VISITA A SU SUEGRO
La mansión Sinclair estaba en completo silencio cuando Bianca cruzó la puerta, su padre ya estaba fuera de la prisión.
Había sido liberado. Su sacrificio no había sido en vano.
A pesar de todo, a pesar del matrimonio sin amor, a pesar de la humillación y el desprecio de Dante Von Adler, Bianca pensó que al menos su padre la recibiría con gratitud.
Quería abrazarlo. Quería escuchar de sus labios un simple "gracias".
Pero cuando Héctor Sinclair la vio, su expresión no fue de alivio.
Fue de asco.
Antes de que Bianca pudiera reaccionar, la bofetada la golpeó con tal fuerza que su cuerpo tambaleó.
Un ardor abrasador se extendió por su mejilla.
—¡Héctor! —Eleanor gritó horrorizada.
Pero Bianca apenas la escuchó.
El dolor en su rostro era nada comparado con el que acababa de instalarse en su pecho.
Miró a su padre con los ojos abiertos por el shock, buscando en él al hombre que la había criado, aquel que solía sonreírle cuando era niña.
Pero ese hombre ya no existía desde hace tiempo.
Solo quedaba un hombre lleno de desprecio.
—¿Cómo te atreves? —susurró Eleanor, acercándose a su marido—. ¡Bianca te salvó de la cárcel!
Héctor la miró con frialdad.
—¿Salvarme? —Su risa fue cruel—. Lo único que hizo fue venderse como una cualquiera.
Bianca sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—Papá…
—No me llames así. —La interrumpió con dureza—. Ya no tengo una hija llamada Bianca.
El aire dejó de llegar a sus pulmones.
Eleanor palideció.
—¡No puedes decir algo así!
Héctor volvió su mirada a Bianca, y lo que vio en sus ojos fue repulsión absoluta.
—Vendiste tu cuerpo al novio de tu hermana, Bianca. Eres una vergüenza.
—¡Eso no es cierto! —Bianca se abrazó a sí misma, sintiendo que su mundo se desmoronaba—. ¡Lo hice por ti!
—No pedí tu sacrificio. —Héctor la cortó sin piedad—. Hubiera preferido la cárcel antes de cargar con una hija que se entrega al mejor postor o mejor dicho al hombre de su propia hermana.
Eleanor lo miró con horror.
—¿No entiendes que Bianca salvó a esta familia?
Héctor la ignoró. Solo tenía ojos para Bianca, y en ellos no había amor.
—Desde hoy, estás muerta para mí.
Bianca sintió que su estómago se hundía.
—Papá, por favor…
—¡Fuera de mi casa!
Su voz resonó como una sentencia de muerte.
Bianca sintió que las piernas le fallaban.
Héctor la señaló con un dedo.
—Desaparece maldita mujer. No vuelvas a cruzar esta puerta en tu vida mala mujer, lleva tus porquerías y Lárgate.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas.
Eleanor se aferró al brazo de su esposo, sacudiendo la cabeza.
—No puedes hacerle esto.
Héctor la apartó con frialdad.
—Si tanto la quieres, vete con ella.
Eleanor quedó inmóvil, temblando.
El silencio fue sepulcral.
Entonces, Bianca entendió que estaba sola.
Se tragó el llanto, se irguió con la poca dignidad que le quedaba, y dio media vuelta sin mirar atrás.
Cuando cruzó la puerta de la mansión, supo que ya no tenía un hogar.
Había perdido a su padre.
Había perdido a su hermana.
Y ahora, estaba completamente sola en un matrimonio sin amor.
— Pensando mejor, es mejor que no lleves nada, que te vayas como un perro por la calle y mejor por mi es que te mueras.
— Ya basta Hector. — Eleanor interrumpió.
— Ya sabes Eleanor, si quieres protegerla es mejor que te vayas con ella.
— Es impresionante lo desagradable y malagradecido que eres — Eleanor alzó la voz entonces se coloca al lado de Bianca — Me iré con mi hija.
— Sí, son iguales, tu eres la alcahueta que da alas a su mala vida— Bianca lloraba desconsoladamente, se sentía tan herida e insignificante.
— Espero que no te arrepientas de tus palabras, Hector — Eleanor se veía muy fría.
— Jamás lo haría, están tardando para largarse de aquí, aunque Eleanor creo que tu en menos de dos horas ya volverás porque nadie te dará los lujos qué yo te doy.
— Nunca se trato de los lujos Hector, vamos Bianca — Entonces Eleanor antepuso su rol de madre antes que su rol de esposa.
Las personas que trabajan para ellos observaban como Eleanor y Bianca abandonan los terrenos.
— Papá tiene razón para odiarme — Expuso Bianca.
