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Capítulo 3.

Usó sus alas para impulsarse hasta el tejado de la casa frente al muelle, su torre de vigía. Se recostó en el borde, acostada boca abajo, intentando mantener su trasero lejos de cualquier superficie. Apoyó la barbilla sobre sus manos y, como todas las noches anteriores, solo esperó.

Aquella noche solo llegó un barco más, un buque a vapor, de carga.

Aun así, estudió cada rostro con el detalle que le permitía su vista angelical.

Otra noche más sin éxito.

Se quedó allí hasta el amanecer, dormitando en el borde del tejado, despertando justo a tiempo para ver salir el sol.

Volvió al palacio antes de que la luz la alcanzara. No hubo carreras contra el amanecer, ni caídas calculadas en el momento justo.

Se desvistió, recogió el camisón de Kuolema del suelo, donde había quedado desde que Akram lo arrancó de su cuerpo, y se lo puso.

Estaba doblando su túnica de gitana cuando el sol entró por la ventana y la arrastró de regreso a su prisión en el espejo.

Un solo parpadeo, y ya no era ella quien sostenía la túnica, sino Kuolema.

Kuolema parpadeó, observando la prenda en sus manos, y la soltó con un gesto de repulsión.

—Ya sé, ya sé. No tienes que decir lo vulgar que es —se adelantó Tod desde el espejo.

—Debería quemar tus trapos —espetó Kuolema—. Así lo pensarías dos veces antes de salir del palacio con mi cuerpo a quién sabe dónde.

—O podría simplemente salir desnuda y gritarle a todos en la calle que soy tú —la desafió Tod.

Kuolema le regaló una mirada fulminante. Nunca solía mirarla de otra manera.

—No te cansas de decirme lo vulgar que soy —continuó Tod mientras Kuolema escondía la túnica bajo el tablón suelto en el piso—. Sin embargo, no soy yo la que pasa la mayor parte del tiempo desnuda, fornicando con uno de mis empleados mientras mi esposo está de viaje de negocios.

—Sabía que eso te había molestado —Kuolema sonrió con orgullo, echando hacia atrás su mata de cabello negro y ondulado.

—Él está enamorado de ti —dijo Tod, refiriéndose a Akram.

—Oh, sientes lástima por él —Kuolema hizo un puchero burlón. Claramente, no le importaban los sentimientos de Akram—. Es una lástima que no puedas hacer nada para ayudarlo —añadió con malicia. Sus ojos turquesa brillaron con un fulgor cruel, y la comisura izquierda de sus labios se curvó en una sonrisa maquiavélica.

Tod se dejó caer al suelo, apoyando la espalda contra la imagen reflejada de la cama en el espejo. Kuolema, en cambio, se enderezó, tomó el cepillo de su mesa de belleza y comenzó a deshacer los rizos salvajes de su cabello.

—Todavía no entiendo —musitó Tod, observándola de reojo mientras se cepillaba—. ¿Quién es la intrusa aquí? ¿Tú o yo?

—Tú eres la que está atrapada en el espejo, ¿no? —respondió Kuolema, aunque no era la respuesta a su pregunta.

—¿A dónde vas por las noches? —preguntó Tod.

—A ninguna parte —gruñó Kuolema, visiblemente irritada—. Solo desaparezco.

—Sé lo que eres —reveló Tod.

Kuolema dejó de cepillarse de golpe, alerta.

—¿Quién se supone que soy? —preguntó, con un tono que intentaba ser despreocupado.

—El ángel de la muerte —respondió Tod.

Kuolema soltó una carcajada burlona, pero Tod supo que no estaba equivocada.

—¿Quién es la intrusa aquí, Kuolema? —repitió.

La sonrisa de Kuolema se desvaneció. De repente, alzó el cepillo y lo estrelló contra el espejo. Lo golpeó una y otra vez, hasta que la superficie comenzó a resquebrajarse en fragmentos cada vez más pequeños.

—¡Kuolema! ¡Kuolema! —gritó Akram. Entró corriendo en la habitación y se apresuró a detenerla, pero ella seguía golpeando el espejo, aun cuando ya estaba destrozado, cayéndose a pedazos sobre la alfombra.

Cuando él le arrancó el cepillo de las manos, ella gritó con furia, un sonido rasposo y gutural que le arañó la garganta.

No iba a ir a ninguna parte.

No importaba cuánto lo deseara Kuolema.

—Santo cielo... —murmuró Akram, horrorizado, sosteniendo las muñecas sangrantes de Kuolema.

Los fragmentos de cristal cubrían el suelo.

Los sirvientes empezaban a entrar.

