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Entre dos mundos

Me aparté de la pista de baile apenas terminó el vals, buscando un respiro, una excusa para alejarme de Alexander, y de la mirada de los invitados inquietos. Caminé hacia la barra intentando recuperar el aire, pero entonces lo sentí… primero como una vibración en la espalda, una presencia silenciosa que me envolvía sin tocarme, como un calor conocido que subía lento, profundo, directo a mi piel.

Luego llegó su olor: ese perfume oscuro, amaderado, inconfundible, que aún estaba impregnado en mi cuerpo, en mis muslos, en mi cuello, en mi memoria. Mi piel se erizó toda, como si mi alma hubiera reconocido a su dueño antes que yo misma.

No necesitaba verlo. Sabía que era él.

Una sombra que siempre me encontraba.

Rafael.

Mi pecho se tensó, mi respiración se volvió un hilo frágil y, aun así, seguí caminando hasta apoyar las manos en la barra de mármol, fingiendo que buscaba un poco de agua cuando en realidad buscaba valor para no derrumbarme.

—No deberías estar aquí —susurré sin girarme, sintiendo su respiración rozar mi nuca.

—Tampoco tú deberías haber dicho “acepto” —respondió él, con esa voz baja que llevaba tristeza, rabia y deseo mezclados como un veneno dulce.

Cerré los ojos. Tragué. Y finalmente me obligué a girar.

Ahí estaba. Alto, impecable, pero con la camisa aun ligeramente arrugada por mis manos horas antes. El cuello abierto dejaba ver ese tatuaje que le subía por el cuello, esa marca que tantas veces quise recorrer con la lengua. Sus ojos miel me atraparon de inmediato, brillantes y oscuros. Me miraba como si yo fuera una herida abierta y a la vez el único remedio que conocía.

—Déjame en paz —susurré, aunque mi voz ya estaba rendida.

Él avanzó un paso, borrando la distancia que intentaba mantener.

—No puedo —dijo con sinceridad cruda—. No después de lo que pasó, no después de haber sentido tu cuerpo sucumbir bajo el mío.

Todo mi cuerpo tembló con ese recuerdo. Mis piernas, mi vientre, mi pecho… todo me traicionó al nombrar lo que habíamos hecho, lo que yo permití, lo que ambos buscamos aunque fingimos huir.

—Te casaste con mi hermano —añadió Rafael, pronunciando cada palabra como si lo desgarrara.

—Para salvar a mi padre —respondí, aunque sabía que la razón no borraba nada.

—Para romperme —murmuró él, acercándose más, tan cerca que sentí el calor de su pecho aunque no me tocara—. Porque tú sabes lo que dejamos en esa habitación. Sabes que aún me sientes dentro de ti.

Un gemido escapó de mis labios, suave, involuntario. Él lo escuchó. Y su mirada se volvió fuego. Un fuego que quemaba pero que también suplicaba.

—Tu cuerpo no miente, Valeria —susurró, inclinándose hacia mi oído sin tocarme—. Nunca me miente.

Mi respiración se quebró. Mis manos temblaron. Quise retroceder, pero mis pies no respondieron.

—Rafael… por favor…

—No digas mi nombre así —pidió con una voz rota que me partió el alma—. Me estás matando.

Su mirada bajó a mis labios. La mía bajó a los suyos. Estábamos a un parpadeo de repetir un pecado irreversible.

Y justo en ese momento…

Una mano fría, firme, calculadora, se cerró alrededor de mi cintura.

Mi esposo estaba ahí, Alexander.

Mi cuerpo se tensó al instante. Era como despertar abruptamente de un sueño prohibido. Su agarre era una maldita advertencia más que un gesto de afecto.

—¿Todo bien, cariño? —preguntó, con esa sonrisa perfecta que jamás cruzaba la comisura de sus labios.

Rafael se enderezó al instante, su expresión se transformó en acero puro. La tensión entre ambos era tan intensa que podía sentirse vibrar entre los tres.

—Perfectamente —respondí, aunque mi voz era pura fragilidad.

Alexander me atrajo hacia su cuerpo con una posesividad que me heló la sangre.

—La suite está lista —anunció, pero su mirada se clavó en la de Rafael, afilada, provocadora, casi desafiante.

Rafael avanzó apenas un centímetro. Suficiente para que el aire ardiera.

—No la lastimes —dijo con una voz que me erizó la piel.

Alexander apenas sonrió sarcástico, y arqueó una ceja, mirando a Rafael de arriba abajo, mientras yo sentía que el corazón se me iba a salir del pecho, ¿y Si Rafael hablaba?

—Ella es mi esposa —respondió—. Y yo decido qué hacer con lo que es mío.

Mis labios temblaron. Mi corazón golpeó tan fuerte que dolió.

Al quedar entre ellos, lo entendí con una claridad brutal:

Rafael no era solo un amor prohibido y Alexander no era solo un marido conveniente.

Estaba atrapada entre dos hombres capaces de destruirlo todo. Dos peligros distintos. Dos obsesiones que no iban a soltarme.

Y la noche de bodas esperaba arriba, una noche que ninguno de los dos estaba dispuesto a perder.

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