1- La primera mirada
Nunca fui fan de pasar las vacaciones en casa de mi tía.
El calor era una mentada de madre, las camas rechinaban con solo respirar y el ventilador parecía más bien una reliquia que movía polvo en lugar de aire. El olor a humedad, a bloqueador barato y a pescado frito no ayudaba. Pero ese año algo me dijo que esta vez no iba a ser como antes.
Quizás fue el aire salado o el sudor pegado en la piel, o tal vez fue que, apenas llegué, lo vi a él.
Mi primo.
Hacía años que no lo veía. En mi cabeza seguía siendo ese escuincle flaco, lleno de granitos, con voz de ardilla y camisetas de Dragon Ball. Tenía un lunar en la mejilla y se la pasaba corriendo detrás de mí con una pistola de agua, diciéndome que era Gokú y que yo tenía que morir. Para mí era solo eso: un primo fastidioso, de esos que una tolera porque es familia. Nada más.
Pero cuando abrió la reja y me saludó como si nada, supe que ese cabrón había crecido. Y bien.
Tenía el cabello más claro, como de tanto sol. Estaba bronceado, más alto, ancho de espalda. Tenía esa presencia silenciosa que no es de tímido, sino de alguien que sabe que se ve bien sin necesidad de decirlo. Me ayudó con las maletas sin hablar mucho, pero sus ojos me escanearon de pies a cabeza, como quien reconoce algo que ya no es suyo, pero igual lo desea.
—Te ves distinta, prima —dijo al fin, sin despegar la vista de mis piernas—. Más no sé, crecida.
—Tú también. Como que ya no pareces virgen —le solté, con ese tonito de broma que uso cuando quiero tantear el terreno.
Él sonrió tranquilo. Como si supiera perfectamente de qué hablábamos sin decirlo y yo por dentro sentí el primer cosquilleo.
Caminamos hacia la casa en silencio. Él con mis maletas en la mano y yo sintiendo cómo la blusa se me pegaba a la espalda por el sudor. Pude notar cómo me dejaba pasar primero por la entrada angosta del pasillo y cómo su mirada se me quedaba colgada en la parte baja del short. No dijo nada. Pero no necesitaba.
La tía salió a recibirnos con ese delantal que siempre usa, oliendo a cebolla y bloqueador solar. Nos abrazó como si fuéramos una familia feliz y funcional, repitiendo lo típico: que estaba más flaca, que me veía cansada, que el calor este año estaba insoportable.
—Míralos no más —dijo en algún momento—. Si hasta parecen actores de novela ¿Quién los viera tan calladitos?
Servimos la mesa. Pescado empanizado, arroz medio reseco y una agüita de horchata que sabía más a canela que otra cosa. Comimos viendo la tele. Él se sentó justo frente a mí. Y por debajo de la mesa sus rodillas rozaban las mías.
No fue un accidente.
Fue suave. Como quien no quiere pero sí quiere. Como una caricia disfrazada de descuido. Y yo no me aparté ni un centímetro.
Su pantorrilla tocaba la mía a ratos. Su rodilla se abría más de la cuenta. Y cuando hablaba con la tía, tenía la cara tranquila, pero los ojos me los dejaba encima. Con descaro.
De vez en cuando su mirada subía por mis muslos. Disimulada, sí, pero real. Yo fingía que no me daba cuenta pero el calor me subía desde el pecho hasta la entrepierna. No era el clima. Era él.
Después del almuerzo la tía se encerró en su pieza a ver la novela. Yo aproveché de darme una ducha. El agua salía tibia, con poca presión, pero suficiente para quitarme el sudor del viaje. Me enjaboné lento, dejando que el agua corriera por mi cuerpo mientras pensaba en él. En cómo había cambiado. En cómo me había mirado. En cómo lo había mirado yo.
Salí envuelta en una toalla vieja, de esas que ya no secan bien y me puse una blusita holgada y un short desgastado. Sin sostén. Sin calzón. No por provocativa. Por calor. O al menos eso me dije.
Pasé por el pasillo y justo lo vi salir del baño. Estaba sin playera, con una toalla enrollada en la cintura, el cabello goteando. Tenía el cuerpo marcado, no de gimnasio, sino de cargar cosas, de meterse al mar sin miedo. Tenía la piel quemada por el sol, el pecho brillante, los hombros firmes. La toalla bajaba más de la cuenta. Y por un segundo, sentí un impulso de mirar ahí. Justo ahí.
Nos cruzamos la mirada apenas un segundo. Pero ese segundo me revolvió algo adentro.
—¿Qué? ¿Te espantaste? —le dije, bajando la mirada solo para provocarlo.
—Nada. Nomás pensé que ibas a traer más ropa —contestó con ese tono que ya no se usa con primos.
Yo sonreí. Él también.
Después de eso me metí en el cuarto que me tocó. La cama seguía igual que siempre: dura, con la almohada vieja y el ventilador que giraba lento, como si no tuviera ganas de vivir. Me acosté encima de las sábanas, con la blusa pegada al cuerpo, y me puse a mirar el techo.
Lo escuché caminar por el pasillo. Su puerta abrirse. Después un cajón. El crujido de la cama. Se quedó quieto. Luego, música bajita desde su celular. Un reguetón suave, de esos que no bailás, pero se te meten en la sangre igual.
Y en mi cabeza, sin quererlo, lo imaginé tocándose.
Sacudí la idea enseguida, pero ya era tarde. La imagen se quedó, clavada entre las piernas.
Esa noche dormimos en cuartos separados, pero compartíamos baño.
Y eso fue suficiente para ponerme nerviosa.
Cuando me fui a lavar los dientes, dejé la puerta apenas entornada. No sé si por accidente o porque algo en mí quería ser vista. Lo escuché entrar. Se quedó un momento en silencio. Yo fingí que no me daba cuenta. Luego lo escuché alejarse sin decir nada.
No supe si me vio en calzones. No supe si lo hice a propósito. Pero lo que sí supe
es que si esta vez también nos íbamos a hacer los primos, iba a ser con las piernas abiertas.
