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Sinopsis

El suelo estaba húmedo. Podía escuchar cómo sonaba el agua en contacto con sus pies descalzos mientras avanzaba por la calle, si es que a eso se le podía llamar calle.

Había oscurecido solo media hora antes, y ella había podido liberarse de su prisión con la caída del sol.


No desperdiciaría un segundo.

Parecía que había llovido aquel día, así que no solo sus pies eran los que producían sonido en contacto con los residuos de agua que se acumulaban por la calle. Había gotas cayendo de cada techo, de cada carpa improvisada, de cada balcón y planta. Había gotas esparcidas en los sombreros de los hombres y en las pelucas de las mujeres, sobre sus pestañas.

El cielo era lúgubre, advirtiendo que la tormenta no parecía haber terminado aún del todo, pero nada de eso importaba.

Casi bailó sobre la calle, haciendo que sus faldas flojas volaran como una nube de seda púrpura a su alrededor, aun cuando estaban pesadas por lo mojado de su dobladillo. Su cabello también giraba con ella, con su falda, haciendo tintinear las joyas en él, en sus tobillos, sobre su cintura.

Avanzó a callejones más oscuros, donde las miradas dejaban de juzgarla y las sonrisas empezaban a saludarla.

Alguien le lanzó una rosa al pasar, y ella la atrapó agradecida. No tenía espinas. La puso sobre su oreja, dando una pequeña reverencia para el amable anciano que se la había regalado.

Se sintió libre al caminar por los pasillos más angostos, llenos de vendedores que dejaban su mercadería en el suelo húmedo y mohoso, lleno de ratas. A ellos no les importaría su apariencia: su cabello salvaje y libre. Era 1899; ninguna mujer decente lo llevaría suelto, salvaje y a merced del viento. Ninguna mujer se atrevería a ir por ahí con el vientre desnudo, sin corsé y con faldas de gitana.

Gitana.

Era una gitana solitaria en 1899.

Parecía que había pasado una eternidad desde que había quedado atrapada en aquel espejo. Ya casi no recordaba cómo había sido tener una familia, un padre, una madre, una vida.

Le había jurado a él que no era ella, que no era ese recuerdo que él veía cada vez que la miraba a los ojos.

Pero debió haberlo sabido, que se convertiría en ella, en su propia paradoja.

Ahora no había vuelta atrás; tan solo debía seguir los hilos entrelazados de su destino y tejer.

Debía tejer su camino de regreso a casa.

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