— No cariño, estas muy equivocada, tú no eres culpable de nada — Madre e hija caminan por la calzada buscando llegar a una parada de taxi, mientras Bianca se sentía a morir además la lluvia amenazaba con llegar pronto.
Las palabras de su padre aún resonaban en los oídos de Bianca, como un eco cruel de lo que acababa de perder.
Su hogar. Su familia. Su padre.
Eleanor, con el rostro tenso y la mirada firme, sacó su teléfono y marcó un número.
—Rafaela, soy yo.
Al otro lado de la línea, la voz de una mujer de tono cálido y preocupado respondió de inmediato.
—Eleanor, querida, ¿qué sucede? ¿Por qué me llamas tan tarde?
—Necesito ayuda. —La voz de Eleanor tembló, pero mantuvo la compostura—. Héctor nos echó.
El silencio al otro lado del teléfono fue corto, pero se sintió eterno.
—¿Qué? —La incredulidad de Rafaela fue evidente.
—Nos sacó sin nada. Bianca y yo no tenemos dónde ir.
Hubo un susurro de indignación antes de que Rafaela respondiera con firmeza:
—Vengan a mi casa ahora mismo y me explicas lo que ocurrió.
Eleanor exhaló con alivio.
—Gracias, Rafaela.
—No me agradezcas. —La voz de la mujer era firme y protectora—. Soy la madrina de Bianca. Ese hombre ha cometido un pecado imperdonable.
Eleanor cortó la llamada y miró a su hija.
Bianca se veía tan pequeña en ese momento.
Sus ojos estaban rojos, su rostro pálido y su cuerpo temblaba ligeramente.
—Vamos, hija. Nos espera Rafaela.
Bianca asintió en silencio.
Un taxi las recogió y se sumergieron en la fría noche londinense que estaba cayendo, el día parecía ser eterno.
Cuando el taxi se detuvo frente a la imponente Mansión Portal, Bianca apenas podía mantenerse en pie.
Era el cansancio. La tristeza. La sensación de sentirse culpable, todo parecía convertirse en latigazos para ella.
Las luces de la mansión se encendieron antes de que tocaran la puerta. Rafaela ya las estaba esperando.
Cuando la puerta se abrió, una mujer de mediana edad, con un elegante vestido de terciopelo azul y el cabello rubio perfectamente peinado, las miró con ojos llenos de compasión.
—Oh, mis niñas… —susurró Rafaela antes de abrir los brazos.
Eleanor la abrazó primero, pero Bianca no pudo moverse.
Cuando finalmente dio un paso adelante y sintió los brazos cálidos de Rafaela rodearla, se quebró.
—Yo solo… —Su voz se ahogó en su propio llanto—. Yo solo quería ayudar…
Las lágrimas cayeron sin control.
Lloró como una niña abandonada, porque eso era lo que era.
Su propio padre la había despreciado.
Su hermana la había dejado sola.
Y ahora… su vida no le pertenecía.
Eleanor la sostuvo contra su pecho.
—Lo sé, mi amor. Lo sé…
Bianca se aferró a su madre, sintiendo que todo el peso del mundo la aplastaba.
Rafaela les acarició el cabello con ternura.
—No están solas. Aquí nadie las va a echar.
Bianca sollozó más fuerte, porque por primera vez en horas, sintió que tenía un refugio que no sea solo los brazos de su madre.
Pero aunque su cuerpo estaba a salvo, su alma estaba hecha pedazos.
Entre tanto, Dante Von Adler estaba en su oficina, sentado en su imponente escritorio de madera oscura, cuando el abogado entró con paso firme.
—Señor Von Adler —dijo con respeto—, tengo noticias sobre la familia Sinclair.
Dante levantó la mirada, su expresión impenetrable.
—Habla.
El abogado dejó un sobre sobre la mesa y continuó:
—Héctor Sinclair ha echado a su esposa e hija de la casa. Bianca Sinclair ya no pertenece a los Sinclair… oficialmente.
Dante giró la silla lentamente, su mandíbula tensándose levemente.
—Continúa.
El abogado tragó saliva. El ambiente se volvió denso.
—He tomado la libertad de investigar más. La señora Von Adler y su madre han encontrado refugio en la Mansión Portal.
El aire en la oficina se congeló.
Dante lo fulminó con la mirada.
El abogado sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿Qué dijiste? —La voz de Dante fue un filo de hielo.
El abogado parpadeó, desconcertado.
—Dije que la señora Von Adler y su madre…
Dante se inclinó sobre el escritorio, sus ojos oscuros eran una amenaza latente.
—Nunca la llames así delante de mí.
El abogado bajó la mirada de inmediato.
—Disculpe, señor.
Dante apretó los dientes. No le gustaba ese título. No para ella.
