Capítulo 1.
Despertó con el sonido del primer barco que atracaba aquella madrugada. Se había quedado dormida al borde del tejado, frente a los muelles, esperando barco tras barco; aún no había señales de él.
Estudió cada rostro debajo de los sombreros que desembarcaban del barco. La gente gritaba por su equipaje, los carruajes se acumulaban junto al muelle, personas corrían de acá para allá, marineros vociferaban órdenes, la policía escudriñaba cada detalle, atenta a los ladrones que podían entremeterse entre el caos de la gente que buscaba sus pertenencias, que buscaba transporte.
Eran solo las cinco de la mañana, pero el pueblo estaba empezando a despertar.
Había personas tirando los desechos nocturnos por las ventanas debido al exceso de actividad ante la llegada del primer barco de aquel día.Ya debían de estar acostumbrados.
Ella solo movió sus pies descalzos, que caían al borde del tejado, ignorando cada ruido a su alrededor, expectante.
Poco a poco, las personas fueron mermando y, tras una hora, ya no había ningún pasajero remanente de la llegada del barco.
Suspiró.
Aquel tampoco parecía ser su día.
Al rayar el alba, ella se rindió, queriendo quedarse solo un poco más, asegurarse de que él no estaría ahí, oculto en alguna parte del barco, rezagado.Pero no podía tentar su suerte.
Hizo regresar sus pies a la firmeza del tejado y entonces corrió.
Saltó hacia el otro borde del tejado, pero no cayó ante la fuerza de gravedad.
Abrió sus alas y se impulsó hacia arriba, hacia el cielo.
Se cubrió con invisibilidad y dio una tentativa vuelta sobre el barco, asegurándose de no pasar nada por alto.
El cielo se estaba aclarando demasiado rápido, demasiado pronto.
Era tarde.
Debía aceptar que él no llegaría aquel día.
Batió sus alas con fuerza, impulsándose hacia el palacio presidencial, corriendo contra el tiempo, huyendo de los rayos del sol, que parecían querer tocar los dedos de sus pies.
Llegó a la ventana de su dormitorio y esperó solo un poco más antes de entrar. Calculó el tiempo perfecto, el momento ideal y, cuando los rayos del sol tocaron su piel, ella cerró sus alas y se dejó caer dentro de la habitación.
Su cuerpo se desplomó, cayó a la mitad de la habitación con un gran y doloroso estruendo, e incluso algo crujió.
Ella maldijo.
Maldijo.
Y maldijo.
Completamente enfurecida.
—Perra maldita —gruñó.
Ella rió desde su prisión en el espejo.
Vio hacia el cuerpo, el cuerpo que ella había estado ocupando solo segundos atrás y que ahora estaba siendo ocupado por alguien más.
Kuolema se apoyó sobre los codos y miró enfurecida hacia el espejo a su izquierda, sacudiendo todo el cabello de su frente con un gesto iracundo.
Se sentó en el suelo y se vio a sí misma, dando un gesto de asco al ver su vestimenta: las faldas de seda púrpura, el vientre desnudo, las joyas sobre su cintura.
—Qué vulgar —opinó con desagrado.
Ella puso los ojos en blanco desde adentro del espejo.
—Al menos me divierto —expresó relajada.
Kuolema miró su reflejo en el espejo, enfurecida.
—Quisiera poder... —No lo dijo con palabras, pero alzó las manos en dirección a ella, simulando apretar su cuello.
Ella sonrió.
—Inténtalo, hemos pasado el último mes juntas, quizá al fin puedas hacerlo —desafió.
Kuolema se acercó más al espejo, tentada a probarlo.
Tal vez, si pudiera tocarla, podría asesinar ese reflejo en el espejo. Tal vez dejaría de robar su cuerpo cada noche.
Los ojos de su reflejo brillaron un poco ante la idea de que, en realidad, fuera a hacerlo, y fue todo lo que ella necesitó para detenerse.
—Muy astuta —le escupió Kuolema.
Sabía lo que pasaría si tocaba el espejo. Había pasado dos veces. No sería la primera vez que Kuolema intentaba eliminarla.
No había funcionado ninguna de las veces.
—Debía intentarlo —encogió los hombros con resignación y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.
Kuolema, en cambio, se puso de pie, alejándose del espejo.
Si tocaba el espejo, le abría una puerta. Era la única forma de estar en ese cuerpo mientras hubiera luz del sol: si Kuolema tocaba el espejo, entonces intercambiaban lugares.
Había intentado deshacerse de ella de otras formas, como rompiendo el espejo, pero ella siempre regresaba cada vez que veía su reflejo, incluso en la platería.
Vio a Kuolema patear la ropa—su ropa—debajo de la cama de manera enfurecida.
Se detuvo solo cuando hubo golpes en la puerta.
—¿Kuolema? —llamó una voz conocida—. Un sirviente te escuchó gritar. ¿Estás bien?
—Estoy bien —exclamó, corriendo por un camisón.
—¿Puedes abrir? Quiero asegurarme de que todo esté en orden —pidió el hombre detrás de la puerta.
—¡Estoy bien! —gritó exasperada, lanzando una especie de trapo al espejo, como si eso pudiera detenerla.
El hombre, de todos modos, ingresó a la habitación.
—¡Estoy bien! —repitió por tercera vez, de nuevo iracunda, esta vez por la violación a su espacio personal.
—Lo lamento, señora, pero no puedo simplemente confiar en su palabra —el hombre pausó, acongojado, cuando Kuolema lo miró con los ojos desorbitados. Hasta ella misma, en el espejo, escondida bajo la manta que le había puesto encima, pudo verlo.
Fue una pésima elección de palabras.
