4- El poder de no dárselo
Pasaban los días y mi primo no dejaba de buscarme.
Era como un perro en celo, siempre rondando, siempre atento a cualquier excusa para acercarse. Si me agachaba a recoger algo, aparecía detrás. Si me quedaba sola en la cocina, él entraba sin motivo aparente. Era como si le quemara el cuerpo, como si el deseo le hubiese anulado la vergüenza.
Yo también lo deseaba, aunque no al mismo ritmo, ni con la misma urgencia. Lo mío era distinto: una mezcla entre provocación, poder y juego sucio. Me gustaba verlo así, fuera de sí, y al mismo tiempo sentir que podía detenerlo con una sola palabra. Le bastaba una mirada mía para tensarse entero, para morderse el labio, para desviarse del camino. Y yo se lo daba. Le daba esa mirada justo cuando sabía que no debía.
En las noches me aseguraba de cerrar la puerta con pestillo. No porque creyera que él se atrevería a entrar a la fuerza, sino porque quería dejarle claro que no iba a pasar, al menos no todavía. Esa barrera, ese clic seco del pestillo, me daba una sensación de control que necesitaba. Me ayudaba a dormir, aunque muchas veces lo hacía con el cuerpo encendido y los pensamientos llenos de escenas que no quería admitir.
Fantaseaba con lo que no hacía. Recordaba lo que ya habíamos hecho. Y en medio de eso, me repetía que no volvería a pasar. Mentiras que me servían para mantenerme a salvo, aunque solo fuera por esa noche.
Durante el día, la dinámica era más cruel. Me vestía a propósito con shorts más cortos o poleras más pegadas, como si quisiera recordarle lo que no podía tener. Me sentaba frente a él en el desayuno y abría un poco las piernas, lo suficiente para que se le fueran los ojos. Y cuando notaba que se le nublaba la mirada o que se movía incómodo en la silla, me paraba sin decir nada. Lo dejaba ahí, mordiéndose la lengua, con las manos inquietas y el deseo a flor de piel. Era una forma retorcida de sentirme fuerte, de compensar todo lo que me había desordenado la primera vez que nos acostamos. Porque eso seguía ahí, latiendo, como un golpe bajo del que no me había recuperado del todo.
Una noche me desperté con la garganta seca. Fui al baño a oscuras, sin hacer ruido, como si no quisiera que nadie notara que estaba despierta. Al regresar, pasé frente a su habitación. La puerta estaba entreabierta, apenas un par de centímetros, y no pude evitar mirar. Él dormía boca arriba, con el torso desnudo y el cuerpo enredado en las sábanas como si hubiese estado peleando con algo en sueños. Una pierna colgaba del borde de la cama y una de sus manos descansaba sobre la entrepierna, como si todavía me sintiera en el cuerpo incluso dormido. Me quedé ahí parada, observando. No sé cuánto tiempo. Lo justo para memorizar la escena, para sentir que el deseo me trepaba de nuevo, que me dominaba, aunque no hiciera nada. Y no hice nada. Volví a mi cuarto, cerré la puerta con cuidado y corrí el pestillo. Me metí en la cama de espaldas a la entrada, con las piernas apretadas y el corazón latiendo fuerte.
Esa noche no dormí bien. Cada vez que cerraba los ojos lo veía en esa cama, expuesto, vulnerable, tan distinto al chico seguro que caminaba por la casa como si todo le perteneciera. En esa imagen había algo sucio y algo triste. Algo que me asustaba porque me gustaba demasiado. No sabía si era deseo, culpa, poder o todo mezclado. Lo único que tenía claro era que la tensión entre nosotros se volvía más difícil de sostener. Estábamos a un par de movimientos de volver a caer. Y yo no sabía si quería evitarlo o provocarlo.
Un día de esos me alcanzó en la cocina. Todos dormían la siesta, y yo sólo quería tomar agua, pero él entró y cerró la puerta con el pie. No dijo ni madres. Sólo me miró como si ya no pudiera aguantarse más. Como si estuviera harto de que me le escapara. Me apoyé en la encimera, sintiendo cómo me ardían los muslos, pero no me moví. No quería. Me gustaba tenerlo así, desesperado.
