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Capítulo 5.

La cama era incómoda, rechinaba con cada movimiento, pero no fue el ruido lo que le impidió dormir esa noche. Fue la expectación.

Había algo dentro de su cuerpo que lo molestaba, además de las ideas que se arremolinaban en su mente.

Podía jurar que había visto y escuchado a alguien en su ventana.

No temía a quienquiera que estuviera acechando, pero eso no calmaba las inquietantes imágenes y escenarios que se formaban en su cabeza.

Usualmente, en una situación como esa, hubiera tocado algo de música para relajarse; pero la casera le había dejado muy claro, con solo una mirada, que la música no estaba permitida.

Ella tenía razón. Él lo entendía. No era el único huésped de esa casa, y no molestaría a los demás para calmar su propia ansiedad.

Así que pasó la mayor parte de la noche recostado de lado, mirando hacia la ventana, esperando que alguien, o algo, entrara por ella.

Finalmente, llegó el amanecer.

Se levantó de la cama al escuchar los primeros movimientos a su alrededor: personas que se movilizaban por los pasillos, conversando.

Se vistió con su traje de repuesto: pantalones color café claro con rayas verticales, una camisa blanca, y un saco azul. Se anudó la única corbata que poseía, de color negro, alrededor del cuello de su camisa levantada.

Tomó su sombrero de copa antes de salir de la habitación, lamentando su lamentable estado.

Necesitaba conseguir uno nuevo, lo que significaba que acabaría con el poco dinero que le quedaba. Y eso, a su vez, significaba que debía encontrar trabajo, y rápido.

Bajó las escaleras hasta el comedor, donde ya había algunas personas tomando su primera comida del día, dispersas por las diferentes mesas del enorme salón. Era lo que quedaba de un antiguo salón de baile, ahora transformado en una pensión, pero aún conservaba su aire de mansión de familia adinerada.

Las mesas eran de diferentes tamaños y formas: redondas, cuadradas, rectangulares, como si hubieran sido recogidas de restos de otros lugares; las sillas tampoco coincidían en forma ni tamaño.

Se sentó en una de las más pequeñas, cerca de la entrada del salón, y esperó en soledad hasta que una de las sirvientas le acercó lo que parecía ser la única opción de desayuno.

Un té oscuro en una taza de metal abollada y varios pedazos de pan duro.

No se quejaba; había comido cosas peores, más duras, más grises y babosas. Algunas incluso seguían moviéndose cuando las llevaba a la boca.

Era la vida que había elegido.

Le gustaba.

—¿Sabes si algún huésped se ha quejado de fisgones en su ventana? —preguntó a la cocinera, una mujer de unos cuarenta años, de contextura gruesa, aunque no demasiado gorda.

—Jamás hemos tenido problemas con intrusos —respondió ella.

—Podría jurar que había alguien afuera de mi ventana anoche.

—Es absurdo. Su habitación no tiene balcón. ¿Cómo podría alguien estar cerca de su ventana sin nada para apoyarse? —bufó, escéptica—. Debió ser el cansancio.

—Pudo ser —aceptó, aunque con duda—. Una pregunta más, ¿conoce a alguien que repare sombreros? —señaló el sombrero de copa en la mesa, aplastado y pisoteado.

—Le anotaré la dirección de un sastre, quizás él pueda ayudarlo. —La cocinera dio la vuelta y se alejó hacia la cocina.

Comió su pan y tomó el té en silencio, sin que nadie se acercara a hacerle conversación. La cocinera regresó minutos después con el papel y la anotación de la dirección prometida.

Le dio las gracias, y partió.

Encontró el lugar una hora después; un anciano lo recibió con una mirada aguda.

—Me gustaría saber si es posible reparar mi sombrero —le dijo al sastre, quien lo miraba con interés.

—Lo que significa que no tienes dinero para uno nuevo —respondió el hombre.

—No lo suficiente —admitió con algo de pena.

—Con ese rostro cualquiera te tomaría por un hombre adinerado, americano —observó el sastre después de examinarlo con detenimiento.

Lo sabía. Sin importar cuán bien hablara otros idiomas, la gente siempre lo notaba. Su piel, demasiado blanca, incluso para alguien acostumbrado a los viajes por mar bajo el sol, y los ojos verdes, muy verdes. La herencia de su madre, la marca de su sangre.

—He estado viajando largo tiempo, manteniéndome solo con mi música, no me queda mucho —explicó.

—Creo que puedo arreglarlo —dijo el sastre, casi con lástima—. Me tomará un poco de tiempo.

—No tengo prisa —respondió.

Cuando regresó a la pensión ya era noche. El sastre no solo le había arreglado el sombrero a un precio ridículamente bajo, sino que también le regaló un par de pantalones y un chaleco olvidado.

La esposa del hombre, con una amabilidad inesperada, lo invitó a cenar. Cuando regresó a la pensión, no tuvo necesidad de ir a la cocina esa noche, simplemente saludó a la cocinera a lo lejos y le mostró el sombrero arreglado.

Subió las escaleras con tranquilidad, sintiendo su cuerpo pesado, listo para meterse a la cama y recuperar energías.

Pero, cuando abrió la puerta de su habitación, supo que su destino no sería descansar aquella noche.

Había una mujer ahí, justo en medio de la habitación... Una gitana.

La muchacha tenía el cabello largo, suelto, cayendo por sus hombros y rosando su cintura desnuda pero adornada. Las faldas le llegaban al suelo y sus pies estaban descalzos, así como sus hombros descubiertos.

—¿Quién eres tú? —preguntó ella cuando lo vio.

—Eso debería preguntar yo, estás en mi casa —respondió él.

La muchacha tenía los ojos verdes más hermosos que había visto jamás y su cabello negro no hacía más que amplificar su infinita belleza.

No preguntó qué hacía en su habitación, no pudo hacerlo; ella le había robado el habla.

Antes de que pudiera obligarse a formular otra palabra, la muchacha dio media vuelta y se lanzó por la ventana.

Él también se abalanzó hacia la ventana, como si aún fuera posible evitar que ella cayera sobre la grava y muriera.

Pero cuando se apoyó en la ventana, mirando hacia el suelo tres pisos abajo, a la calle, no vio su cuerpo.

Ella no estaba por ninguna parte.

Sintió algo bajo sus dedos, apoyado en el borde de la ventana; vio debajo de su mano, encontrando una enorme pluma blanca que jamás podría ser de un pájaro.

¿Qué?

¿Acaso ella tenía alas?

Entonces, levantó su cabeza hacia el cielo; quizá ella no había caído, había volado.

Sacudió la cabeza.

No, era una locura.

Metió su cabeza de regreso con su cuerpo a la habitación, preguntándose qué podría querer ella, por qué había elegido su habitación.

Abrió el estuche de su chelo, el instrumento estaba intacto y el violín igual, no tenía mucho dinero, no tenía nada de valor.

Excepto...

Corrió hasta la cama, se arrodilló a un lado de ésta, levantando el viejo y oloroso colchón, metió la mano por el hoyo que había hecho la noche anterior; pero estaba vacío.

La gitana le había robado.

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