MONSTRUO
El silencio reinaba en la Residencia Von Adler, pero Bianca, envuelta en su manta como si fuera una armadura, escuchó con horror el sonido de pasos firmes y calculados aproximándose por el pasillo.
Su corazón dio un vuelco.
No…
No puede ser.
¿Él viene hacia aquí?
Una gota de sudor frío resbaló por su sien. ¡No podía dejar que la descubriera!
En un acto desesperado, cerró los ojos y empezó a toser dramáticamente, como si estuviera a punto de desmayarse de un momento a otro.
—Cof, cof… ¡Ay, qué mal me siento! —susurró para sí misma, dándole más dramatismo a la escena—. Creo que… voy a morir…
Se arropó aún más y se aseguró de parecer la imagen viviente de la enfermedad.
Pero, antes de poder ensayar otra tos convincente, la puerta de la habitación se abrió.
La brisa gélida de la mañana se deslizó por la estancia, pero no fue el frío lo que hizo que Bianca se tensara…
Fue él.
Dante Von Adler acababa de entrar.
Y la habitación, por más espaciosa que fuera, de repente pareció reducirse a la mitad.
La luz de los ventanales realzó cada una de sus facciones esculpidas: su mandíbula cincelada, sus ojos fríos y penetrantes, el impecable corte de su traje que se ajustaba a su cuerpo con una perfección casi cruel.
Era un hombre cuya mera presencia exudaba poder y control.
Y en ese momento, Bianca sintió que no tenía escapatoria.
Dante cerró la puerta con calma, con demasiada calma… lo que solo aumentó la sensación de peligro.
Sin decir nada, deslizó su mirada por la habitación, deteniéndose en la diminuta figura envuelta en la manta con exageración.
Después de un breve segundo de silencio, su boca se curvó en una media sonrisa burlona.
—Vaya, qué cuadro más trágico.
Su tono era puro veneno envuelto en seda.
Bianca reprimió un escalofrío.
Pero no podía rendirse tan rápido.
Con su mejor actuación, dejó escapar un gemido lastimoso y volvió a toser con dramatismo.
—Estoy… tan enferma… —murmuró, fingiendo debilidad—. No sé si podré sobrevivir…
Esperó alguna reacción.
Tal vez compasión.
O preocupación aunque aquello era avaricia ¿Por que Dante Von Adler se preocuparía por ella?
Pero lo que obtuvo fue un silencio mortal.
Dante no respondió de inmediato. Solo se quedó allí, observándola con una mirada tan helada que podría haber congelado el sol.
Finalmente, después de un largo instante, dejó escapar un suspiro, como si estuviera tratando de contener su paciencia.
—Qué conveniente. —Se llevó las manos a los bolsillos y ladeó la cabeza—. Una fiebre repentina, justo cuando te llamé.
Bianca apretó los ojos, rogando que su farsa funcionara.
—E-es una terrible coincidencia…
—Sí. —Dante dio un paso hacia adelante, su sombra cubrió la cama—. Tan terrible, que cuesta creerlo.
El aire en la habitación pareció volverse más denso.
Bianca, aún con los ojos cerrados, sintió que su corazón latía con tanta fuerza que estaba segura de que Dante podía escucharlo.
Pero no iba a darse por vencida.
Tenía que seguir con su actuación.
Así que, con la voz más débil que pudo, murmuró:
—Si me perdonas… voy a descansar…
Dante arqueó una ceja.
—Oh, claro. —Su tono fue como el de un noble condescendiente ante un pobre sirviente—. No quiero molestarte en tus últimos momentos de agonía.
Se inclinó levemente hacia ella y su voz descendió a un murmullo peligroso.
—Pero antes… vamos a ver qué tan enferma estás.
Antes de que Bianca pudiera reaccionar, Dante le arrancó la manta de un solo movimiento.
El frío la envolvió al instante.
—¡Ah! —exclamó en pánico, abrazándose a sí misma.
Pero Dante no le prestó atención a su protesta.
Con una lentitud exasperante, se inclinó y posó su mano grande y cálida en su frente.
Bianca se quedó petrificada.
¿Qué… qué estaba haciendo?
Su tacto fue firme, pero no agresivo. Era su mano la que estaba caliente, no su frente.
Los segundos se alargaron en el aire mientras Dante palpaba su piel con una expresión indescifrable.
Luego, sin cambiar su rostro frío, retiró la mano y entrecerró los ojos.
—Curioso.
Bianca tragó saliva.
—¿Q-qué cosa?
—No tienes fiebre.
El silencio cayó como una losa entre ellos.
Bianca se quedó paralizada.
Dante la miró con calma, como si estuviera disfrutando de su desesperación.
