Algo inesperado.
Punto de vista Valeria.
LO QUE NUNCA DEBÍ SABER
Me desperté de golpe, con un mareo tan violento que sentí la cama dar un vuelco bajo mi cuerpo. El estómago se me revolvió como si quisiera expulsarme a mí misma, y apenas tuve tiempo de ponerme de pie. Un ardor ácido subió por mi garganta, desgarrándome. Salí corriendo hacia el baño.
Abrí la puerta de un empujón y caí frente a la taza, vomitando con una fuerza que me dejó tiritando. Me aferré al borde frío, respirando entrecortado, mientras otra oleada me dobló entera. No sabía qué estaba pasando. No quería saberlo.
—¡Señora Valeria! —la voz de Greicy estalló detrás de mí—. ¡Dios mío!
Sentí su mano tibia recogiendo mi cabello, sosteniéndome la nuca mientras yo jadeaba, pálida, temblorosa, queriendo desaparecer dentro del piso de mármol.
—Esto no es normal —murmuró ella, y su tono cargado de preocupación me taladró la nuca—. Con su permiso, pero… esos son síntomas de embarazo.
Me quedé inmóvil, yo no podía estar embarazada, eso era algo que aún no estaba contemplado entre mis planes.
Me incorporé apenas, respirando con dificultad mientras apoyaba la frente en el borde de la porcelana. Sentí el pulso saltarme en las sienes. Greicy se inclinó un poco más, intentando ver mi rostro.
—Señora… ¿está bien?
Al principio, apenas negué con la cabeza.
—No puede ser —susurré, y mi voz tembló de una forma que jamás había permitido que nadie escuchara—. No… yo… esto no puede estar pasando.
Pero ya estaba pasando. Mi cuerpo lo sabía. Mi mente también, aunque intentara ocultarlo. Pero que podía esperar de una mujer con un esposo hambriento que todas las noche me devoraba sin protección, con el pretexto de que hay que buscar a los herederos.
Y entonces la imagen llegó sin avisar.
Rafael, recordé su boca devorando mi cuello, su piel ardiendo contra la mía. Su cuerpo hundiéndose dentro del mío, reclamándome, marcándome con cada embestida. Mi coño palpitó al recordarlo, traicionero, y el estómago se me revolvió otra vez. Vomité de nuevo, sin aire, quedándome sin fuerzas.
Y luego, la otra imagen.
Alexander.Su beso frío y su voz diciendo: “Los herederos para un futuro presidente deben llegar pronto.” Su cuerpo se posaba encima del mío solo para cumplir con un deber político.
El contraste me dejó sin respiración.
—Necesito irme —dije con un hilo de voz, apartando la mano de Greicy con más brusquedad de la que pretendía—. Tengo que… tengo que confirmar esto.
No esperé a que respondiera. Tomé el teléfono con las manos temblorosas y marqué a quemarropa.
—Antonia, ven por mí —dije apenas ella contestó—. Ahora.
***
Antonia me sostenía la mano con fuerza, sin decir una palabra. El médico revisaba los resultados con esa calma profesional que, en ese momento, me pareció una tortura.
—Pues… felicidades —dijo con una sonrisa tibia—. Está embarazada de aproximadamente cinco semanas.
Cinco.
Cinco semanas.
El mundo se me inclinó. Sentí el aire escapar de mis pulmones como si me hubieran golpeado. Antonia me miró, horrorizada. No hizo falta decir nada.
Cinco semanas, las cuentas daban exactamente a la semana que se había celebrado mi matrimonio, aunque eso descartaba la posibilidad de que fuera de Rafael ¿o no? Mis manos temblaron del miedo que me provocaba la idea.
—Dios mío.
—¿Señora Montenegro? —preguntó el médico, confundido—. ¿Necesita agua?
Negué con la cabeza, intentaba decir una sola palabra, pero estaba atorada.
Antonia guardó los papeles de golpe y me levantó del asiento.
—Vámonos —dijo con autoridad.
—Gracias doctor. —sonreí apenas con una mueca.
—Debes volver a los controles, esto es importante…—advirtió el hombre al tiempo que me levanté, asentí simplemente, sintiéndome como un fantasma.
Caminamos hacia la salida del hospital. El pasillo parecía interminable, como si cada paso me llevara directo a un precipicio. Cuando finalmente empujamos las puertas automáticas, el aire frío me despertó un segundo.
Y entonces lo vi, no podía ser él, maldita sea mi suerte. Rafael.
Apoyado contra su auto negro. Con su camisa doblada en los antebrazos, lentes oscuros, un cigarrillo entre los dedos. Parecía recién salido del infierno. O entrando a él.
Su mirada se levantó al verme. Y me recorrió de arriba abajo, lo hizo despacio, muy despacio, y mis manos sudaron de inmediato.
—Valeria, ¿te sientes bien? —Antonia me apretó la mano, y yo seguía simplemente asintiendo como un simple ente.
—Ya, si. Todo bien.
Sentí cómo mis piernas dejaban de responder.
Antonia apretó mi mano.
Rafael tiró el cigarrillo al piso, lo aplastó con la bota y habló con esa voz grave que siempre me robaba la cordura.
—Sube al auto. —ordenó sereno.
Negué inmediatamente, no me subiría a su auto ni loca.
—No —dije, retrocediendo un paso que no me llevó a ninguna parte—. No voy a ir contigo.
La mandíbula de Rafael se tensó, marcándose como un filo bajo la piel. Dio un paso hacia mí. Luego otro. Su sombra me envolvió entera.
—Valeria —pronunció mi nombre como una sentencia—. No estoy preguntando. Sube al auto.
Antonia se adelantó, valiente o inconsciente.
—Ella no va a ninguna parte contigo. Por favor, déjala.
Rafael ni siquiera la miró. Sus ojos estaban anclados en mí como si quisiera arrancarme la verdad directamente del pecho. Extendió la mano, me tomó del brazo con firmeza —sin hacerme daño, pero dejando claro que no iba a soltarme— y me acercó a él.
—Necesito hablar contigo —murmuró cerca de mi oído, y su voz me recorrió la columna como una descarga eléctrica—. Ahora.
—Rafael… —susurré, temblando—. No puedo. Déjame…
Él abrió la puerta trasera del auto.
—Entra.
Antonia intentó intervenir otra vez, pero Rafael levantó la mirada por fin. Fue un segundo. Un simple segundo. Pero bastó para que ella diera un paso atrás, con el rostro completamente pálido.
Yo tragué saliva.
El corazón me martilleaba tan fuerte que creí que se saldría de mi pecho.
