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5- El deseo no basta

La tía llegó al rato, cargando bolsas y parloteando como si acabara de ganar la lotería. Cuando lo vio en la sala, se le iluminó la cara.

—¡Ay, mi muchacho! Ni avisaste que venías. Si sé, te dejo comida lista desde temprano.

Lo abrazó con una confianza que jamás le había visto. Le tomó la cara, lo estrujó —como si tuviera doce — y lo arrastró al comedor con ese entusiasmo de señora que quiere presumir hijo adoptivo. Lo miraba con una ternura que nunca le regaló a su propio hijo.

—¿Y la chamba? —preguntó, sentándolo en la cabecera.

—Jodida, como siempre —dijo él, soltando una risita breve, casi burlona.

—Pero tú siempre sales adelante —respondió ella, dándole dos golpecitos en el hombro—. Esa cabeza tuya para los negocios le hace falta a ciertos otros de esta casa.

El primo masculló algo y bajó la vista. Lo vi apretar tanto el tenedor que los nudillos se le pusieron blancos.

Nos sentamos a almorzar. La tía no paraba de contar anécdotas. El amigo seguía en silencio, bebiendo cerveza y masticando lento, mientras el primo se removía con una incomodidad que le salía por los poros. Cada risa de su madre hacia el invitado era un pellizco más en su ego, y yo alcancé a notar cómo él le clavaba la mirada al amigo, esperando que por fin metiera la pata.

Yo no podía dejar de observar a ese hombre. Me fascinaba la calma brusca con que encajaba en la silla, la forma de rascarse la nuca con un solo dedo, y el hábito de girar una sortija vieja en el pulgar cuando pensaba. Pero eso no era lo que me encendía; lo que me encendía era que no me miraba ni por error. Sentía mi escote al borde de la rebelión y las piernas cruzadas con precisión quirúrgica, y aun así él seguía ausente.

El primo lo advirtió. Apretó los labios, se inclinó hacia mí y murmuró algo sobre la sal, solo para recuperar una atención que ya no tenía.

Entonces la tía soltó la bomba:

—Por cierto… me escribió tu tío. Ya casi llega; por fin se baja de ese barco del infierno. Viene con un proyecto nuevo, mijo, y trae ganas de moverlo todo. Prepárense, que la marea se va a alzar alto.

Lo dijo mirando al amigo, no a su hijo, y el primo se tragó todo el veneno de un solo sorbo. Yo, mientras tanto, disfruté la sensación contradictoria de poder y peligro mezclándose bajo la mesa.

Después de fregar los platos, el aire se espesó hasta volverse pegamento. Para “refrescar”, la tía propuso ir a la alberca. Con el primo mordiéndose el orgullo y el amigo aún imperturbable, yo subí por el bikini rojo: el de tirantes mínimos, medio cuerpo al aire y la imaginación del otro medio haciendo cola.

Cuando regresé, ellos ya chapoteaban. El primo en la orilla, fingiendo serenidad; el amigo flotando boca arriba, ojos cerrados, como si estuviera solo. Esa indiferencia me subió la temperatura más que el sol de las cuatro.

Entré al agua despacio, provocando suficiente oleaje para que notara mi silueta. El primo me lanzó su sonrisa de costumbre:

—No que odiabas nadar…

—Depende con quién —contesté, dejando que el agua me resbalara entre los pechos.

Me deslicé hasta el amigo y rocé su brazo. Un contacto apenas, lo justo para que entendiera la invitación.

—¿Siempre tan callado tú? —susurré cerca de su oído.

Abrió los ojos, me observó con una neutralidad que dolía y volvió a cerrarlos.

—Pensé que eras más simpático —dije, quedándome demasiado cerca.

—Y yo pensé que eras más decente —soltó sin mover una ceja.

Me reí, pero era una risa vacía.

—¿Decente? ¿En qué siglo vives?

—En uno donde las niñas fáciles no tienen gracia —concluyó; luego nadó hasta la otra orilla, girando su sortija entre los dedos.

El golpe fue seco, duro. Sentí las mejillas arder, no de sol sino de rabia. El primo me observaba con un brillo triunfal que apenas disimulaba. Dio unas brazadas torpes hacia mí, como queriendo rescatarme de algo que él mismo disfrutaba ver.

Yo floté en silencio. El bikini rojo se me hizo disfraz barato. Pero en vez de apagarme, la humillación me echó brasas internas. Ese hombre me había negado, y la negativa me prendió como fósforo mojado en gasolina.

Subí a mi cuarto empapada; el orgullo goteaba más que el traje de baño. Necesitaba una dosis de aprobación instantánea. Frente al espejo, cabello suelto, labios semiabiertos, caderas insinuadas: selfie. La subí sin filtro ni segundo pensamiento.

Cinco minutos después, vibró el celular: mamá.

"Borra esa foto. No seas tan puta.

Compórtate como una señorita, por una vez en tu vida. No olvides que hasta tu primo y tu tío son hombres. No provoques y luego vengas llorando"

Cada palabra fue un alfiler oxidado directo al estómago. Cerré el chat sin responder. Me tiré en la cama, bikini aún pegado, aire grueso en los pulmones. El mensaje retumbaba como campana de iglesia dentro del cráneo. Aun así, parte de mí seguía deseando esa mirada que había perdido en la alberca.

No sé cuánto rato estuve así. Quizá me dormí, quizá quedé en suspensión, mareada de calor y culpa. Afuera la casa enmudeció; ventilador, platos, voces, todo se fue apagando. Cuando la oscuridad llenó la habitación, entendí lo que quería.

Esperé hasta que el silencio pesó como manta mojada. Me puse una camiseta larga sobre el bikini húmedo, crucé el pasillo descalza, respirando apenas. Las puertas estaban cerradas, luces apagadas. Llegué a la del primo. Dudé. Mi madre me gritaba desde el celular que aún ardía en la mesa de noche, pero mi mano igual tocó la madera.

Toqué dos veces, suave.

—¿Estás despierto? —susurré al otro lado.

El picaporte giró y apareció su cara, medio dormida, confundida. Le puse un dedo en los labios antes de que soltara palabra, me escurrí dentro como ladrona y cerré la puerta con seguro a nuestras espaldas.

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