UN INFIERNO
Bianca despertó sintiendo su cuerpo ligero, como si flotara en una nube. Pero algo no estaba bien.
El techo era diferente, más alto y elegante que el de su habitación encomendada por Dante. Las sábanas eran demasiado suaves, con un aroma masculino que no le pertenecía. Y lo peor de todo…
Había una presencia en la habitación.
Un escalofrío le recorrió la espalda antes de girar la cabeza lentamente. Y ahí estaba él.
Dante Von Adler.
El hombre que la hizo firmar un contrato de matrimonio. El mismo que la había traído a su residencia como si fuera un objeto de su propiedad.
Ahora estaba sentado en un sofá, con sus largas piernas dobladas y una taza de café en la mano.
Su cabello oscuro estaba ligeramente despeinado, como si no hubiera dormido en toda la noche, pero su mirada… Oh, su mirada.
Era intensa, cargada de un brillo afilado que la hizo sentir atrapada, como un ratón en la mira de un depredador.
Bianca sintió que la sangre abandonaba no solo su rostro, sino todo su cuerpo.
—¡Ah! —soltó un pequeño grito, incorporándose de golpe.
Dante, en cambio, ni se inmutó. Llevó la taza de café a sus labios con total calma, observándola como si fuera una simple distracción en su mañana.
—Vaya, qué rápida eres para despertar después de fingir.
Bianca frunció el ceño, ¿fingir?
—¿De qué estás hablando?
Dante apoyó la taza en la mesa con un gesto pausado antes de mirarla fijamente.
—No es necesario que sigas con el teatro. Fingiste una fiebre, entraste a mi habitación a medianoche y, por si fuera poco, trataste de meterte en mi cama.
Bianca abrió la boca, pero ningún sonido salió.
¿Él… él acababa de decir qué?
—¡Eso es ridículo! —logró balbucear finalmente—. ¡Yo nunca haría algo así!
Dante soltó una risa baja, sin un ápice de humor.
—Entonces explícame cómo terminaste aquí.
Bianca parpadeó y miró a su alrededor. Definitivamente esa no era su habitación.
El enorme ventanal con cortinas gruesas, los muebles oscuros, el aroma a café y cuero… Era la habitación de Dante.
Un escalofrío la recorrió.
—Oh, Dios… —susurró, cubriéndose la boca.
Dante cruzó los brazos sobre su pecho, recargándose en el respaldo del sofá con aire triunfal.
—¿No tienes nada que decir? ¿O admitirás que todo fue parte de tu plan para engatusarme?
Bianca sintió que su cabeza daba vueltas. No podía ser verdad. Ella solo recordaba haber sentido calor, haberse despertado sedienta y… Oh, no.
Había confundido la habitación.
—¡No es lo que piensas! —exclamó con las mejillas ardiendo—. ¡Yo solo…!
De repente, intentó incorporarse, pero en cuanto movió el cuerpo, sintió una brisa extraña contra su piel.
Algo estaba mal.
Muy mal.
Bajó la mirada lentamente…
Y casi se desmaya ahí mismo.
Su bata de dormir estaba desabrochada.
Completamente abierta.
Y debajo solo tenía su ropa interior.
Bianca palideció y soltó un alarido, abrazándose el torso con fuerza. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Dante la miró con pura diversión, sin molestarse en desviar la vista.
—Ah, ya entiendo. —Su tono era seco y burlón—. Primero finges una fiebre, luego entras a mi habitación por error y ahora casualmente tu ropa se encuentra "descuidada".
—¡No fue a propósito! —Bianca apretó los dientes mientras se apresuraba a cerrarse la bata con manos temblorosas—. ¡No me mir…!
Dante la interrumpió con una sonrisa ladeada.
—Es difícil no mirar cuando mi esposa parece estar intentando seducirme tan descaradamente.
—¡No te estoy seduciendo! —soltó horrorizada, sintiendo su cara en llamas.
Dante chasqueó la lengua y se levantó del sofá con un movimiento fluido, acercándose a ella con pasos lentos y calculados.
Bianca se tensó de inmediato, sentía su presencia como una sombra opresiva sobre ella.
