El beso que me robó el alma
Me detuve frente al espejo de marco dorado, el velo me rozaba apenas los hombros como una caricia que no pedí. El corsé me apretaba el aliento, pero el dolor que sentía en el pecho no era por la tela: era por el anillo que pesaba en mi dedo, por el contrato que firmé con sangre fría. Esa misma tarde sería la señora Voss, no me casaría por amor, lo haría por un apellido que salvaría de una larga condena a mi padre en la cárcel.
Pasé el dedo por el borde del labial, corrigiendo un manchón que no existía.
—Solo unas horas más— me repetí. Y todo habrá valido la pena.
Un clic suave. La puerta de la suite se abrió sin prisa.
Me giré, el corazón en la garganta. Era él.
Rafael Voss.
El medio hermano de mi prometido. El hombre que aparecía en las fotos familiares como una sombra elegante, con traje negro impecable, camisa abierta lo justo para dejar ver el trazo de un tatuaje que subía por su cuello. Alto, de hombros anchos, con esa mandíbula que parecía tallada y ojos color miel que brillaban con luz propia.
No dijo nada. Solo cerró la puerta con el talón y dio un paso.
—Rafael… —susurré, retrocediendo hasta chocar con el tocador—. No deberías estar aquí.
Él no respondió con palabras, solamente me miró fijamente a los ojos y su mano subió a mi nuca, sus dedos se enredaron en mi cabello, y me atrajo hacia él.
El beso fue inmediato. Abrí los ojos sorprendida, intenté apartarlo, pero, mi cuerpo traidor cedió y se pegó a él.
Sus labios tomaron los míos con una urgencia que me robó el aliento, su lengua deslizándose dentro, saboreándome como si llevara años esperando este momento. Gemí sin querer, mis manos subieron a su pecho, no para empujarlo, sino para aferrarme.
—Esto está mal… —jadeé contra su boca.
—Shh… —susurró, mordiendo mi labio inferior—. Déjame amarte antes de que te pierda para siempre.
Sus manos bajaron por mi espalda, apretándome contra él. Sentí su erección contra mi vientre, dura, e insistente.
—No… —intenté, pero su boca volvió a la mía, más profunda, más hambrienta.
Sus dedos encontraron el dobladillo del vestido, subieron por mis muslos, y se colaron bajo la tela.
Un jadeo escapó de mis labios cuando rozó mi centro. Estaba mojada, ardiendo y sentía mi coño palpitando ante su roce. Traicioneramente mojada.
—Valeria… —gruñó contra mi cuello, mientras un dedo se deslizaba dentro de mí, lento, profundo.
Arqueé la espalda, mis manos apretaron sus hombros. Cerré los ojos por un momento, sus movimientos dentro de mi fueron mordaces.
—No… por favor… —susurré, pero mis caderas se movieron solas, buscando más.
Otro dedo, y luego otro.
Me follaba con la mano, con el vestido aún puesto, el velo apenas rozaba su antebrazo. Gemí alto, sin control, mientras él me devoraba el cuello con besos húmedos.
—Eres mía —susurró, acelerando—. Aunque más tarde digas que no.
Me alzó con facilidad, me sentó en el borde del tocador. El espejo crujió bajo mi peso.
Sus manos abrieron mis piernas, el vestido se arrugó en mi cintura.
Y entonces entró. De un solo empujón, fuerte, profundo, sin piedad. Sentí como su erección entraba completamente en mí, me había conservado virgen hasta el matrimonio, pero Rafael ni siquiera lo sabía, sin mi permiso, me embistió, causándome oleadas de placer, uno que ni siquiera conocía hasta ese momento.
Grité al sentirlo dentro, me arquee para darle más paso, no gritaba de dolor, sino por puro y físico placer. De placer puro, crudo, prohibido.
Sus caderas chocaron contra las mías, una y otra vez, el ritmo era brutal, perfecto. Mis manos se aferraron a las sábanas del tocador, arrugándolas, mientras él me embestía como si quisiera grabarse en mi piel.
—Rafael… —gemí, mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas—. Dios…
—Dilo —ordenó, agarrando mi rostro—. Dime que me quieres.
—No… —mentí, pero mi cuerpo gritó la verdad. —Déjame en paz, seré la esposa…¡Ah!
El orgasmo me atravesó como un rayo, mi coño se contrajo con una intensidad severa, apreté su miembro duro, y sentí que el corazón me latía desbocado, ni siquiera pude terminar de decirle, mi dura sentencia.
Grité su nombre mientras él se derramaba dentro de mí, caliente, profundo, marcándome.
Se quedó dentro un segundo más, respirando contra mi cuello, besando mi piel como si quisiera memorizarla. Luego se retiró, se arregló la camisa, y me miró, su expresión cambio, ya no era esa expresión de deseo, era tierna. Quitó un mechón de cabello que colgaba de mi moño, y me beso la frente.
—Te amo —susurró—. Y lo haré aunque me odies.
—¿Qué me hiciste? —Alegue en mi defensa, y él, apenas sonrió travieso.
—Él nunca va a amarte como yo te amo, Valeria.
—Él, … va a sacar a mi padre del problema en el que tú lo metiste, eres un mafi…
—Sí, una maldición de la mafia, el yo.
Justo cuando su rostro se ensombreció, y mi corazón estaba a punto de estallar, la puerta sonó de repente, fuero dos golpes suaves.
—¿Valeria? —la voz de la asistente, de mi prometido—. ¿Estás ahí? Ya debes salir. El novio está esperando.
Me quedé allí, temblando, con el vestido arrugado, el semen de Rafael resbalando por mis muslos… y el corazón latiendo por un hombre que no era mi futuro esposo.
