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Capítulo 2.

Cuando despertó, ya no había luz del sol, lo que significaba que ya no estaba dentro del espejo, sino dentro del cuerpo de Kuolema.

Aún estaba en la cama, completamente desnuda, completamente humillada.

Escuchó la ventana cerrarse y volteó para ver al chico que había estado dentro de su trasero esa mañana bajando el pestillo.

Gruñó.

¿Por qué estaba él ahí todavía? ¿No había tenido suficiente?

—Lamento si te desperté —dijo él con voz quieta; al contrario de ella, él estaba completamente vestido, con su cabellera larga color negro tirada hacia atrás, amarrada en una coleta, y su traje pulcro completamente acomodado.

No le dijo nada; ella se envolvió en la sábana, intentando ocultar su cuerpo, aunque era obvio que no había nada en ese cuerpo que él no conociera a profundidad.

Pero no se sentía bien, no se sentía correcto.

—Te dije que vendría a asegurarme de que tus ventanas estuvieran cerradas cada noche. —Él se volteó hacia ella con una sonrisa en el rostro, no una sonrisa perversa o una insinuación, solo feliz, solo satisfecho.

¿Cómo no podría estarlo?

Vio los lunares de su rostro, los pómulos altos, tenía ojos pequeños de color ordinario: café oscuro.

Suspiró.

Definitivamente no era lo que ella esperaba de él.

Habían sido amigos, dijo él en su otra vida; claramente había omitido mucho.

Él se acercó a ella en la cama y trató de besarla; ella salió de su ligera divagación justo a tiempo para girar su rostro hacia el lado contrario, lejos de sus labios.

—¿Qué sucede? ¿Hice algo mal? —susurró.

—No me siento bien, tengo algo de jaqueca —mintió, alejándose de él, enrollando la sábana alrededor de su cuerpo al levantarse de la cama. Se detuvo solo un instante para preguntar—: ¿Cuándo llegará él?

Lo vio erguirse en el reflejo del espejo y, al mismo tiempo, se vio a sí misma. No sabía dónde iba Kuolema por las noches; al parecer, no estaba condenada a permanecer en el espejo como ella.

—¿Akram? —preguntó y volvió a mirarlo, exigiendo una respuesta.

Él se movió, claramente impactado y renuente a responder.

—En su última carta mencionó que tardaría una semana más —respondió.

—Bien. —Ella volvió a ver su reflejo en el espejo, luego a él y a su gesto reprimido de dolor—. Creo que deberías irte ahora —ordenó.

Él la miró con algo de resentimiento antes de asentir.

—Con su permiso, señora —dijo y caminó hacia la salida, cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria.

Ella cerró los ojos, entendiendo el mensaje.

No sentía lástima por el esposo de Kuolema; los hombres de aquella época no eran particularmente distintos de los de cualquier otra, lo que significaba que tampoco eran particularmente fieles. Mucho menos un esposo que viajaba durante días, semanas e incluso meses, lejos de casa, lejos de su esposa.

Ella sentía lástima por Akram, por la manera en la que Kuolema lo estaba utilizando. Sabía que no terminaría bien.

Porque ella también lo traicionaría.

Porque traicionaría lo que fuera que él creía que tenían.

Sacó su ropa de gitana de debajo de la tabla de madera que había soltado para ocultarla y se vistió lentamente, completamente adolorida.

Kuolema se había asegurado de que ella sintiera dolor aquella noche, en cada parte de su cuerpo, especialmente en su trasero.

Cuando saltó por la ventana y sus alas se extendieron hacia la noche, tuvo que ahogar un gemido de dolor que rebotó en cada célula de su cuerpo.

Volar le tomó hasta la última gota de esfuerzo y tolerancia al dolor que poseía. Solo necesitaba alcanzar un callejón oscuro, entonces caminaría hasta el barrio de los gitanos.

Exhaló entrecortadamente cuando sus pies tocaron el suelo del callejón. Se inclinó, apoyando las manos sobre sus rodillas, dándose un momento para recuperarse. Vio estrellas, y no solo las que brillaban en el cielo sobre su cabeza.

Cuando se sintió preparada, avanzó. Salió del callejón y se internó entre la gente.

Aquella noche no corrió, no danzó, no se movió con júbilo entre la multitud. No hubo saludos entusiastas, solo su adolorida presencia abriéndose paso entre la gente.

—Algo tarde, Tod —dijo la otra gitana, sentada en su silla, cuando ella ingresó a la cabina de adivinación.

Alzó una mano extendida hacia ella.

Tod se inclinó con esfuerzo, adolorida. Quería sentarse, necesitaba sentarse, pero sabía que lo lamentaría.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó su amiga, riendo ante su desgracia.

Tod la miró, enfurecida.

—No me ayudes, Nadima —le espetó con hostilidad.