—Entonces, dime… —Dante se inclinó un poco, su voz reduciéndose a un susurro profundo—. ¿Por qué estás aquí, en mi habitación, a estas horas de la mañana, con tu ropa desordenada y un rostro tan rojo? Porque te recuerdo que amaneciste aquí.
Bianca sintió que iba a explotar.
—¡Fue un accidente!
Dante sonrió, pero no era una sonrisa cálida.
—¿Un accidente?
—Sí. —Bianca tragó saliva y asintió frenéticamente—. Tuve fiebre, me desperté sedienta y… bueno, el resto es historia.
Dante inclinó la cabeza, estudiándola con una expresión inescrutable.
—Vaya coincidencia.
—¡No es una coincidencia! —protestó Bianca, sintiendo su indignación crecer—. ¡Tú me trajiste aquí, seguro fuiste tú!
Dante arqueó una ceja, como si su acusación fuera lo más absurdo que había escuchado.
—Créeme, si hubiera querido traerte a mi habitación, no estaríamos discutiendo ahora.
El atrevimiento en su tono hizo que Bianca se ahogara en su propio escándalo interno.
—¡No quiero escuchar más! —exclamó, apartando la mirada y apretando los labios en una fina línea.
Dante la observó por unos segundos más antes de dar un paso atrás, como si se divirtiera viéndola en ese estado.
—Tienes suerte de que tenía mejores cosas que hacer anoche.
Bianca lo fulminó con la mirada.
—¡Eres insoportable!
Dante solo sonrió con arrogancia.
—Y tú eres un desastre.
Bianca bufó y se cruzó de brazos, todavía sintiendo el calor arder en su rostro.
Definitivamente, este matrimonio iba a ser un infierno.
Bianca salió de la habitación de Dante sintiendo que el mundo entero se tambaleaba a su alrededor.
Oh, Dios… ¿qué acababa de suceder?
Su rostro estaba pintado de un rojo intenso, y el calor no desaparecía sin importar cuántas veces se abanicara con la mano.
¿Cómo pudo haber cometido semejante error?
Había entrado en la habitación de Dante Von Adler. Dante.
El hombre que la había obligado a casarse con él. El mismo que tenía la presencia más abrumadora y peligrosa que había conocido y además era el hombre que su hermana ama.
No era estúpida. Tampoco ciega.
Sabía perfectamente lo que un hombre como él podía hacerle al corazón de una mujer con solo mirarla de esa manera.
Su aura, su voz, su manera de moverse con aquella elegancia innata… era un peligro.
Y ella había terminado en su cama.
Bianca dejó escapar un gemido de vergüenza y apuró el paso hasta su habitación, cerrando la puerta con un golpe sordo. Su corazón latía como si quisiera salirse de su pecho.
Apoyó la espalda contra la puerta y cubrió su rostro con las manos, tratando de borrar de su mente la imagen de Dante, sentado en aquel sofá con su taza de café, mirándola con esa expresión altiva, como si la tuviera completamente acorralada.
—No quiero verlo nunca más… —susurró, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.
Pero en el fondo, una parte de ella sabía que esa era una promesa imposible de cumplir.
Dante Von Adler no era un hombre fácil de esquivar.
Y lo descubriría mucho antes de lo que imaginaba, muy a su pesar tuvo que prepararse para el día que debía de enfrentar.
El comedor principal de la Residencia Von Adler era un espectáculo de opulencia y refinamiento.
Los ventanales dejaban entrar la luz del sol, iluminando la lujosa mesa de caoba adornada con finas vajillas de porcelana.
Y sentado en la cabecera de la mesa, como un rey en su trono, estaba Dante Von Adler.
Su postura impecable, su traje perfectamente ajustado y la manera en que sostenía la taza de café con elegancia natural hacían que cualquiera se sintiera insignificante a su lado.
Incluso su simple presencia tenía un peso aplastante.
Era un hombre hecho para liderar, para gobernar… y para que nadie se atreviera a desafiarlo.
Dante tomó un sorbo de café y alzó ligeramente la mirada hacia la mucama que esperaba a su lado.
—Llama a Bianca. —Su tono fue bajo, pero cada palabra estaba impregnada de autoridad—. Quiero hablar con ella.