—A mi habitación. Vendas, agua y unas pinzas. Limpien el desastre.

Los sirvientes asintieron y se dispersaron rápidamente. Akram sacó a Kuolema de la habitación y la llevó a su propia alcoba. No era tan grande como la de ella, pero en aquella época todas lucían igual: alfombras color vino, camas con dosel, horrendas sábanas con estampados florales, una otomana y una mesa de belleza con espejo.

Tod apareció en el reflejo en cuanto Kuolema se vio en él.

Siempre era arrastrada a donde fuera Kuolema, siempre y cuando hubiera un espejo.

Akram la llevó hasta la cama y la hizo sentarse. Mientras un par de sirvientas traían lo necesario para curarla, él se quitó el saco y se remangó la camisa hasta los codos.

Kuolema no dijo nada. Solo observó su reflejo en el espejo, donde Tod le sonreía con la barbilla en alto.

—¿Puedo saber qué sucedió ahí? —preguntó Akram en cuanto las sirvientas se marcharon.

—No tengo por qué darte explicaciones de nada de lo que hago —respondió ella con frialdad.

Él no reaccionó a su hostilidad. Simplemente tomó sus manos y comenzó a vendarle las heridas, revisando con cuidado si quedaban restos de cristal.

—Estoy bien, no necesito que me cures.

Ella intentó retirar la mano, pero Akram la sujetó de la muñeca y la obligó a quedarse quieta.

—Solo un minuto, Kuolema —pidió con calma, incluso cuando ella lo fulminó con la mirada encendida de furia.

Finalmente, cedió. Pero desvió el rostro con fastidio, dejando claro que no estaba conforme. Akram debía de estar acostumbrado.

—Solo son rasguños —dijo él al terminar de limpiarla. Luego, llevó la mano de Kuolema a su boca y depositó un beso en su palma.

Ella lo observó entonces, entrecerrando los ojos, con una mirada orgullosa.

—Iré a desayunar con la hija del ministro de Asuntos Exteriores. Vendrás conmigo —ordenó Kuolema.

—Como ordene, señora.

Akram inclinó la cabeza con sumisión, y ella sonrió, satisfecha con su dominio.

—Iré a vestirme en cuanto limpien mi habitación —agregó, sacudiendo las manos en un gesto silencioso. Una orden implícita para que él se asegurara de que los sirvientes se apresuraran, además del mensaje de que necesitaría ayuda para vestirse.

Akram asintió y se giró para salir, pero antes de que pudiera dar un paso, Kuolema extendió los brazos, tomó su camisa y lo jaló de regreso a su lado.

Le tomó un solo parpadeo envolverlo entre sus brazos y unir sus labios.

Él la besó de regreso, deslizando sus manos por la cintura de Kuolema y estrechándola contra él.

Tod puso los ojos en blanco desde el espejo.

Los vio besarse apasionadamente, con rudeza, con ansias. Sonidos de succión llenaron la habitación; ella lo mordió, arrancándole un quejido de dolor del que se rio con diversión.

Una de las manos de Kuolema se escurrió entre los pantalones de Akram y, sin desabrocharlos, encontró lo que quería.

Pudo ver a Akram estremecerse cuando ella empezó a frotarlo con la mano, arriba y abajo; sin dejar de besarlo, Kuolema movió su mano dentro de los pantalones de Akram, cada vez más fuerte y más rápido; él le apretó los glúteos a Kuolema, tanto que sus manos quedarían marcadas en su piel.

Él dio una exhalación ahogada cuando ella lo hizo eyacular; la mancha se extendió por sus pantalones y, cuando ella sacó la mano de sus pantalones, estaba manchada de semen.

Entonces ella se alejó, con una sonrisa en su rostro y la mano extendida, mostrándole los residuos de líquido seminal entre sus dedos.

Akram intentó tomarla de regreso cuando ella se alejó.

—Déjame hacer algo por ti —dijo jadeante, suplicándole que regresara a su lado, de regreso a sus brazos.

Kuolema le puso la mano manchada sobre la mejilla y terminó de limpiarse la mano en su camisa.

Para Tod era obvio lo que hacía Kuolema; solo era un juego de poder, de dominio.

—Lo harás cuando yo quiera —dijo, susurrando sobre los labios de él sin llegar a tocarlos—. Solo cuando yo lo diga —reafirmó y de inmediato salió de la habitación.

Tod vio a Akram de pie donde Kuolema lo dejó, respirando agitado, soltándose la corbata.

Y se permitió sentir lástima por él justo antes de ser absorbida por el siguiente espejo en el que Kuolema la hiciera reflejarse.

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