Ella era su señora, su jefa; no debía confiar en su palabra, simplemente tenía que hacerlo.
—A lo que me refiero, señora, es que usted podría estar siendo manipulada por alguien para decir que está bien mientras amenaza su vida —rectificó.
El hombre se internó en la habitación, dando un cuidadoso vistazo a su alrededor. Se detuvo junto al espejo cuando se aseguró de que no había nadie más ahí.
Quizá debería ver en el espejo.
—¿Satisfecho? —exclamó Kuolema con sarcasmo.
—Mis disculpas, pero debía asegurarme —dijo con una inclinación de cabeza.
Hasta donde ella había entendido, él era el guardaespaldas de Kuolema y tenía que asegurarse con extremo cuidado de que ella estuviera bien.
—Claro —bufó ella, brillando en sarcasmo.
Kuolema se sentó en el banco de su mesa de belleza. El espejo también estaba tapado ligeramente, pero podía verla, podían verse.
La mujer tomó un cepillo de la mesa y empezó a pasarlo por su cabello con vehemencia, intentando domarlo hasta un estado de decencia.
El hombre no se fue, solo se quedó ahí de pie, mirándola hacerlo.
Tardó un par de minutos en regresar a la puerta, pero no salió de ahí, sino que la empujó, pasando el seguro.
Kuolema no dijo nada. Prosiguió con el cepillo, deslizándolo por todo su cabello.
Era largo, negro, le llegaba por debajo de la cintura, completamente abundante.
El hombre se detuvo detrás de ella y una mano se posó en su hombro.
—Estás helada. Hueles al viento —casi susurró.
Era porque había estado volando sobre la ciudad a toda velocidad, en el horrible frío de la madrugada, huyendo de los rayos del sol.
—Olvidé cerrar mi ventana anoche —alegó Kuolema.
—Tal vez debería pasar cada noche y asegurarme de que cierres tus ventanas —ofreció el hombre, acariciando el cuello de Kuolema con el pulgar.
Ella hizo un gesto de repulsión desde el espejo.
Kuolema levantó una de sus cejas bien pobladas al notar su desagrado, al ver su desprecio por la intención del muchacho.
Y la maldad brilló en su mirada.
Maldijo haber manifestado su desagrado, porque ahora Kuolema lo usaría en su contra.
—Yo me siento especialmente cansada esta mañana —canturreó Kuolema—. Quisiera una excusa para volver a la cama.
Y mientras lo decía, vio su reflejo en el espejo.
¡Esa zorra!
El chico lo entendió, le hizo el cabello a un lado y se inclinó para besarle el cuello.
Ella gimió complacida.
El muchacho le arrancó el camisón, sacándoselo por la cabeza y, luego de tirarlo al suelo, la tomó del cuello para besarla.
Kuolema le rodeó el cuello con los brazos y él la levantó, tomándola de las piernas, para llevarla hasta la cama.
Se besaron apasionadamente en la cama, mientras las manos de ella deshacían con agilidad la corbata de su traje, desabrochaban sus pantalones y le sacaban la camisa.
La espalda ancha y musculosa del chico pronto estuvo a la vista desde su perspectiva en el espejo; no quería mirar, pero no había otro lugar donde pudiera ocultarse.
En su otra vida, él parecía preocupado por ella genuinamente, había asumido que tenían una amistad, pero definitivamente no había esperado esto.
Aunque tenía mucho sentido ahora.
Quizá hasta había intentado decírselo.
Lo vio recorrer su cuerpo con las manos abiertas, tomar sus pechos y apretar sus pezones; sin soltar sus pechos, llevó su cabeza hacia abajo y ella abrió las piernas para él, para su rostro, para su boca.
Maldijo de nuevo la posición del espejo, porque podía ver cada detalle.
Ella gimió y gimió, enloquecida de placer, complacida por la lengua del hombre.
¡Maldición!
Claro, aquí está el texto corregido:
Cerró los ojos y se tapó los oídos.
Ella había sido virgen antes de viajar al pasado, antes de quedar encerrada en ese espejo, en ese cuerpo que daba exclamaciones de lujuria.
Cuando él terminó de penetrarla, regresó hacia arriba y de pronto ya no tenía pantalones; no había nada que cubriera su desnudez.
De nuevo cerró los ojos, tan fuerte como pudo; no quería verlo.
Kuolema se rio, como si disfrutara, no el sexo, sino hacerla sentir miserable, torturarla.
—Vamos —dijo ella—. Vamos, sabes que quieres hacerlo.
—Quiero —respondió él, aunque no era a él a quien ella le estaba hablando.
No, no quería, no quería verlo.
Kuolema se apartó ligeramente y se dio la vuelta en la cama; dejó su posición de espaldas y se puso boca abajo; entonces levantó la cadera, ofreciéndole su trasero.
No podía ser peor.
Él aceptó el ofrecimiento complacido; lo vio tomar su miembro, duro y erecto, enorme para su impresión, aunque no podía comparar ninguno realmente, y lo puso entre las nalgas de Kuolema, sus nalgas.
Se introdujo allí y vio a Kuolema lagrimear de dolor.
Pero eso no le importaba.
Solo quería torturarla.
No era su cuerpo, después de todo.
Lo vio penetrar su cuerpo, darle a su trasero, escuchó cada sonido, vio sus piernas temblar, sus nalgas ondear.
También vio el líquido escurrirse entre estas cuando él alcanzó su satisfacción y vio a Kuolema reír de satisfacción.
Mientras tanto, en su posición en el espejo, ella se encogió, con la cabeza entre las rodillas, deseando regresar a casa.
A la vida que alguna vez había tenido.