Se acercó lento, y esa forma suya de verme, con los ojos brillosos y la mandíbula apretada, me puso caliente. Lo vi tragar saliva, con esa forma tan suya de contenerse como si dentro trajera un incendio.
—¿Por qué chingados me haces esto? —me dijo, sin rodeos.
—¿Esto qué? —le contesté, como si no supiera. Pero claro que sabía.
—Te paseas por la casa con esos shorts ridículos, sin brasier, con esas putas miradas que me lanzas... y luego te haces la que no entiende.
Me sonreí, bajé la vista un segundo, y le di un trago al agua. Estaba helada, pero por dentro yo hervía.
—Me gusta cómo me miras cuando me pongo esos shorts... —le dije, ya sin vergüenza—. Me gusta tenerte así... loco por meterme mano y sin poder hacerlo.
Él se acercó más, al punto que sentí su respiración en la cara. Me tenía acorralada entre su cuerpo y la encimera. Yo no me movía. No quería que se alejara.
—Estoy a nada de cogerte aquí mismo, ¿sabes? —me dijo. Su voz sonaba baja, grave, como si no se reconociera.
—No —le dije, casi en un susurro—. No aquí. No todavía. Aguanta. Espera a que estemos solos... bien solos... y ahí sí... hazme lo que quieras. Métemela hasta que se me olvide que eres mi primo.
Sus ojos se cerraron un instante. Dio un paso atrás, pero lo noté duro, inflamado, como si ya no pudiera más. Se giró sin decir otra palabra y salió.
Me quedé sola, con las piernas temblando y el vaso aún en la mano. Sabía que lo tenía comiendo de mi mano. Y eso me daba poder. Pero también me partía en dos. Porque yo también me estaba muriendo de ganas.
Hasta que volvió a ocurrir.
Por fin se había dado. La casa estaba sola. La tía se había ido temprano al centro y yo sabía que no volvería en horas. El primo me seguía como perro encendido desde que llegué. Me rozaba, me buscaba, me miraba como si yo fuera suya. Y la verdad... yo también lo deseaba. Desde el primer día, desde antes de llegar a esa casa, desde que lo vi en redes con esa sonrisa de mierda y ese cuerpo trabajado a medias que me volvía loca.
Estábamos en el sillón, con el ventilador girando lento en el techo. Él me tenía encima, entre las piernas, besándome con una desesperación que me hacía temblar. Su mano ya se había colado bajo mi ropa interior, y yo... yo ya no quería detenerlo. Lo deseaba, con la piel y con el alma. Sentía el calor arder en mis muslos, el corazón golpeándome el pecho. Lo agarré del cuello y le murmuré al oído que no se detuviera.
—Hoy sí, ¿verdad? —me dijo entre jadeos.
—Si no nos interrumpen... sí —le respondí, con voz ronca.
Estábamos a segundos. De verdad, a segundos. Cuando el timbre sonó.
Una vez. Dos.
—No abras, que se largue —le rogué, sin siquiera girar la cabeza.
Él dudó. Me miró. Tenía esa cara de hombre frustrado que no sabía si obedecer al deseo o al deber.
—Puede ser mi mamá... o alguien del trabajo —dijo. Y sin que pudiera detenerlo, se subió los pantalones.
Me quedé acostada, con la ropa desordenada y un temblor horrible entre las piernas. Escuché cómo abría la puerta. Una voz masculina, desconocida, le respondió al saludo.
—¡Qué onda, güey! Te caí de sorpresa.
—No mames... qué milagro.
Me incorporé rápido. Me subí el short, me bajé la blusa, me peiné con los dedos. Aún tenía el cuerpo encendido. Y entonces lo vi.
Era alto. Más alto que el primo. Moreno, con barba rala y una expresión entre seca y desinteresada. Tenía las manos grandes, marcadas de tierra, como si viniera de trabajar. Usaba camiseta negra y jeans sucios. Olía a calle, a calor, a mundo real.
—Ella es... mi prima —dijo el primo, algo nervioso.
El tipo apenas me miró. Me saludó con la cabeza y no dijo más.
Pero yo lo vi. Lo vi mirar mi cuello, mis labios, mi short arrugado. Lo vi notar la urgencia en nuestros cuerpos. No preguntó. No juzgó. Pero supo.
Supo todo.
Y en ese instante, sin saber por qué, me sentí desnuda otra vez.
