Librería
Español
Capítulos
Ajuste

2- El pareo que no tapaba nada

El día siguiente fue peor.

Peor en el buen sentido. Peor para mis piernas, para mi blusa empapada, para mi cabeza que no dejaba de pensar en él.

Me desperté más temprano que de costumbre. El calor ya me tenía el cuerpo pegajoso y el ventilador no ayudaba en nada. Abrí la ventana y sentí el sol quemándome la cara. Me duché rápido y al salir, me quedé un buen rato mirando el bikini celeste.

Ese bikini que me aprieta justo donde más me marca, el que me hace sentir perra. Ese. Me lo puse sin pensarlo demasiado. Arriba firme, escotado. Abajo un poco más metido de lo que mi tía consideraría decente. Encima me amarré un pareo suelto, solo para disimular. Nada serio. Nada real. Apenas un trapo. Me miré al espejo. Sí, eso quería provocar.

Bajé como si nada, con la toalla al hombro, las chanclas golpeando el suelo. Y ahí estaba él: en la silla del patio, con un short negro, los lentes puestos, tomando algo frío. No me miró directo. Pero sabía que me había visto.

—Ya te tardaste —dijo, sin sacarse los lentes—. Ya casi me acabo el sol.

—No te hace falta más. Ya estás más quemado que el arroz de la tía —le respondí, dejándome caer a su lado.

El pareo se me corrió un poco. No hice nada por ajustarlo.

Nos quedamos ahí un rato. Diciendo pavadas. Comentando cosas del clima, de la alberca, de los perros del vecino. Todo superficial. Pero en cada palabra, en cada pausa entre frase y frase, había otra conversación pasando por debajo.

Él se estiró para alcanzar su vaso. Cuando lo hizo, su antebrazo me rozó el pecho. Fue apenas, pero me hizo cerrar los muslos. Lo vi beber con la cabeza hacia atrás. Tenía el cuello tenso, la nuez marcada, una gota de sudor corriéndole por el pecho. Y por dentro, yo ya no era una prima. Era una mujer mojada sentada a su lado.

Después de comer, la tía se fue a dormir su siesta. Dijo que no la molestáramos por nada. Que si escuchábamos la licuadora, era porque se estaba preparando una máscara para la cara. Y que por favor no ensuciáramos la cocina.

La casa quedó en silencio. Ese silencio pegajoso que se siente más que se oye. Entramos al living como si fuera cualquier otra tarde. Pusimos una película. Algo gringo, sin gracia, con actores falsamente guapos y escenas de cama que no le calientan ni al más desesperado.

Me senté a su lado, dejando espacio.

Pero poco a poco, sin darnos cuenta, estábamos hombro con hombro. Él no hablaba. Pero su cuerpo sí. Su brazo tocaba el mío, tibio, firme. La tela del sofá entre nosotros ya no existía. Lo sentía cerca, cada vez más cerca. Mi piel empezaba a vibrar, y no por el calor.

El respaldo estaba tibio por el sol. El ambiente, cargado de humedad, hacía que nuestros cuerpos se pegaran sin esfuerzo. Sentía mi espalda transpirando contra la blusa y la parte baja del bikini adherida a la piel como si se hubiera fundido conmigo.

Entonces su mano bajó. Lenta. Hasta tocarme el muslo.

Me apretó apenas. No con fuerza. Con decisión. Sus dedos eran tibios, firmes, como si ya supieran exactamente hasta dónde querían llegar. No se movieron de golpe. Solo se quedaron ahí, acariciando suave, con un pulso constante, como si ese fuera su lugar natural.

Yo no dije nada. Solo me acomodé. Me incliné apenas, dejando que sus dedos subieran un poco más. Podía olerlo. No perfume, no desodorante. Piel. Hombre. Sol.

La película seguía. Gemidos falsos en pantalla. Falsos allá, reales acá.

Sentí su respiración cambiar. Más corta. Más cerca. Me giré un poco, rozando su muslo con el mío. Podía sentirlo latir a través del short.

—No seas pendejo —le susurré, sin moverme.

—Tú empezaste —contestó igual de bajito—. Con ese bikini. Con esa carita.

Me giré a mirarlo.

Nos vimos. Y ahí supe que si se acercaba un centímetro más yo no iba a detenerlo.

Entonces me besó.

No fue un beso suave. Fue uno de esos besos con historia contenida, con hambre, con rabia. Me mordió el labio. Yo le lamí la boca. Nos abrimos. Nos tragamos. Sus manos me tomaron por la cintura, con urgencia, con fuerza. Me acomodó sobre él. Sentí su bulto debajo mío, duro, latiendo como si estuviera pidiendo permiso.

Me moví lento, frotándome apenas. Sentía mi humedad filtrarse por el bikini. El pareo ya estaba por los suelos. Mi respiración se entrecortaba contra su cuello. Él me susurraba algo que no entendía bien. Creo que dijo mi nombre.

Me apoyé mejor. Su cuerpo era duro, cálido, y debajo del mío sentía cómo todo él se tensaba para no acabar antes de tiempo. Mis manos se aferraron a sus hombros, él me tomó de las caderas y empezó a guiarme con un ritmo suave, peligroso, que rozaba la locura.

Mi cabeza era un torbellino. Eso que sentía en el estómago ya no era calor ni nervio. Era hambre. Un hambre caliente, egoísta, primitiva.

Él jadeaba bajito. Sus dedos se clavaban en mi cintura como si necesitara sostenerme o frenarse. Cada vez que yo me movía, su cuerpo respondía con una tensión nueva: un músculo que se marcaba más, un suspiro que escapaba, una erección que no paraba de crecer.

Yo lo sentía todo. Cada pulso. Cada dureza. Cada milímetro de carne viva bajo mi pelvis. Y no estaba arrepentida. Ni un poco. Ya no podía decirme que era el calor, ni el encierro, ni la nostalgia. No. Era él. Era yo. Y era ahí.

Y justo ahí la voz.

—¿Siguen despiertos?

La voz de la tía se coló por el pasillo como una cubetada de agua fría.

Quedamos inmóviles. Yo encima de él. Él con la mano entre mis piernas. El corazón desbocado. Las manos temblando. Las ganas intactas.

No dijimos ni una palabra. Pero ambos sabíamos que esto no había terminado. Ni de cerca. Ni por asomo. Apenas estaba comenzando.

Descarga la aplicación ahora para recibir recompensas
Escanea el código QR para descargar la aplicación Hinovel.