EL MATRIMONIO
—Ya en cinco minutos estoy abajo —dije a la asistente, forzando una sonrisa que no alcanzó mis ojos. Ella me observó con una mezcla de ternura y sospecha; el ramo temblaba apenas entre sus dedos mientras me lo ofrecía.
—¿Todo bien, señorita Valeria?
Asentí despacio, desviando la mirada hacia el espejo, aunque en realidad lo hacía para evitar cruzarla con la de Rafael, que permanecía apoyado contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados y la camisa aún arrugada por mis manos.
—Todo perfecto —mentí con voz serena, aunque mi pecho ardía de contradicciones—. Solo… necesito un segundo, ya sabes, cosas del matrimonio.
Ella asintió con una sonrisa vacía y se desvaneció por el pasillo, dejando tras de sí el olor tenue del perfume y el silencio de la habitación recién profanada.
Me acerqué al tocador, con las piernas aún temblorosas y el corazón agitado. Sentía el cuerpo vibrar, no solo por el nerviosismo, sino por el recuerdo vivo de lo que acababa de ocurrir. Quise ir al baño, cerrar la puerta, borrar cualquier rastro de lo imperdonable, pero Rafael negó con la cabeza, en un gesto lento, cargado de advertencia.
—Si te limpias —murmuró con voz quebrada, apenas en un hilo de aire—, te juro que salgo a ese maldito salón y les cuento a todos la verdad.
Lo miré, y durante un instante el mundo pareció detenerse. Su mirada tenía ese fuego que siempre me desarmaba, esa mezcla de amor, rabia y desesperación que me ataba sin remedio. Apreté los labios, incapaz de responder. Sentía su presencia en mi piel, su rastro tibio deslizándose por mis muslos, y me invadió una punzada de vergüenza y deseo al mismo tiempo.
Respiré hondo. Me acomodé el velo, bajé el vestido y traté de recomponer la calma que ya no me pertenecía. Cinco minutos, me repetí en silencio. Solo cinco minutos para convertirme oficialmente en la esposa de otro hombre.
Caminé por los pasillos del hotel sintiendo el peso del pecado en cada paso. La culpa y la pasión se entrelazaban dentro de mí como un mismo fuego, imposible de apagar.
***
Recepción – Salón principal del Four Seasons
El salón era un sueño vestido de blanco: rosas de invernadero cayendo en cascadas, candelabros de cristal reflejando la luz en miles de destellos, mesas de lino italiano y orquídeas flotando en copas de champaña. Todo era hermoso, perfecto… demasiado perfecto para alguien que acababa de traicionarse a sí misma.
Alexander Voss, mi prometido, me esperaba al pie de la escalinata. Imponente. Guapo como un dios griego: traje gris perla hecho a medida, cabello rubio peinado hacia atrás, ojos azules que no sonreían. Él era el hombre de las revistas, el político en ascenso, el heredero de un futuro prometedor. El mismo hombre que le había dicho a mi padre: “Dame a tu hija y lo sacaré de la cárcel.”
Yo lo sabía. Sabía que no me amaba. Solo necesitaba una esposa, una figura que completara su imagen pública. Cuando me vio, sonrió apenas, con esa media comisura que imitaba afecto sin sentirlo.
—Llegas tarde —susurró, tomándome de la cintura con una frialdad que heló mi piel.
Mi padre, a su lado, aplaudió emocionado, creyendo que aquel enlace era su salvación. Para él, ese matrimonio no era un sacrificio, sino el precio justo de la libertad.
El juez levantó la voz, y el murmullo del público se desvaneció.
—¿Valeria Montenegro, aceptas a Alexander Voss como tu esposo?
Tragué saliva. En mi mente no había anillos ni promesas, solo el recuerdo de Rafael. Su piel contra la mía, sus caricias que me hicieron olvidar el mundo, su voz ronca diciéndome te amo entre jadeos y besos.
—Sí… acepto —murmuré, con un hilo de voz que tembló entre el deber y el deseo.
Alexander también aceptó, y por un instante rogué que se arrepintiera, que dijera algo, cualquier cosa que detuviera aquella farsa. Pero no lo hizo. Solo sonrió, satisfecho de haber ganado una pieza más en su tablero político.
El beso fue un trámite. Un gesto frío ante las cámaras. Sus labios eran secos, distantes, ajenos. Los flashes se multiplicaron, cegando por un segundo el dolor en mi pecho. En medio de los aplausos y el murmullo de los invitados, comprendí que mi destino ya estaba sellado.
El gran político había conseguido su esposa. Y yo… había perdido mi alma en brazos del hombre que verdaderamente amaba.
