4- Bajo la mirada de Marchesi
(Narrado por Nina)
El aire de la Torre Marchesi me recibió con la misma frialdad imponente de la entrevista anterior. Lo primero que noté, al entrar al lobby, fueron las miradas. Uno o dos empleados susurraban al verme pasar, como si supieran que había firmado un contrato distinto a cualquier otro. Mi estómago se encogió. Tal vez todo estuviera en mi cabeza, pero no podía sacudirme la sensación de estar bajo un microscopio.
Daniela Rivas me esperaba junto al mostrador central. Su sonrisa era cortés, pero sus ojos me dieron la impresión de medirme, de buscar en mí cualquier señal de debilidad.
—Buenos días, Nina. ¿Lista para tu primer día? —preguntó, extendiéndome un pase que decía “Asistente de Dirección”.
Tragué saliva y asentí, intentando sonar más confiada de lo que me sentía.
—Sí, sí… Estoy lista. O eso espero.
—Perfecto. El señor Marchesi te espera en la planta treinta y dos —me indicó, señalando el ascensor privado al fondo—. Ten cuidado y no hagas demasiadas preguntas, por tu bien.
Pensé en preguntar a qué se refería exactamente, pero me limité a sonreír. Su consejo ya era suficientemente claro. Crucé el lobby sintiendo cómo las miradas seguían perforándome. Cada detalle del edificio —las columnas de mármol, la decoración minimalista y carísima— me recordaba que ahora jugaba en una liga muy diferente a la que estaba acostumbrada.
El ascensor me llevó al piso más alto sin detenerse. Las puertas se abrieron a un pasillo silencioso, con paredes revestidas en tonos grises y ventanales panorámicos que mostraban la ciudad en miniatura. Mi nuevo escritorio estaba justo enfrente de una puerta doble, tan sobria como elegante. Supuse que detrás estaría el despacho de Marchesi.
—¿Tú eres la nueva? —dijo una voz a mi espalda.
Me giré y vi a una mujer de curvas marcadas, con un ceñido traje de falda y una melena castaña impecable. No la había visto antes, pero algo en sus labios pintados y su porte me resultó intimidante.
—Sí, soy Nina. Asistente… —respondí con nerviosismo.
La mujer me analizó de arriba abajo, con una media sonrisa que no llegó a sus ojos.
—Sofía. Encantada —soltó, casi en automático. Se notaba que no estaba especialmente complacida de conocerme—. Yo… trabajo con el señor Marchesi en asuntos más… confidenciales.
Y, sin darme tiempo a preguntar, pasó de largo, entrando en el despacho sin llamar. Sentí un leve escalofrío. El perfume que dejó a su paso era dulce y penetrante. No supe cómo interpretar aquella breve interacción, pero el escalofrío en mi espalda me impidió pensar con claridad.
Resoplé y me acomodé tras mi escritorio, intentando en vano concentrarme en lo que debía hacer. No tenía ninguna instrucción formal, salvo que Marchesi me llamaría cuando lo estimase conveniente. Minutos después, la misma mujer salió con el mentón en alto. Nuestros ojos se cruzaron un segundo y supe que me había evaluado, consciente de mi presencia. ¿Marcando territorio? No estaba segura. Pero mi incomodidad se multiplicó.
Un zumbido en el teléfono de la mesa me hizo dar un respingo.
—Costanzo, entra —ordenó la voz profunda de Marchesi al otro lado, sin presentaciones.
Lo obedecí de inmediato, abriendo la puerta doble. El despacho era amplio, con ventanales que ofrecían una vista casi irreal de la ciudad. Giancarlo Ferraro, el hombre alto y serio que había visto anteriormente, terminaba de hablar con Marchesi. Nuestros ojos se cruzaron un instante, y su mirada fría me hizo bajar la vista.
—Te encargarás de gestionar mi agenda y estos informes de ventas —indicó Marchesi, colocando un par de carpetas ante mí—. Quiero el primer reporte antes del mediodía.
—Sí, señor —respondí, con un nudo en la garganta.
Giancarlo me lanzó una mirada rápida, como si estuviera comprobando cuánta presión podía soportar. Después, se despidió con un leve “Con permiso, señor” y salió del despacho, dejándome a solas con Marchesi.
—¿Alguna pregunta? —inquirió él, clavando esos ojos oscuros en mí.
—N-ninguna, señor.
—Perfecto. Tienes todo lo que necesitas afuera. Y, Costanzo… —su tono cambió, volviéndose helado y, a la vez, peligrosamente suave—. Eficiencia, ¿entendido?
Asentí, sintiendo mis mejillas arder. Agarré los documentos y abandoné la oficina con el corazón bombeando adrenalina. Cada paso que daba se sentía como un latido de incertidumbre.
Volví a mi escritorio y me sumergí en el trabajo. Eran hojas y hojas de números, facturas, proyecciones… más complejos de lo que imaginé. Me desesperaba no querer fallar, con la presión de saber que si lo hacía, Marchesi podría mostrarse menos “comprensivo” de lo que ya era.
Pasado un rato, la puerta del despacho se abrió sin previo aviso. Sentí un escalofrío en la nuca antes de oír:
—¿Los informes?
Casi salto de la silla. Lo vi acercarse y colocarse detrás de mí, inclinado sobre mi hombro para mirar la pantalla. Su perfume me rodeó, y la calidez de su cuerpo a escasos centímetros de mi espalda me dejó sin aliento.
—Estoy… terminando de revisar, señor. —Mi voz salió queda, intentando no temblar.
Marchesi dejó escapar un leve suspiro, como si mi esfuerzo apenas importara.
—Tenlo listo a mediodía. Y no me hagas repetirlo.
Se apartó y me dejó con la sensación de un vacío repentino, como si el aire hubiera cambiado de densidad. Tragando saliva, volví a concentrarme en las cifras.