Su amiga siguió revolviendo las cartas del tarot mientras la observaba recomponerse, juzgándola y estudiándola con la mirada.

—Vamos, toma una —dijo Nadima, extendiendo la baraja hacia ella.

Tod gruñó, pero de todos modos extendió la mano, sacó una carta y la lanzó hacia su amiga mientras continuaba intentando recomponerse.

—El Mago —torció un poco la boca—. Interesante.

—Son tonterías —espetó Tod, atreviéndose finalmente a sentarse en la silla, aunque ligeramente inclinada hacia un lado.

Nadima volvió a analizarla con una ceja en alto.

—Esto puede significar varias cosas —prosiguió, sin importarle que Tod gruñera de nuevo, mostrando su inconformidad con la lectura—. Podrías tener cambios en tu vida amorosa, conflictos... o al contrario, empezar una nueva relación o recuperar la que ya tienes. Pero jamás lo sabremos porque me la lanzaste a la cara. Aunque, por otro lado, creo que significa que hubo un poco de sexo salvaje en tu culo.

—Por todos los diablos, cállate —suplicó Tod, cubriéndose la cara con la mano, intentando no sollozar.

—Una más —insistió Nadima, extendiendo la baraja hacia ella otra vez.

—No —sentenció Tod, irritada. No estaba de humor para tonterías.

—Eres la única gitana escéptica que he conocido en mi vida.

—Es porque no soy gitana, solo me visto como una.

—No deberías decir eso en voz alta mientras estés entre nuestra comunidad —advirtió Nadima, volviendo a extender la baraja hacia Tod.

Ella miró la baraja con odio. Luego miró a Nadima con el mismo odio.

Pasó la mano sobre las cartas y tomó una última, solo para que dejara de molestarla.

—Uh, creo que va sobre tu vida romántica de nuevo. Tal vez no estés tan loca con lo de tu hombre fantástico.

—¿Por qué?

—Un nuevo amante —dijo Nadima, tocando la carta—. O un amor pasado que reaparecerá para llevarte en una dirección inesperada.

—O tal vez sea ambos —murmuró Tod, quizá encontrándole un poco de sentido a la estúpida carta.

—Aunque no te veo especialmente entusiasmada por ir en busca de tu hombre desconocido hoy. ¿Ya te cansaste de esperar una fantasía?

—No es una fantasía —alegó.

—Pero te rendiste, porque, de alguna manera, terminaste —señaló su trasero—... así. Y ese hombre era real, no el de tus sueños.

—No pienso dar explicaciones —advirtió Tod.

—Para ser una bruja, tienes en poca estima el significado de los sueños —debatió Nadima.

—Solo de los tuyos, Tod.

Tod apoyó el codo sobre su rodilla, descansó la barbilla en la palma de su mano y exhaló.

—¿Por qué no estás esperando ya la llegada de los barcos? —preguntó Nadima, finalmente dejando de lado las cartas del tarot para mirar a su amiga.

—Creo que es obvio que no estoy de un humor particularmente bueno esta noche.

—Pero, aparte de tu humor, ¿estás bien?

—Nadie me hizo daño, si eso es lo que quieres saber. Nadie, aparte de mí misma —o, mejor dicho, la otra versión de sí misma, la que vivía en su cuerpo durante el día.

—Dime que al menos lo disfrutaste —susurró Nadima, con tono pretencioso.

—Seguro que sí —murmuró entre dientes. Kuolema seguramente lo había hecho.

—No lo parece —dijo Nadima, claramente poco convencida—. Pero bueno, te alegrará saber que no te has perdido de nada en estas horas de inusual ausencia tuya esta noche. Mi contacto me ha dicho que, de los últimos barcos atracados, no hubo ningún hombre cercano a tu descripción: ojos color verde esmeralda, nariz romana, rostro triangular... posiblemente lleve un sombrero de copa y cargue algún instrumento musical, presumiblemente... un violín.

Tod suspiró ante la imagen de él en su mente. Lo recordaba bien, cada detalle, como si no estuviera a más de un siglo en el futuro, la última vez que lo vio.

Había sido tan estúpida... Había perdido el tiempo, huyendo de él, intentando alejar el fantasma de su pasado como si hubiera manera de cambiarlo.

Ahora no alejaba el pasado.

Aceleraba su futuro.

—Tod, tienes que marcharte —dijo Nadima.

—¿Qué? ¿Por qué? —expresó, ofendida.

—Tengo clientes —Nadima señaló hacia la entrada de su tienda. De hecho, había un par de hombres de pie en el umbral de la destartalada puerta de madera.

Gente que quería saber su futuro; no sabían la suerte que tenían.

Tod se levantó de la silla con un quejido adolorido.

No se despidió al salir, solo arrastró los pies fuera de la cabina.

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