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1- La ansiedad

La ansiedad me tenía el estómago en un nudo constante. Al día siguiente tendría la entrevista que tanto había esperado, y por más que intentara distraerme, el peso de esa oportunidad me quemaba la piel. Había imaginado mil escenarios posibles, pero los nervios seguían ahí, alimentando mis inseguridades.

Para distraerme un poco, invité a Leo a cenar. Preparé algo sencillo, nada pretencioso, porque mi cabeza estaba demasiado ocupada dando vueltas. Sin embargo, él apenas probó la comida. Su expresión se endurecía cada vez que mencionaba el trabajo, y noté cómo su mandíbula se tensaba con cada minuto que pasaba. Cuando entramos al edificio, soltó lo inevitable:

—No quiero que tomes ese trabajo.

Rodé los ojos, sintiendo un leve pinchazo de fastidio. Ni siquiera habíamos llegado a mi departamento y ya estaba con lo mismo.

—Ese tipo no es un jefe cualquiera —continuó, mientras subíamos las escaleras con paso lento—. Marchesi no contrata empleados, compra a la gente. ¿De verdad no te asusta todo lo que se dice de él?

Me detuve en seco y lo miré de frente, exasperada.

—Lo que he escuchado es que necesito el empleo, Leo. Mi madre está enferma y la clínica no se paga sola.

—Podrías buscar otra opción —insistió, aunque sin mucha convicción.

—¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Y con qué sueldo? —repliqué, sintiendo cómo la frustración me apretaba la garganta—. Llevo meses buscando algo que cubra todos mis gastos y esto es lo único estable que ha surgido.

Leo me sostuvo la mirada, con un brillo de preocupación en sus ojos.

—Solo quiero que lo pienses bien, Nina. Dicen que Marchesi tiene contratos especiales y que su última asistente desapareció del mapa sin dejar rastro. Nadie supo más de ella. ¿No te suena tenebroso?

Un escalofrío me recorrió la espalda, pero hice un esfuerzo por no demostrarlo.

—Ya lo pensé —respondí con firmeza—. No puedo darme el lujo de dejar pasar esta oportunidad.

Avancé un par de escalones más, sintiendo cómo el aire se cargaba de tensión. Me giré para encararlo y, con un valor que no sabía de dónde había salido, solté:

—Si no te gusta, puedes irte.

Mi voz sonó más cortante de lo que pretendía. Durante un segundo, creí que se marcharía de verdad; su expresión reflejaba un choque entre el orgullo herido y la preocupación. Pero al final, solo resopló con fastidio y siguió tras de mí.

Abrí la puerta del departamento y lo recibí con la penumbra habitual a esa hora. No encendí la luz. Todavía sentía el pecho oprimido, con la ansiedad golpeando mis costillas. Aquella entrevista sería crucial: si la conseguía, pagaría los gastos médicos de mi madre. Si no, ¿qué haría? ¿Volver a saltar de un trabajo temporal a otro?

Mis pensamientos se interrumpieron al notar la presencia de Leo acercándose en silencio. Percibí el calor de su cuerpo casi antes de que sus manos rozaran mis caderas. Él no dijo nada, y no hacía falta. Sentí su respiración acercarse a mi cuello, un murmullo que erizaba mi piel.

Conocía a Leo desde hacía años, y habíamos tenido algo así como una relación intermitente. Fuimos novios un tiempo, luego amigos con derechos, y finalmente algo indefinido que seguía presente en mi vida. Para bien o para mal, él siempre estaba ahí cuando yo necesitaba una mano o un refugio. Aunque a veces, como ahora, se convertía más bien en un factor de tensión. Pero en el fondo sabía que intentaba protegerme.

Podía dar un paso al costado, recordarle que no tenía cabeza para esto. Sin embargo, mi cuerpo anhelaba un respiro de la tensión que cargaba. Y él, con su cercanía, me ofrecía justo eso: una distracción inmediata, un bálsamo contra el miedo que me consumía.