Luego, con una sonrisa peligrosa, murmuró:
—Qué milagro tan repentino.
La sangre desapareció del rostro de Bianca.
La había descubierto.
Oh, no.
Oh, no, no, no.
Dante dejó escapar un suspiro de burla y se cruzó de brazos.
—No sabía que eras temeraria, Bianca… pero fingir una enfermedad para evitarme? —Negó con la cabeza—. Eso es… adorablemente infantil.
Bianca sintió que su alma se hundía.
—Y-yo…
Dante la interrumpió con una mirada afilada.
—Si no querías verme, podrías haber sido honesta.
Se inclinó ligeramente, tan cerca que Bianca pudo sentir su aliento rozando su piel.
—Pero ahora, has logrado exactamente lo contrario.
El corazón de Bianca martillaba dentro de su pecho.
Dante le sostuvo la barbilla con dos dedos y la obligó a mirarlo a los ojos.
—Y dime, Bianca… —susurró—. ¿Cómo planeas pagar por tu pequeño engaño?
Bianca sintió que su mundo se detenía.
Había cometido un grave error.
Y Dante Von Adler…
No iba a dejarla escapar tan fácilmente.
La joven tragó saliva, su corazón galopando en su pecho. La cercanía de Dante era un arma de doble filo: por un lado, la aterrorizaba, pero por otro… el calor que irradiaba su cuerpo, su aroma a cedro y tabaco caro, eran peligrosamente tentadores.
—La tenía hace un rato —intentó defenderse, su voz apenas un susurro.
Dante dejó escapar una risa baja y sarcástica.
—Oh, claro. Una fiebre que aparece y desaparece cuando te conviene. Qué conveniente, Señora Von Adler.
Bianca sintió que la sangre abandonaba su rostro. No le gustaba que él la llamara así. Era un recordatorio de la absurda realidad en la que estaba atrapada.
Dante se incorporó, mirándola con un aire de superioridad. Se cruzó de brazos y ladeó la cabeza.
—Dime, Bianca, ¿qué esperabas lograr con este numerito?
La joven evitó su mirada, sintiéndose como una niña que acababa de ser descubierta robando dulces.
—Nada… solo pensé que no sería buena idea bajar al desayuno.
—¿Y por qué no?
—Porque… porque… —ella jugueteó con un mechón de su cabello, evitando su mirada—. Pensé que estabas molesto conmigo por… lo de anoche.
Dante soltó una carcajada seca, como si le divirtiera la idea de que algo tan insignificante pudiera alterar su humor.
—¿Molesto? —repitió con burla—. No, Bianca. Si me molestaría por cada tontería que haces, mi vida sería demasiado agotadora y lo acabo de comprobar, esto acaba de iniciar y no peleare contigo por eso.
Bianca frunció el ceño, sintiéndose infantilmente ofendida.
—No hago tonterías.
—¿Ah, no? —Dante la miró con sorna—. Anoche, por ejemplo, entraste a mi habitación delirando, confundiste mi pecho con una almohada y me llamaste desagradable y lo único que minutos antes te había pedido es que no entraras en mi habitación.
La joven abrió los ojos como platos, sintiendo cómo un ardor inconfundible se apoderaba de su rostro. ¿Ella había hecho eso?
—¡No lo recuerdo! —protestó con horror.
Dante se inclinó levemente hacia ella con una sonrisa ladina.
—Oh, yo sí. Y créeme, no es fácil olvidar a una mujer que te llama desagradable y, segundos después, se recuesta sobre ti con total tranquilidad además me confundiste con el mayordomo.
Bianca quería desaparecer. ¿Por qué la Tierra no podía tragársela en ese momento?
Dante suspiró, como si hablara con una niña caprichosa.
—Bien, ya que ha quedado claro que no tienes fiebre y que puedes moverte perfectamente, espero verte en el comedor en diez minutos.
Bianca apretó los labios con descontento, pero no replicó.
Dante se encaminó hacia la puerta, pero antes de salir, se detuvo y giró la cabeza hacia ella.
—Y Bianca…
Ella lo miró con desconfianza.
—Si vuelves a intentar engañarme, te haré desayunar, almorzar y cenar en mi oficina para que no tengas más excusas para evitarme.
Los ojos de Bianca se abrieron de par en par.
—¡Eso sería cruel!
Dante sonrió con arrogancia.
—Exacto.
Y con esa última palabra, desapareció por la puerta, dejando a Bianca con el corazón desbocado y una indignación difícil de manejar.
—¡Monstruo! —masculló entre dientes, lanzando una almohada hacia la puerta cerrada.
Pero, por desgracia, no tenía escapatoria. Dante Von Adler ya había decidido su destino, y resistirse solo hacía el juego más interesante para él.
