado lo que fuera por gritar, por llamar a Leo, contarle todo y a la vez no contarle nada.

El ascensor bajaba, y mis nervios, en vez de calmarse, crecían. Al cerrar los ojos, recordé la forma en que Marchesi me había rozado, el calor que sentí cuando sus manos se acercaron a las mías, y ese perfume que aún revoloteaba en mi mente. Era como si mi cuerpo estuviera respondiendo a un magnetismo oscuro y aterrador.

Cuando por fin salí a la calle, el sol de la mañana me cegó un segundo. El teléfono vibró en mi bolso: una llamada perdida de la clínica. Entonces lo comprendí: ahora no podía echarme atrás. Mi vida había dado un giro definitivo en esa oficina, con ese hombre. Y lo peor es que una parte de mí… sentía una punzada de curiosidad por descubrir hasta dónde llegaban sus “obligaciones especiales”.

No miré atrás al alejarme de la Torre Marchesi, pero en mi pecho, una alarma interna no dejaba de sonar. Algo me decía que este solo era el principio de un juego peligroso. Y yo ya había apostado todo.

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