El vestido comenzó a subir por mis muslos, y me quedé quieta, dejándome llevar por sus caricias. La forma en que sus dedos recorrían mi piel me hizo olvidar, al menos por un segundo, todos mis problemas. No era solo deseo, era la necesidad de sentir que todavía podía disfrutar algo más allá de la ansiedad.

Presioné el interruptor y la luz inundó la habitación. Leo entrecerró los ojos, acostumbrándose al cambio repentino, y lo miré sin decir palabra. Él se pasó la mano por el cabello, con una mezcla de preocupación y rendición en la mirada.

—Lo siento, Nina —dijo al fin—. Sé que necesitas ese trabajo, pero me pone nervioso todo lo que escucho de Marchesi.

—Entonces apóyame. Por favor —respondí con un murmullo.

En lugar de más explicaciones, dejé que el vestido resbalara por mi cuerpo, deslizándose en un movimiento lento hasta el suelo. Solo quedaban el sujetador, las bragas y los tacones. Sentí un ligero estremecimiento al ver su reacción.

—Yo también lo siento —susurré—. Pero en este momento solo quiero dejar de pensar en la entrevista. Mañana tendré que enfrentarme a lo que sea que me espere.

Caminé hacia la cama con pasos lentos, consciente de su mirada devorándome. Me recosté, abriendo las piernas en una invitación muda que él no tardó en aceptar. Se inclinó sobre mí sin siquiera quitarse la ropa, sus manos recorriendo mis muslos, como si disfrutara de la expectación.

Sus labios descendieron con suavidad, rozando mi piel, arrancándome un suspiro ahogado. Cuando su boca encontró mi centro, cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás, soltando un gemido de alivio y placer. La ansiedad se desvaneció, cedió terreno al calor que se extendía por mi cuerpo.

Lo sentí más entregado que nunca, como si quisiera borrar con caricias toda la tensión que habíamos acumulado. Mis caderas se arquearon, buscando más de ese alivio que me ofrecía. Los dedos de Leo encontraron un ritmo perfecto, adueñándose de mis reacciones.

—Siempre tan deliciosa… —murmuró contra mi piel, antes de hundirse de nuevo.

Su lengua dibujaba círculos precisos, mezclando lamidas y succiones que encendían mi piel. Mis gemidos se hicieron más intensos, resonando en la habitación. Por un momento, me preocupó que mi compañera de cuarto, Olivia, escuchara, pero la idea se evaporó tan rápido como llegó.

Leo se dio cuenta de mi entrega total y me lanzó una sonrisa arrogante desde abajo.

—¿No te importa que pueda oírnos?

Le sostuve la mirada, con las mejillas encendidas y la respiración entrecortada.

—No —respondí con firmeza.

Se rió con diversión.

—Entonces, sigamos.

No tuve tiempo de añadir nada más. Mi espalda se arqueó y me aferré con fuerza a las sábanas, perdida en ese ritmo implacable que él marcaba. Cuando finalmente me sobrevino la primera oleada de placer, dejé escapar un gemido que seguro podría oírse fuera de la habitación. Y no me importó.

Sentí su respiración agitada cerca de mí, y supe que no era la única al borde. Sin embargo, antes de que él pudiera recostarse a mi lado, me incorporé y me deslicé entre sus piernas con determinación. Mis manos recorrieron su abdomen hasta que encontré el bulto firme que latía bajo su pantalón. Sentí que Leo gruñía en respuesta, y sonreí para mis adentros.

Desabroché su cinturón con lentitud y bajé el pantalón apenas lo suficiente. Cuando acerqué mi boca a su erección, él lanzó un suspiro cargado de necesidad. Empecé despacio, alternando lamidas y succiones que arrancaron gemidos sordos de su garganta. Disfruté cada segundo de su vulnerabilidad.