Londres estaba cubierto por una densa bruma nocturna cuando Dante Von Adler abandonó su oficina. Sus pasos resonaron en el suelo de mármol mientras se dirigía a su automóvil, su expresión era inescrutable, pero dentro de él, un fuego peligroso comenzaba a encenderse.
No solía perder el control, pero el informe de su abogado había despertado algo que no podía ignorar.
¿Héctor Sinclair había echado a Bianca y a su madre sin nada?
Dante ajustó el nudo de su corbata con un gesto lento y meticuloso antes de subirse a su auto.
—A la Casa Sinclair. —Ordenó con voz baja y cortante.
El chofer asintió y aceleró.
Varios minutos después el lujoso auto negro se detuvo frente a la majestuosa pero fría mansión Sinclair. Las luces seguían encendidas, a pesar de la hora avanzada. Dante descendió con calma, ajustando los puños de su traje.
No necesitaba anunciarse.
Cuando tocó la puerta, un mayordomo abrió y al verlo palideció al instante.
—S-señor Von Adler…
—Avísale a Héctor que estoy aquí.
El mayordomo se apresuró a desaparecer y, en cuestión de segundos, Héctor Sinclair apareció en el vestíbulo, con una sonrisa falsa y una actitud servil.
—¡Señor Von Adler! —Exclamó, bajando apresuradamente los escalones con los brazos abiertos—. Qué grata sorpresa. No esperaba verlo a estas horas.
Dante permaneció en el umbral, impasible.
Héctor se inclinó un poco, con una reverencia apenas disimulada.
—Por favor, pase. —Hizo un gesto con la mano, su tono era casi adulador—. Esta es su casa.
Dante avanzó sin prisa, sus ojos oscuros recorrieron el lujoso salón. Nada había cambiado… salvo la ausencia de Eleanor y Bianca.
Eso lo enfureció más de lo que esperaba.
Se giró lentamente hacia Héctor, quien sonreía con autosuficiencia.
—Espero que haya venido para conversar por Hanna —dijo el hombre mayor con una mueca satisfecha—. Ella sí es digna de usted y arreglemos los actos de Bianca, yo le pido disculpas por la bajeza cometida por esa joven.
Dante no respondió. Se limitó a arquear una ceja, esperando a que Héctor continuara.
El silencio lo hizo sentir confiado, así que siguió hablando con un veneno disfrazado de cordialidad.
—Lamento lo que mi otra hija hizo… —resopló, como si hablar de Bianca fuera una molestia—. Pero ya la puse en su lugar. No tenía derecho a aferrarse a un hombre que nunca fue para ella.
Dante observó cada palabra salir de su boca con un asombroso nivel de control.
—Hanna siempre ha sido la mejor de mis hijas. Inteligente, hermosa, con un futuro brillante. No como Bianca. —Su rostro se torció con desdén—. Esa niña siempre fue un problema. Débil, llorona, sin ambiciones. Nada que ver con Hanna.
Dante apretó la mandíbula.
—Cuando Hanna vuelva de su especialidad, podremos solucionar todo este escándalo. —Héctor se sirvió una copa de whisky y la levantó en dirección a Dante—. Al menos ahora Bianca está fuera de nuestras vidas.
Dante permaneció en silencio, pero sus ojos oscuros brillaban con una intensidad peligrosa.
Héctor se rió entre dientes, sin notar la tormenta que se cernía sobre él.
—Estoy seguro de que esto también lo beneficia, ¿no? —continuó—. No tiene que cargar con un error como Bianca. Es más, si quiere, puede anular el matrimonio. Estoy seguro de que Hanna le dará hijos dignos…
Dante entrecerró los ojos y, por primera vez, Héctor sintió una punzada de inquietud.
El empresario caminó lentamente por la sala, sus pasos medidos resonaban en el mármol. El aire parecía haberse vuelto más pesado.
Finalmente, Dante se detuvo frente a Héctor.
Su siguiente pregunta cayó como un balde de agua helada.
—Dígame, señor Sinclair… —Su voz fue profunda y cortante—. ¿Bianca es su hija… o no?
La copa en la mano de Héctor tembló ligeramente.
El silencio que siguió fue atronador.
Dante ya no Expuso ninguna palabra, solo abandono la Mansión de manera inmediata dejando totalmente sorprendido a Hector Sinclair ante aquella pregunta realizada.
El vehículo avanzaba por la carretera, la expresión fría e indescifrable de Dante era impenetrable para sacar alguna conclusión.
El chófer sentía la atmósfera insostenible en el interior del vehículo, tener una vaga imaginación de aquello que pasaba por la mente de Dante Von Adler era inimaginable, quizás considerado un pecado tratar de entenderlo.
