La Obsesión
Apenas Rafael cerró la puerta del auto con un golpe seco, el conductor arrancó sin una palabra, el vidrio separador se oscureció ante mis ojos, dejándonos en un espacio privado que nos separaba de aquel hombre musculoso que manejaba el gran Audi de mi secuestrador. Mis manos, frías como hielo, se aferraban al borde del vestido, arrugándolo sin piedad.
Rafael se giró hacia mí, su presencia llenó mi espacio como una tormenta inminente. Tomó mi rostro con una mano, sus dedos ásperos pero cálidos envolvieron mi mentón, obligándome a mirarlo. Sus ojos color miel ardían con una intensidad que me aterrorizaba y excitaba a partes iguales.
—No me hagas daño, Rafael, te lo pido —susurré, con voz quebrada, un hilo de súplica que se perdía en el rugido bajo del motor.
Él no respondió con palabras. En cambio, me atrajo con una furia loca, sus labios chocaron contra los míos en un beso que era puro incendio. Su lengua irrumpió en mi boca, invasora, exigente, explorando cada rincón con una pasión que me dejó sin aliento. La saboreó profunda, enredándose con la mía en un baile salvaje, húmedo, donde el sabor de su deseo —salado, urgente— se mezclaba con el mío.
Jadeé contra él, dejando escapar un sonido ahogado que vibró en mi pecho, mientras intentaba apartarme, mis palmas presionaban su torso ancho. Pero era inútil. Mi cuerpo, traidor como siempre, se rendía: un calor líquido se acumulaba entre mis muslos, humedeciéndome de una forma que me avergonzaba y encendía al mismo tiempo.
Emocionalmente, era un torbellino. Odiaba esta química sexual que nos unía como un imán irresistible, un lazo que me hacía sentir viva por primera vez en meses, pero también prisionera. Con Alexander, todo era deber, frialdad calculada; con Rafael, era fuego puro, un deseo que me consumía desde adentro, borrando el miedo al embarazo, al escándalo, a la ruina. Me hacía sentir deseada, no poseída por conveniencia. Y eso me aterrorizaba, porque cada roce suyo avivaba una llama que no podía apagar, un anhelo que me hacía cuestionar todo: mi matrimonio falso, mi lealtad fingida, el futuro que había vendido por salvar a mi padre.
Rafael lo sintió. Su nariz rozó mi cuello, inhalando profundo, y un gruñido bajo escapó de su garganta.
—Hueles a mí —murmuró contra mi piel —. A nosotros. Estás empapada, Valeria, estas empapada y necessitas de mi.
Sus palabras me golpearon como una caricia prohibida. Intenté negar, pero su mano libre ya bajaba por mi muslo, subiendo el dobladillo del vestido con una lentitud tortuosa. Sus dedos encontraron mi centro, resbaladizos por la excitación que no podía ocultar. Metió dos de inmediato, profundos, curvándolos dentro de mí con una precisión que me hizo arquear la espalda contra el asiento de cuero.
—Rafael… —gemí, retorciéndome, mis caderas se movieron por si solas para buscar más. El placer era inmediato, abrasador, un pulso que se extendía desde mi interior hasta la punta de los dedos.
Él aceleró, sus dedos me martillaban con un ritmo implacable, rozando ese punto sensible que me hacía ver estrellas. Mis pezones se endurecieron bajo la tela del sostén, dolorosamente erectos, rozando contra la blusa con cada jadeo. Rafael tiró de mi labio inferior con los dientes, un mordisco que era placer y castigo, arrancándome un gemido agudo que resonó en el auto confinado.
—No te he podido olvidar —confesó entre besos feroces y su aliento caliente en mi oreja—. Me estoy volviendo loco contigo, Valeria. Cada noche pienso en ti, en cómo te retuerces debajo mío. Necesito que te vengas conmigo. Ahora. Pero no te llevaré a la fuerza, humm, debes irte conmigo porque quieres. —Soltó mientras su lengua lamía mis mejillas y apenas me sobresalte.
Sus palabras se clavaron en mi pecho, arrancándome un gemido. Él, el hombre que lo tenía todo —poder, dinero, peligro—, suplicando por mí. Me retorcí más, el placer se acumulaba en mi coño como una tormenta, mis paredes internas apretaban sus dedos en espasmos involuntarios.
—¿Acaso no entiendes que estoy casada con tu hermano? —jadeé, intentando aferrarme a la realidad, aunque mi cuerpo gritaba lo contrario. Mis manos subieron a su cabello, tirando de él, no para alejarlo, sino para anclarme.
Rafael soltó una risa amarga, pero sus dedos no pararon. Al contrario, se hundieron más profundo, curvándose, frotando con una presión que me hacía quemar viva. El sonido húmedo de su movimiento llenaba el auto, obsceno y adictivo, mientras el conductor —imperturbable— mantenía la vista al frente.
—Mi hermano es un maldito corrupto —gruñó, mientras su voz vibraba contra mi cuello mientras me follaba con la mano, cada embestida de sus dedos enviaba ondas de placer que me nublaban la vista—. No merece ser presidente. Te usa como un trofeo, Valeria. Para sus campañas, sus mentiras. Yo te daría todo. Te amo como un loco, además, no ha liberado a tu padre de la cárcel, ¿Crees que cumplirá su promesa?
Sus confesiones se entretejían con el ritmo de sus dedos, martillando mi interior sin piedad, rozando ese lugar que me hacía perder el control. Me quemaba de placer, el calor subía por mi vientre, mis muslos temblaban alrededor de su mano. Gemí alto, un sonido roto que no reconocía como mío, mientras el orgasmo se acercaba, imposible de contener.
—Rafael… por favor… —supliqué, no sabía si para que parara o para más. Mis pezones dolían de necesidad, mi coño se contraía alrededor de él, succionándolo.
—Dime que lo sientes —exigió, mordiendo mi lóbulo, su pulgar presionaba mi clítoris en círculos crueles—. Dime que eres mía.
—No… —mentí de nuevo, pero mi cuerpo me traicionó: el clímax me atravesó como un rayo, un estallido que me dejó convulsionando, gritando su nombre mientras me derramaba en su mano, empapándolo.
Él no se detuvo hasta que el último espasmo pasó, sacando los dedos lentos, brillantes de mí. Los llevó a su boca, lamiéndolos con una mirada que me prometía más.
—Esto no termina aquí —susurró, acomodándome el vestido con ternura inesperada—. Elige, Valeria. Antes de que sea tarde.
El auto se detuvo frente a mi edificio. El conductor abrió la puerta. Rafael me besó la frente, lo hizo con tanta ternura, que era todo lo contrario a lo que acababa de hacer bajo mis piernas.
Bajé temblando, con el placer aun latiendo en mí, y el secreto del embarazo pesando como una bomba.
Quería irme con él, ser feliz, pero no sabía quien era el padre del hijo que crecía en mi vientre.