La mucama asintió rápidamente y salió del comedor sin hacer preguntas.
Dante dejó la taza en su plato y entrelazó los dedos sobre la mesa, su mandíbula marcada reflejaba una ligera tensión.
Bianca tenía explicaciones que darle.
Porque por más divertido que le hubiera parecido verla temblar y tartamudear aquella mañana, ella había cruzado un límite.
Y Dante no era un hombre al que le gustara que cruzaran sus límites.
En la habitación de Bianca había llegado la mucama.
— Señorita Sinclair, el Señor Von Adler la queré ver abajo.
Bianca, quien aún estaba en la cama, sintió que su alma abandonaba su cuerpo cuando la mucama le informó que Dante la estaba llamando.
No. No, no, no.
—¿E-estás segura? —preguntó con voz ahogada.
La mujer asintió.
—El señor Von Adler la espera en el comedor Señorita Sinclair.
Bianca tragó saliva.
Sabía perfectamente lo que eso significaba.
Dante iba a ajustar cuentas con ella después de los actos de anoche.
Seguramente la pondría contra la pared y le recordaría quién tenía el control en esta relación.
O peor… podría burlarse de ella.
Los recuerdos de la noche anterior volvieron a su mente: su fiebre, su confusión, el hecho de que lo había llamado desagradable y lo peor de todo… lo había confundido con el mayordomo.
¡Oh, Dios!
¡Estaba condenada!
El pánico la invadió. No podía enfrentarlo ahora. Necesitaba ganar tiempo.
Así que, sin pensarlo dos veces, se llevó una mano a la frente y dejó escapar un suspiro dramático.
—No me siento bien… —murmuró débilmente—. Creo que todavía tengo fiebre.
La mucama frunció el ceño.
—Pero, señora, esta mañana parecía…
—¡Fiebre repentina! —la interrumpió Bianca, hundiéndose más en las sábanas—. Debe ser algún efecto secundario de ayer.
La mujer la miró con duda.
—Podría llamar al médico.
—¡No! —Bianca casi se atragantó con su propia voz—. No quiero molestarlo. Solo… dile al señor Von Adler que no me siento bien y que necesito descansar.
La mucama dudó por unos segundos, pero al final asintió.
—Muy bien, señora. Le diré al señor Von Adler.
Cuando la mujer salió de la habitación, Bianca dejó escapar un largo suspiro de alivio.
Había ganado algo de tiempo.
Pero en el fondo, sabía que esto solo retrasaba lo inevitable.
Porque Dante Von Adler no era un hombre que aceptara excusas fácilmente.
Y lo que ella había hecho…
No iba a quedar impune.
En el comedor
La mucama regresó al comedor, donde Dante seguía sentado en la cabecera de la mesa, con la taza de café en la mano y una expresión indescifrable.
—Señor… —La mucama tragó saliva—. La señora Bianca dice que no se siente bien y necesita descansar.
Dante alzó una ceja con escepticismo.
—¿No se siente bien?
La mujer asintió nerviosamente.
Dante dejó la taza sobre la mesa nuevamente se inclinó hacia atrás en su asiento, exhalando con algo que parecía una mezcla de paciencia y fastidio.
—Interesante.
Por supuesto, sabía exactamente lo que estaba haciendo Bianca.
Huyendo.
Evitándolo.
Y aunque no podía culparla por ello, tampoco iba a dejarlo pasar.
Porque si creía que podía jugar ese tipo de juegos con él, entonces iba a demostrarle que nadie, absolutamente nadie, podía escapar de Dante Von Adler.
Ni siquiera su esposa.
Dante tomó otro sorbo de café y miró a la mucama con una media sonrisa que no prometía nada bueno.
—Dile que la estaré esperando.
—P-pero, señor…
—Dile que esperaré. —repitió con voz baja y peligrosa—. Y créeme, no tengo prisa.
La mucama asintió rápidamente y salió del comedor con el corazón latiendo a mil por hora.
Mientras tanto, Dante se recargó en su silla con aire de superioridad.
Bianca podía intentar esconderse todo lo que quisiera…
Pero tarde o temprano, tendría que enfrentarlo.
Y él se aseguraría de que no lo olvidara.
