Capítulo 4.
Había luna llena esa noche; la esfera redonda y luminosa alumbraba el usual ajetreo del muelle. No había nubes, solo un cielo despejado lleno de estrellas.
En su pasado, y en su futuro, una luna llena podía significar grandes problemas para ella; siempre había influido, más para mal que para bien. Pero ahora era diferente, ahora podía cerrar los ojos y sentir la luz de la luna acariciar su piel sin nada que temer.
Era alrededor de las ocho de la noche cuando el próximo barco a vapor atracó, un buque de pasajeros.
Bufó desesperanzada. A veces, quería simplemente dejar de esperar que su destino la alcanzara; tal vez debía hacerle caso a Nadima, olvidar las visiones de su vida pasada y simplemente dejar que el caos la encontrara cuando quisiera.
Así que se relajó sobre el tejado y llevó a su boca un par de trufas de chocolate que la hija del primer ministro le había regalado a Kuolema esa mañana durante el desayuno. Se enfurecería cuando supiera que se las había comido durante la noche, no dejaría ninguna para ella.
Había sido un desayuno completamente aburrido. Por supuesto, ellas habían hablado de cualquier banalidad sin importancia, dejando de lado cualquier cosa política o diplomática. Solo discutieron sobre presidentes y embajadores, cotilleando sobre sus romances, o sobre quién era más guapo y quiénes hacían que su entrepierna se calentara.
A Kuolema no le había importado en lo absoluto que Akram estuviera allí, de pie solo a unos tres metros de distancia, con un ojo y oído siempre sobre ella.
Él perdía el color cada vez que Kuolema hablaba de su esposo, o de algún otro varón elegante y deseable, según la escala de esas damas pertenecientes a la burguesía victoriana, la realeza y los políticos de la época, clase social a la que ellas pertenecían.
La hija del primer ministro era una chiquilla de belleza ordinaria, de unos dieciocho años de edad, aún soltera pero lista para un matrimonio por conveniencia en cuanto apareciera el mejor postor.
No sería difícil para ella: era rica, tenía un apellido, sus cabellos castaños dorados y sus ojos color avellana, además de esa nariz respingada y la cintura de avispa, varios centímetros asfixiada por el corsé, harían todo el trabajo.
Kuolema incluso había bromeado y cuchicheado sobre alquilarle a Akram por un tiempo, esperando que él le ayudara a atraer algún otro soltero deseado, viendo que ella podía estar escapándoseles entre los dedos.
Akram había fruncido el ceño y apretado los labios ante la insinuación de Kuolema.
La hija del primer ministro solo había soltado una risa explosiva y luego dijo:
—Lástima que sea solo un sirviente —y le dio una mirada de arriba abajo.
Akram ciertamente no era un hombre feo. Era alto, lo suficientemente musculoso, y tenía una galaxia de lunares sensuales que bajaban desde el pómulo derecho hacia el pecho, con unos ojos color caramelo, aunque sus rasgos eran ligeramente afeminados.
Pero él era "solo un sirviente", y eso era todo lo que importaba para la chica y también para la bruja arpía de Kuolema, que no lo veía más que como un pedazo de carne o una mascota con la cual podría divertirse.
Tod se preguntaba por qué él dejaba que ella lo tratara de esa manera, ya que no era obvio para él que ella no lo apreciaba tanto como él deseaba.
Estaba a punto de tragar la siguiente trufa cuando él apareció entre la multitud. Tosió, atragantándose con la trufa, tragándola de golpe y tuvo que golpearse el estómago para expulsarla.
Sus ojos se posaron en él y sus pupilas se dilataron en reconocimiento.
No podía creerlo.
No podía ser cierto.
Debía estar soñando.
Él avanzaba entre la multitud que bajaba por el puente hacia el muelle, empujando sin querer a la gente debido al tamaño del estuche que colgaba con una cuerda de cuero de su hombro.
No era lo único que llevaba. Además del enorme instrumento musical, colgaba de su hombro, también llevaba uno más pequeño en la mano y una valija mediana en la otra.
Decía:
—Lo siento —cada vez que chocaba con alguien o que sus objetos golpeaban a alguien.
Cuando llegó al muelle, el sombrero de copa le saltó de la cabeza entre el jaleo y se perdió entre la multitud.
Él intentó seguirlo con angustia, aunque no logró hacerlo hasta que ya estaba demasiado pisoteado y arruinado, pero de alguna forma, logró volver a colocárselo en la cabeza.
Tod puso la mano sobre su boca para contener la risa.
Era justo como lo recordaba, solo que mucho más joven.
Se alejó del muelle y empezó a avanzar por la calle, solo deteniéndose de vez en cuando para pedir indicaciones.
Ella lo siguió, saltando entre los tejados, cubierta por invisibilidad.
Su objetivo caminaba, calle tras calle, deteniéndose de vez en cuando para pedir más indicaciones. La gente señalaba, él asentía con una sonrisa, una sonrisa hecha de sus dulces labios rosados.
Hubo mujeres que se detuvieron a mirarlo, Tod no las culpaba, ni cuando suspiraban porque él les daba un asentimiento de saludo y ellas podían ver el color esmeralda intenso de su mirada.
No tardó demasiado en llegar a su destino. Se detuvo frente a un edificio y llamó a la puerta.
Era una pensión de clase media baja.
Finalmente, Tod salió del tejado, deslizándose entre los pocos balcones que quedaban, oculta, invisible.
La mayoría de los ocupantes de las habitaciones estaban preparándose para dormir, otros estaban un poco más entretenidos. Tan entretenidos que tuvo que cerrar los ojos para no ver más de lo que Kuolema ya la obligaba a presenciar.
Una mujer, la casera, le abrió la puerta a su objetivo. Solo intercambiaron saludos, él le extendió un sobre que sacó del interior de su gabardina, posiblemente lleno de dinero, y ella lo dejó pasar.
Tod agudizó su oído, prestando especial atención a las habitaciones con luces apagadas, esperando un cambio.
Cuando una de las ventanas se iluminó, bajó hacia ella.
—Una de las mejores, tiene suerte de que no estuviera ocupada —dijo la mujer. No era vieja, pero tampoco joven; probablemente rondaba los cincuenta años.
—Está bien —respondió él, dando un vistazo a su alrededor.
La habitación era simple, con una cama doble al fondo, pegada a la pared. No tenía dosel, y las sábanas raídas, amarillentas, mostraban signos de uso. Solo había un escritorio con una silla apoyada cerca de la ventana, y una bacinilla justo al pie de la misma. Un candelabro descansaba sobre la mesa, y un espejo de cuerpo entero estaba en la esquina, detrás de la puerta.
—Nada de música —exigió la mujer, lanzándole una mirada a sus instrumentos.
Él asintió. Satisfecha, ella se marchó.
Lo observó cerrar la puerta empujándola con la rodilla antes de colocar sus instrumentos sobre la cama.
—He dormido en lugares peores —murmuró para sí mismo.
Tod contuvo la respiración al escuchar su voz tan cerca.
Él pareció escucharla, porque levantó la cabeza y frunció el ceño, mirando en dirección a la ventana.
Era invisible.
Él no podía verla.
¿O sí?
Tod levantó la mirada hacia la luna y supo que no estaba preparada para tomar el riesgo.
Cuando él dio un paso hacia la ventana, ella saltó, cayendo sobre la grava de la calle. Sin abrir sus alas, caminó como cualquier otra persona, alejándose del edificio.
Solo dio un breve vistazo por encima de su hombro, suficiente para notar que él abría la ventana y asomaba la cabeza, buscando fuera de la habitación.
Tod sonrió.