Justo antes de llevarlo al límite, me aparté con una sonrisa juguetona. Leo abrió los ojos con incredulidad, todavía intentando normalizar su respiración.

—Es solo una previa, amor —susurré, relamiéndome con malicia.

—Te vas a arrepentir —sentenció con un brillo oscuro en la mirada.

Me giré y me puse en cuatro patas sobre la cama. Antes de que pudiera decir algo más, Leo se colocó detrás de mí. Sus manos aferraron mis caderas con fuerza y, sin la menor advertencia, se hundió en mi interior. Mi grito quedó atrapado en mi garganta. Sentí el choque de su cuerpo contra el mío, un vaivén urgente que lo consumía todo.

—¿Eso querías? —preguntó, inclinándose sobre mi espalda para que pudiera oírlo claramente.

Asentí, incapaz de hablar, clavando los dedos en las sábanas. La habitación se llenó con el sonido de su respiración y mis jadeos. Cada embestida me llevaba al borde de la cordura. Una y otra vez, sin piedad.

Mis piernas comenzaron a temblar y Leo lo notó. Quiso cambiar de posición, así que me guio hasta quedar de lado, atrapándome contra su pecho. Su mano se deslizó por mi abdomen hasta el sujetador que aún llevaba puesto.

—Quítatelo —ordenó, su voz retumbando contra mi oído.

Obedecí sin dudar. Noté el alivio que sintieron mis pechos al liberarse de la prenda. Leo la apartó con despreocupación antes de acariciar mis senos con una mano grande y firme, provocándome más gemidos.

—Estás tan húmeda… —murmuró, moviendo su otra mano entre mis piernas, dibujando círculos lentos sobre mi centro palpitante.

Un escalofrío de puro placer recorrió mi espina dorsal. Eché la cabeza hacia atrás, apoyándola sobre su hombro mientras él se movía dentro de mí, intensificando cada sensación.

—Si sigues así, Olivia sabrá exactamente lo que te estoy haciendo —dijo con una nota traviesa.

No respondí, sencillamente porque no podía. El placer era demasiado, envolviéndome por completo en un vaivén eléctrico. Sin embargo, no quería terminar de esa manera. Con un suave empujón, lo tumbé sobre la cama y me acomodé encima de él, notando cómo me recibía con ansiedad.

—¿Así quieres terminar? —susurró, apretándome con un deseo feroz.

—Sí… —musité, mientras lo guiaba de nuevo a mi interior.

Con las manos en mis caderas, Leo comenzó a embestir desde abajo, marcando un ritmo que me robaba cada aliento. Yo también me movía, buscando ese punto donde el placer nos consumiera a ambos al mismo tiempo. Mi cabeza cayó hacia atrás, y un grito sordo escapó de mis labios mientras sentía cómo todo explotaba en un torbellino de sensaciones.

El orgasmo nos atrapó a la vez, desgarrándonos con una intensidad que me dejó temblando. Colapsé sobre su pecho, sintiendo el latido frenético de su corazón. Nos quedamos así un rato, en silencio, dejando que la respiración se normalizara.

Después de unos minutos, Leo habló con un tono más serio:

—Prométeme que si ese tipo… Marchesi… te mete en problemas, me lo dirás. Haré lo que sea necesario para protegerte, incluso destrozarlo con mis artículos si hace falta.

Asentí en silencio, demasiado agotada para articular frase alguna. Me acurruqué junto a él, cerrando los ojos con la esperanza de que esa calma, aunque fuera momentánea, me ayudara a dormir un par de horas.

Pero no podía sacarme de la cabeza la imagen de la Torre Marchesi y la hora acordada para la entrevista: nueve de la mañana, piso treinta y dos. Un lugar del que decían que solo entras si él lo decide… y que una vez dentro, no hay manera de escapar si Marchesi no lo permite.

No sabía que esa sería la última noche en que mi vida seguiría tal y como era. A la mañana siguiente, todo cambiaría para siempre.

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