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Falso reflejo

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Jonhy Torrres
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Sinopsis

Gabriel Lucas Mendoza, es un joven mexicano cuya vida ha estado definida en una palabra: Informática. No solo a nivel de usuario, él es un hacker que desde los quince años había conseguido un trabajo en una compañía de seguridad cibernética.Por causas del destino, a sus veinte años de edad perdió el empleo, y tuvo la idea de demostrarles cómo sin él, algún experimentado pirata informático podría romper los cortafuegos de su antivirus y provocar grandes daños.Dispuesto a demostrarlo, intentó hackear la red a la que durante cinco años había brindado protección, pero un error provocó que fallara, y fuera detenido días después.El FBI le brindó un trato que no podía negar; olvidarían todo lo sucedido a cambio de su colaboración; infiltrarse en la red criminal más grande de medio mundo, y obtener pruebas desde el interior.Termina aceptando, y todo parecía ir bien hasta que conoce a una misteriosa joven que conoce su identidad, ¿Será aliada o solo usará al joven como un simple juguete?

RománticoDramaMafiaHistoria PicanteAmor-Odio

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«La bolsa vuelve a tener enormes pérdidas en esta jornada de martes. ¡Qué gran noticia para empezar el día queridos oyentes!.

El partido de anoche fue una mejor noticia para todos los seguidores de los locales, que consiguieron un enorme triunfo sobre…».

Con un gesto casi mecánico y tan habitual en el joven que aparcaba su coche en la plaza habitual como cada día, apagó la radio y resopló para darse ánimos, como cada día. Así daba inicio a un nuevo día de trabajo.

Era un chico de costumbres, que no solía variar nunca; Levantarse exactamente a las seis de la mañana en punto, una ducha rápida mientras hacía el café y una tostada de mantequilla y mermelada una vez salía. Luego cepillarse los dientes mientras ojeaba las noticias más destacadas del día en la prensa online, coger el coche rápidamente y tras darle tres golpes al capó se dirigía al trabajo.

Usaba siempre la misma ruta, oía la misma emisora y aparcaba en el mismo aparcamiento una y otra vez.

El joven, de veinte años de edad, de tez morena y pelo negro peinado hacia atrás, había sido considerado un súper dotado en el mundo de la informática desde que, a los quince años de edad, consiguió hackear una página cuya seguridad hasta el momento apenas había podido ser destripada. No fue un delito, ni mucho menos. Dicha página retaba a sus usuarios a conseguir acceder a sus archivos y descubrir el mensaje secreto que entre cientos de gigas de información se escondía.

De ese modo fue como consiguió el premio oculto; trabajar para la empresa desarrolladora del cortafuegos, y aunque al aparecer por primera vez, y ver a un joven de tan solo quince años generaron dudas de la falsedad de aquello, pues pensaban que otra persona había sido el artífice de aquella maravillosa jugada informática.

Comprobaron al ponerle de nuevo la misma prueba que no solo podía acceder por segunda vez, sino que en el lapso de un mes desde el primer acceso, había mejorado sus habilidades y consiguió penetrar aún más en la privacidad de los clientes.

Ese detalle decidieron no contarlo a la prensa, que se encontraba atónita y emocionada a partes iguales. Todos querían la exclusiva de la entrevista a aquél joven desconocido que había optado a un puesto de trabajo de los que solo uno de cada millón consiguen.

Decidió dejar sus pensamientos en ese punto, mientras entraba en el enorme edificio de más de veinte plantas de altura, de las cuales las diez primeras eran enteramente de su empresa.

Con paso rápido y hábil, subió al ascensor que le llevaría a la planta octava, donde se encontraba su despacho. Mientras subía, se alisó la camisa, se colocó la corbata hasta que quedara perfecta, y se metió una pastilla mentolada en la boca.

En ocasiones ser tan perfeccionista le traía problemas. Él era un maníaco con la limpieza, y entre sus muchos defectos, odiaba el contacto con la gente. Se sentía más cómodo ante un ordenador trabajando, creando nuevas herramientas. Sin embargo dado que no puede subsistir solo del aire, no pudo hacer otra cosa que trabajar, asistir a reuniones y a salidas de empresa cuando le era imposible negarse.

—Buenos días señor Mendoza —saludó cordialmente una chica de unos treinta y cabello cobrizo que subió al ascensor en el sexto piso—. ¿Cómo pinta el día?.

—Buenos días Karen. Todo bien, gracias

—Qué serio eres siempre. Deberías abrirte más a otras personas, no vamos a meterte un virus ni a formatear tu disco duro.

Dijo esa última frase mirando hacia sus partes masculinas. Era sabido que había chicas en la empresa interesadas por él, pero sin sentir el menor interés, optó desde un principio por simplemente ignorarlas para no ser descortés, pues aún así le habían enseñado a ser amable con las damas.

—Lo siento Karen, ya sabes que prefiero mi espacio y estar aislado del mundo siempre que pueda. Luis parece estar muy interesado en usted, podría pedirle salir.

—¿Luis? —Soltó una sorona carcajada a la par que el ascensor llegaba a su destino—. Lo primero, no me hables de usted, ni que fuera una anciana. Segundo, Luis será muy simpático pero no es mi tipo.

Salió del ascensor unos pasos por delante del joven, andando como una modelo de pasarela, para dejarle al chico una buena panorámica de su trasero, cosa que ni se molestó en mirar, pues cuando las puertas del ascensor se cerraron ya se encontraba tecleando a gran velocidad en la habitación donde trabajaba.

En aquel lugar, las horas se convertían en segundos. Se sentía un dios con el poder de crear de la nada las más sofisticadas y poderosas herramientas para la seguridad de los millones de clientes alrededor del mundo. No necesitaba protocolos de educación, mantener conversaciones que para él serían aburridas, incluso tediosas. Sólo el y su ordenador era lo que aquella habitación necesitaba para sentirse en armonía con el mundo.

Sobre la mesa donde trabajaba, vio un pequeño sobre rojo, intrigado por el extraño color, dejó sus procesos y sus análisis de sistema y cogió aquel mensaje.

En tinta negra, con letra pulcra y perfecta, estaba el nombre del joven: «Gabriel Lucas Mendoza».

Extrajo rápidamente el contenido; una pequeña hoja de papel escrita a ordenador donde le citaba para el despacho del director. No podía imaginar que quería de él aquel hombre, siempre ocupado con clientes, jugando al golf, o mirando casas para su mujer. La señora Norris amaba gastar; cuanto más caro, más lo quería. Y vivir en la misma casa durante más de tres años le parecía de gente pobre y sin vida.

Decidido a terminar con su trabajo antes de presentarse ante El señor Norris, la guardó rápidamente en su bolsa y, hasta caída la noche, y ya preparando su ropa para el día siguiente, traje azul o negro y camisa blanca «como cada día», no reparó de nuevo en aquel sobre rojo.

«Mañana iré antes de empezar a trabajar y veré qué quiere». Pensó mientras miraba su reloj. Marcaban las diez en punto de la noche, la hora de dormir, como siempre.