3- El cuarto del fondo
La voz de la tía nos cortó de golpe. No gritó ni entró apurada, pero bastó su tono despreocupado para que el deseo que nos tenía en llamas se replegara como un animal asustado. Me bajé de su cuerpo con la respiración entrecortada y el pareo hecho un desastre en mis caderas. Él se subió el short como pudo, sin acomodarse del todo, cubriendo la erección más por reflejo que por vergüenza. No nos miramos, ni cruzamos una palabra, pero ambos sabíamos lo que habíamos estado a punto de hacer. Lo que ya no tenía vuelta.
La tía entró al living con la misma cara de siempre, como si no sospechara nada. Se sirvió un vaso de agua, comentó que el calor estaba insoportable y nos sugirió que fuéramos a la alberca antes de que se cortara la luz. Asentimos los dos, callados, y cuando ella desapareció por el pasillo, sentí cómo él volvía a clavarme la mirada. Yo seguía con el corazón acelerado, la entrepierna húmeda y la piel hirviendo, como si el cuerpo siguiera pidiéndolo aunque la mente aún tratara de fingir normalidad.
Me fui a mi cuarto en silencio. Caminé lento, como si no quisiera que se notara el temblor en mis piernas. Cerré la puerta sin pestillo, me senté al borde de la cama, y me quedé un rato respirando hondo. El bikini estaba pegado, húmedo, tibio. No sabía si por el calor o por las ganas. Tal vez por ambas.
No habían pasado ni cinco minutos cuando escuché la voz de la tía gritar desde la entrada que saldría un rato a casa de la vecina. Su tono era liviano, como si no supiera lo que había interrumpido hacía un momento. Escuché el portón cerrarse y, sin pensarlo, me puse de pie. Caminé por el pasillo con los pasos más lentos que pude, sintiendo el pulso en la garganta, como si me estuviera jugando algo importante.
Al llegar al living, lo vi sentado en el mismo sillón, con el short aún abultado, la mirada encendida y una mano apoyada sobre la tela, como si no supiera qué hacer con tanto fuego contenido. No me dijo nada, y yo tampoco. Solo me acerqué, me arrodillé frente a él, y con una suavidad que no sabía que tenía, le bajé el short.
Estaba tan duro como antes, o más. Lo tomé con las dos manos, lo observé unos segundos —grueso, caliente, tenso— y luego lo lamí, lento, como si me lo hubiera prometido desde el primer día. Él se recostó hacia atrás, soltó un gemido apenas audible y me agarró del cabello con una fuerza contenida. Me lo metí hasta el fondo, girando la lengua, subiendo y bajando con hambre y con esa mezcla de ternura y perversión que solo se usa cuando sabés que lo que hacés está mal pero igual lo querés hacer.
Sentía cómo su cuerpo temblaba bajo mis manos. Le escupí la punta, lo volví a meter, lo giré con la boca mientras mis muslos ya no daban más de la humedad. Estaba a punto de venirme yo sola, sin que me tocara, de tan mojada que estaba, cuando un ruido en la cocina nos paralizó. Un traste mal puesto, un golpe leve. Me detuve al instante, con su verga brillando entre mis labios. Él se incorporó, me hizo señas para que me escondiera, y ambos aguantamos la respiración.
No pasó nada.
Solo el silencio. Espeso. Pegajoso. Ansioso.
—Ya se fue —susurró, como si necesitara decirlo en voz alta para convencerse.
Me levanté, me limpié la boca con la palma, y antes de que pudiera decir algo, él se acercó, me tomó de la muñeca y me dijo, con la voz ronca y los ojos fijos en los míos:
—Ahorita. A la alberca. No me aguanto más.
No pregunté. No dudé. No lo pensé. Salimos por la puerta del patio, cruzamos el cemento caliente y nos metimos al agua sin quitarnos nada. El sol ya estaba bajando, pero el calor seguía pegado a la piel como una advertencia. Me sumergí hasta los hombros, sentí el cloro en los ojos, el ardor del día acumulado en la piel. Él entró detrás. Me rodeó con los brazos bajo el agua y me atrajo hacia él.
Su boca se pegó a la mía sin aviso, y el beso fue puro fuego. Me besó con rabia, con ansiedad, con esa necesidad acumulada que ya no se podía ocultar. Me empujó contra la pared de la alberca, me levantó con una facilidad que me sorprendió y me sostuvo firme. Bajó la parte inferior de mi bikini y con la mano libre me abrió, me preparó, me buscó con precisión. Me hundió sobre su verga como si el agua no existiera, como si solo existiéramos él, yo, y ese momento inevitable.
Me aferré a sus hombros mientras él entraba y salía, lento pero firme, con embestidas que me arrancaban el aliento. Las piernas me temblaban, el agua salpicaba, y mi cuerpo entero se arqueaba contra el suyo. Me decía cosas al oído que no recuerdo del todo. Algo sobre lo rica que estaba. Sobre cuánto me había esperado. Sobre lo mucho que le gustaba tenerme así.
Me vine fuerte. Con los ojos cerrados, con las uñas clavadas en su espalda, con la boca abierta contra su cuello. Él no se detuvo. Siguió hasta que se vino también, con un gemido ahogado y la cabeza hundida en mi hombro. Nos quedamos así un rato, flotando, abrazados, con el cuerpo latiéndonos por dentro.
Salimos del agua sin decir nada. Yo con las piernas temblando, el bikini fuera de lugar, el corazón en otro lado. Él con la mirada fija en mí, como si no pudiera creer lo que acabábamos de hacer. Caminamos directo al cuarto del fondo, ese que usaban de bodega, y sin palabras, cerró la puerta tras de sí. Me besó con más desesperación que ternura, me empujó contra la cómoda, me bajó la parte de abajo del bikini que aún colgaba, y me la metió de pie, con los pantalones a medio muslo, sin que nos diera tiempo de pensar.
Me sujetó por la cintura, me embistió con fuerza, con ritmo, con fuego. Yo me arqueé, me abrí, lo recibí. Mis jadeos rebotaban en las paredes estrechas del cuarto, mientras sentía cómo su cuerpo entero me rompía por dentro. Nos vinimos casi juntos, sudando, goteando, sin culpa, sin pausa.
Y fue entonces, con la frente apoyada en mi espalda, con su verga todavía latiendo dentro de mí, que escuché su voz bajita, apenas un suspiro:
—Ahora sí, te cogí como se debe.
Y yo, aún temblando, solo pude reír. No por burla. Por alivio.
Porque en el fondo yo también lo había querido así.
