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Ajuste

5

El tráfico a aquella hora de la mañana no daba tregua a los impacientes; decenas de coches pasaban a duras penas entre el cruce que dividía las dos direcciones de la carretera en cuatro salidas más.

La rotonda en el centro, un enorme círculo de flores, cuyo destino más seguro sería acabar aplastadas por las ruedas del primer despistado que pasara por allí, ofrecía un esquema de color rojizo y amarillo. Salir del frío gris de la ciudad, y mirar aquellas flores, solía ser un placer para Lucas, aunque en ese momento apenas les prestaba atención.

Comprobaba mentalmente todos los sitios donde Karen pudiera estar; paradas de autobús, el metro, buscando un taxi, incluso el aeropuerto era una opción.

Al desconocer por completo dónde vivían los padres de Karen, no podía adivinar en qué lugar la encontraría. Sabía que no vivían en la ciudad, pero tal vez siquiera vivan en el país. El riesgo a buscarla y perderla era demasiado grande, por lo que tenía que delimitar su búsqueda al menor rango de espacio posible. Pensarlo era más fácil que hacerlo, al no tener una clara idea, solo daba vueltas con el vehículo entre las calles, esperando tener la suerte de su parte y encontrarla caminando.

Detuvo el coche en una pequeña calle rodeada de bellas casas con preciosos jardines bien cuidados. Aquella zona era una parte adinerada de la ciudad, por lo que dudaba que Karen hubiera pasado por aquel punto, pues no la llevaría hacía ningún lugar donde pudiera huir, acaso que ese no fuera su objetivo real.

El reloj del salpicadero marcaba las once en punto cuando Lucas llegó al aparcamiento del centro comercial situado a escasos cinco minutos a pie desde las oficinas. Aquella idea le hizo pensar; Si todo fue una trampa de Karen, era posible que estuviera con James y, si se quedaba a comprobarlo tal vez acabaría detenido.

El teléfono que tenía guardado en el bolsillo interno de la americana azul marino comenzó a sonar. Asustado miró el remitente; De nuevo, el número que aquella noche había llamado, Karen.

Sintiéndose estúpido por no recordar que podría localizarla fácilmente si tan solo llamaba una y otra vez hasta que respondiese, contestó a la llamada.

—Karen, ¿Dónde estás? Te has llevado algo peligroso y mío —recalcó esa palabra—. Por favor, devuélveme el pen.

—Gabi, estoy en la oficina. Recojo unas cosas y me voy —hablaba en voz baja, como si temiera ser oída—. Mira, olvidemos el pen por ahora, cuando he llegado me enteré que habías intentado piratear los servidores o no sé qué cosa de informáticos. El caso es que James te citó para que confieses. Aún no llamaron a la policía, pero ya que me has ayudado esta noche, y aunque sigo enojada contigo, te digo que si te quedas ahí hasta que el jefe llegue tendrás problemas.

La sangre de Lucas se helaba por momentos. Estaba siendo totalmente consciente de que sus esfuerzos habían sido en vano. Todo lo que había logrado en cinco años, lo tiró por tierra un desconocido con solo un día trabajando allí.

No quería acabar en la cárcel y mucho menos que todo el mundo sepa que el chico prodigio había fallado en algo así.

—Gracias por la información, pero necesito recuperar el pen.

—Te daré una dirección, es la casa de mis padres. Apúntalo en algún lugar y cuando consigas esconderte, ven a por él.

No estaba seguro de ir, sabía que tendría que sufrir de otro intento de Karen por tener alguna relación sexual, pero no podía olvidar el pendrive. Dentro estaba el programa destructor, y si era capaz de analizarlo hasta su base más profunda, sería capaz de completar su objetivo aunque ahora fuera un fugado de la ley.

Sin hablar nada más, arrancó el coche y salió sin destino fijo, solo quería estar lo más lejos posible de aquel lugar.

La antigua casa de sus padres, que compraron cuando emigraron de México en busca de un mejor futuro cuando el joven solo tenía dos años, estaba situada en un barrio conflictivo, pero tenía esperanza en que nadie lo buscaría allí mientras pensaba su siguiente paso. Debía salir de la ciudad, incluso del país.

La vivienda, cerrada por cuatro años, mostraba un aspecto de dejadez y olvido total. Sus paredes, grafiteadas y el pequeño jardín, del tamaño justo para aparcar un coche de tamaño mediano, estaba lleno de botellines de cerveza y jeringas que usarían los drogadictos de la zona para coger su colocón de sustancias no solo ilegales, sino destructoras para el cuerpo. No entendía como las personas se destruían a sí mismas bebiendo alcohol, fumando, o tomando drogas. Todo el mundo piensa que su hora jamás llegará, y hasta cierto punto, se sienten inmortales. Imaginan esos casos en las noticias y piensan, «a mí no me pasará».

Nadie está fuera del alcance de la fugaz y mortífera mano de la parca.

Aparcó el vehículo entre dos estrechas calles, un poco alejadas de la vivienda, de ese modo se aseguraba que no encontrasen el vehículo y dedujeran su paradero.

Una vez en la puerta principal, con notable esfuerzo, consiguió que la oxidada cerradura cediera con la presión de la llave y entró.

