5- Un roce que quema
Mientras tecleaba, escuché el timbre de mi móvil personal, vibrando sobre la mesa. Lo miré con aprensión: Leo. “Demonios, justo ahora”, pensé, pero algo me empujó a contestar.
—¿Qué pasa? —susurré, escurriéndome bajo el escritorio para que no me vieran.
—Nina… ¿estás bien? —La voz de Leo sonaba preocupada—. He estado pensando en lo que me dijiste anoche, y no puedo sacarme de la cabeza que ese tipo te use a su antojo.
Mis mejillas se encendieron al recordar cómo terminamos nuestra discusión en las escaleras… y lo que pasó después. Agité la cabeza, intentando desechar ese recuerdo en medio de la oficina.
—Leo, estoy ocupada. No puedo hablar ahora.
—Solo dime si estás bien.
—Sí, lo estoy —mentí—. Por favor, no hagas esto más difícil. Necesito este empleo.
Hubo un breve silencio. Luego un suspiro de resignación.
—Lo sé. Llama si pasa algo raro.
—Adiós, Leo —corté.
El corazón me latía con fuerza. ¿Por qué la simple voz de Leo me hacía sentir culpable y, a la vez, añoraba algo de su seguridad? Suspiré, dejando el móvil a un lado y regresando a mis informes con renovada prisa. No podía darme el lujo de pensar en otra cosa. Marchesi estaba al acecho.
Justo antes del mediodía, me levanté para llevar el reporte impreso a la oficina. Al girar la esquina, me choqué con uno de los asistentes de Giancarlo y los papeles salieron volando. Palidecí al verlos esparcidos en el suelo.
—Lo siento… —musitó él, sin verdadero interés.
Me abalancé a recogerlos, rezando para no llegar tarde. Cuando estaba levantándome, sentí una mano firme en mi cintura, sujetándome como si no quisiera que me tambaleara. Alcé la vista y choqué con la mirada de Marchesi.
—Ten más cuidado —dijo con un deje de burla, sus labios peligrosamente cerca de mi oreja.
Noté el calor de su cuerpo, la presión de sus dedos a través de mi blusa. Un cosquilleo me encendió la piel, y tuve que esforzarme para respirar con normalidad.
—L-lo siento, señor. Iba a su despacho…
—Sígueme.
Lo obedecí, entre avergonzada y paralizada. Entramos en la oficina, y él cerró la puerta tras nosotros. Deposité los documentos en su escritorio con manos temblorosas.
—Espero que tus descuidos no me hagan perder el tiempo, Costanzo —dijo, revisando el informe de forma rápida—. ¿Es todo?
—S-sí… —respondí, intentando no titubear.
Sus ojos se clavaron en mí, y sin previo aviso, acortó la distancia. No me tocó, pero su cercanía me envolvió como una cortina de humo caliente.
—¿Tienes miedo de mí, Nina?
La manera en que pronunció mi nombre me hizo temblar. Abrí la boca para responder, pero en ese instante sonó un golpe en la puerta. Giancarlo se asomó, su expresión tan neutra como siempre.
—Señor, lo esperan en la sala de juntas —informó.
Marchesi se apartó, casi con fastidio. Sentí que podía volver a respirar.
—Ahora voy —contestó. Me dirigió una última mirada con una media sonrisa cargada de poder—. Vete a tu puesto.
Recogí el aliento y salí con el corazón desbocado, intentando aparentar calma. El roce de su mano en mi cintura y su cercanía seguían reviviendo en mi piel.
De vuelta a mi escritorio, quise tranquilizarme. Tenía mucho que digerir. El teléfono de mi móvil vibró de nuevo: la clínica. Miré alrededor, comprobando que nadie me viera, y corrí al baño, encerrándome en uno de los cubículos.
—¿Señorita Costanzo? —dijo la voz administrativa—. Le informamos que quedan diez días para cubrir el saldo pendiente del tratamiento de su madre. Son dos mil dólares. Si no se completa antes de esa fecha, no podremos mantener el régimen actual de cuidados.
Sentí un nudo formarse en mi garganta. Esa cifra era imposible para mí… al menos antes de este trabajo. El recordatorio me devolvió a la realidad de un golpe: estaba bajo las órdenes de un hombre que me daba tanto pavor como magnetismo. Y no podía permitirme renunciar.
—Entendido. Por favor… denme un poco más de tiempo, haré lo posible —murmuré con voz apagada.
Colgué y me miré en el espejo del pequeño baño. Vi mi reflejo: una mujer con ojeras y labios temblorosos, atrapada en un juego peligroso. “No puedo fallarle a mamá”, pensé. “No me lo perdonaría.”
Al salir, respiré hondo y regresé al pasillo. El ambiente parecía el de siempre, como si el mundo no supiera que mi vida colgaba de un hilo. Nadie se fijó en mí, salvo Daniela, que me miró con un atisbo de comprensión. Bajé la cabeza y me senté a trabajar, reprimiendo el temblor de mis manos.
Poco después, vi a Marchesi salir hacia la sala de juntas, acompañado por Giancarlo y una comitiva de directivos. Sus ojos se desviaron un segundo en mi dirección, y mi respiración se detuvo. “¿Qué quiere de mí realmente… y hasta dónde está dispuesto a llegar?” La incógnita pesaba en mi mente, más agobiante incluso que las cifras del informe.
Encendí la pantalla del ordenador y me forcé a concentrarme en los números, recordando la voz de la clínica y la preocupación de Leo. Ahora, mi mundo entero giraba en torno a complacer las demandas de un hombre que no parecía conocer límites. “No puedo fallar…”, murmuré casi sin sonido, apretando los dientes. “No voy a fallar, mamá.”
Pero en el fondo sabía que mantenerme firme sería cada vez más difícil. La mirada de Marchesi, su cercanía, incluso el roce de su mano en mi cintura… Todo eso me absorbía en una espiral de sensaciones que no estaba segura de controlar. Y apenas era el primer día.