Aquella casa, hacía cuatro años, fue cerrada cuando sus padres murieron allí dentro. Unos vulgares ladrones en busca de dinero para su dosis diaria de estupefacientes fueron sorprendidos por ellos, y el miedo a que llamaran a la policía fue mayor que el sentido común; dispararon un total de siete veces cada uno, sellando el destino de sus padres, e invitando a la muerte a llevarse sus almas.

Sentía escalofríos allí dentro, pero no tenía otro sitio donde esconderse. Se aseguró que todos los accesos a la vivienda estuvieran cerrados, ya fueran las dos puertas que permitían entrar; una siendo la entrada principal, y la otra la puerta trasera, que daba a la cocina, y las ventanas de la planta baja y la superior.

Estaba nervioso, pasaban de las doce del mediodía por lo que James sabría que no se presentó, solo tendría que llamar a la policía y la ciudad entera se convertiría en un campo de supervivencia. Debía pensar rápido, James era un tipo poderoso con mucha influencia en las más altas cortes de la ciudad, y si quería, se terminaría pudriendo en la cárcel hasta el día de su muerte. No podía darle el placer de derrotarle en esta ocasión, aunque falló en su ataque, aún seguía libre, y acabaría escapando y completando su objetivo de venganza.

El primer paso que tomó fue apagar el teléfono y sacar la batería para evitar ser localizado por ese medio. Luego, cogió un amarillento papel y un bolígrafo y comenzó a escribir todo lo que debería llevar consigo, sin saber el destino que le esperaba hasta salir del país, no podía dejar nada a la suerte.

Varias horas más tarde, mientras escribía y corregía una y otra vez sus apuntes, maldiciendo la enorme cantidad de polvo que allí había, y reprimiendo sus deseos de limpiar a fondo cada rincón de la vivienda, se percató del sonido de un par de coches que habían parado en la pequeña carretera de la parte trasera. Rápidamente recogió el papel de la mesa y subió al piso superior, metiéndose en una de las habitaciones que daba a aquel lugar, para mirar por entre la espesa cortina, en busca de aquellos que allí pararon.

Dos hombres vestidos de negro bajaron de cada vehículo; su constitución física era muestra de estar preparados para partirle cualquier hueso del cuerpo antes de poder siquiera preguntar el motivo. Intuyó que, o eran peligrosos criminales al que debía dinero, «cosa que no era cierta», o federales.

Uno de ellos, de aspecto serio, miró directamente hacia el lugar donde se escondía, rápidamente se quitó de la ventana con el corazón en un puño, esperando que no le hubieran visto.

Los oía hablar, pero no era capaz de entender que estaban diciendo. Se acercó de nuevo a la ventana, pegando el odio todo lo que pudo para poder comprender quienes eran esas cuatro personas, y que querían de él.

Durante varios minutos, se mantuvo inmóvil, pero seguía sin oír nada, hasta que uno de ellos habló a través de un megáfono:

—Gabriel Lucas Mendoza, sabemos que te escondes en esta casa. Tenemos permiso para entrar y sacarte a la fuerza, pero te damos la oportunidad de salir por tu propio pie —Tras segundos de pausa añadió—. Soy el agente Erick Forbes, del FBI. Tienes un minuto para salir si no quieres que entremos por la fuerza, y eso no te gustará.

El tono de aquel hombre sonaba amenazante. El mismísimo FBI se había presentado en su casa, no tenía cómo escapar y, si no salía, podría acabar herido o incluso muerto.

No entendía como le habían localizado tan rápido, acaso que le hubieran estado siguiendo, no entendía como dieron tan rápido con aquel lugar, y aún más importante, que supieran que estaba allí sin ningún tipo de duda.

Su mente empezó a trabajar a una velocidad endiablada, tenía dos opciones; intentar huir y arriesgarse a acabar aún peor, o entregarse y contar con la suerte de poder librarse de algún modo… Cosa que sabía perfectamente no sería posible.

—Señor Gabriel Lucas, este es mi último aviso —Volvió a hablar aquel hombre—. Sal de una vez o nos veremos obligados a entrar a la fuerza y reducirle.

La gente empezaba a agolparse alrededor de la zona. Los vecinos cercanos miraban la escena sin entender que hacían en una casa vacía durante cuatro años. Las personas que iban de paso, giraban la cara para no cruzar mirada con ellos, pues tenían encima cosas por las que podrían ser detenidos durante años.

Sintiéndose derrotado, a sabiendas que huir sería imposible, descorrió la cortina y abrió de par en par la polvorienta ventana.

—No sé que quieren de mí —hablaba con la esperanza de que no albergaran pruebas suficientes para culparle—. Pero no opondré resistencia.

Con las manos en alto en señal de rendición, esperó a que dos de los agentes entraran en la casa. Ya no podía correr ni esconderse, pero no estaba todo terminado. Debía confiar en que su programa hiciera un buen trabajo y evitara que lo localizaran.

Esposado y dentro de uno de los dos coches negros que rápidamente salieron de la calle donde los curiosos hablaban y algunos reconocían a Lucas, seguía pensando en cada posible paso qué debería tomar; Si no tienen pruebas concluyentes, de nada les servirá intentar que confiese. Era su única baza, y no iba a dejarla escapar.

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