4) Sueño interrumpido
El sonido insistente del teléfono me atravesó el cráneo como un disparo a quemarropa.
No era un timbre discreto, era un aullido metálico que se repetía sin compasión, un llamado que no daba respiro. Abrí los ojos con fastidio, notando de inmediato cómo el peso del alcohol y las horas de sueño robadas me reclamaban pasar por encima de cualquier deber.
Me había acostado hacía apenas tres horas, después de una noche que, aunque común para mí, hubiese destrozado a cualquier otro: whisky caro, risas irónicas, mujeres que se disputaban mi atención como hienas hambrientas alrededor de un hueso. Y Braian, por supuesto, mi único aliado real en este mundo de mediocridad.
Alcé el teléfono sin mirar siquiera la pantalla, con la voz cargada de irritación.
—¿Qué demonios pasa? —gruñí.
La voz temblorosa de Martha, mi secretaria, me respondió con un hilo apenas audible:
—S-señor Derá… d-disculpe por llamarlo tan temprano…
Me incorporé de golpe en la cama, la sábana cayendo hasta la cintura. Giré la muñeca y miré el reloj sobre la mesa de noche: 5:30 de la mañana. Apenas tres horas de sueño.
—¿Tan temprano? —bufé—. ¿Y para qué, Martha? Debe ser algo realmente importante para que arruines lo que me quedaba de descanso.
—Es que… ocurrió un asesinato, señor —contestó ella, casi tragándose las palabras.
Rodé los ojos con una mezcla de incredulidad y molestia.
—¿Un asesinato? —me dejé caer hacia atrás contra el colchón—. Me llamaste y jodiste mi sueño por un vulgar asesinato, Martha. ¿Sabes cuántos hay en esta maldita ciudad a diario? No necesito que me informes cada vez que alguien decide dejar de respirar.
Hubo un silencio al otro lado de la línea. Pude imaginarla apretando el auricular con manos sudorosas, el rostro encendido de vergüenza, los ojos buscando un rincón del despacho vacío para esconderse.
—S-señor… disculpe… es que… las características…
Me senté en la cama, con un movimiento brusco.
—Que hables de una vez —ordené, la voz afilada como una cuchilla—. No tengo paciencia para tus titubeos.
La escuché respirar, temblorosa, como si necesitara armarse de valor.
—El cuerpo… fue hallado desmembrado… las extremidades separadas… y la piel… estaba cubierta de símbolos…
Por primera vez, mi ceño se frunció con cierto interés.
—Un maldito psicópata —dije, restándole importancia—. Tomen las fotos, hagan los informes preliminares y déjenlo en la carpeta de casos. Lo revisaré cuando despierte.
Estaba a punto de colgar cuando su voz se elevó desesperada:
—¡Espere, señor! ¡Hay más!
Me quedé con el auricular detenido en el aire.
—Más te vale que valga la pena.
—Junto al cuerpo… dejaron un mensaje para usted.
Guardé silencio unos segundos, procesando la frase. Un mensaje. Para mí.
—¿Un mensaje? ¿Qué demonios estás diciendo?
—S-señor… tiene que verlo con sus propios ojos.
Respiré hondo, sintiendo cómo la adrenalina empezaba a desplazar la resaca.
—Envíame las coordenadas a mi móvil. Ya.
Corté sin esperar respuesta.
Me puse de pie. La habitación, amplia y lujosa, estaba apenas iluminada por la tenue luz de la madrugada filtrándose entre las cortinas gruesas. El contraste entre la calma elegante del lugar y la violencia de las noticias recibidas me arrancó una sonrisa torcida.
Caminé al baño y abrí la ducha. El agua fría cayó sobre mi piel, arrancándome de golpe los restos de sueño. Me miré al espejo empañado después de enjabonarme: alto, atlético, impecable. Hasta recién salido de la cama, irradiaba superioridad. No había un hombre en esta ciudad que pudiera igualar mi presencia.
Me vestí rápido: camisa blanca perfectamente planchada, pantalón oscuro, abrigo de corte elegante. Ajusté la corbata con precisión milimétrica. Nadie hubiese adivinado que hacía unas horas estaba ebrio en un bar. Yo siempre aparecía como debía: inmaculado.
Tomé las llaves de mi auto, un sedán negro que rugía como una bestia al encenderse, y salí rumbo a las coordenadas enviadas por Martha.
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La escena estaba acordonada cuando llegué. Luces rojas y azules destellaban sobre los edificios cercanos, pintando de tragedia la madrugada aún gris. Varios oficiales de calle se agolpaban, nerviosos, como buitres alrededor de un banquete que no comprendían.
Apenas bajé del auto, los noté tensarse, enderezarse, como si la sola visión de mi figura los obligara a recordar que existía algo superior a ellos.
—Inspector Derá —saludó uno de los uniformados, un hombre alto con bigote mal recortado—. Un honor tenerlo aquí…
—Ahorra el discurso y muéstrame lo que hay —lo interrumpí sin mirarlo.
Otro oficial, más joven, se adelantó con ansias de impresionar.
—Señor, fue un hallazgo complejo, yo estaba en primera línea cuando…
Lo fulminé con la mirada.
—No vine a escuchar cuentos de patrulleros queriendo figurar. ¿Dónde está el cuerpo?
El hombre se encogió sobre sí mismo y señaló hacia una zona delimitada por cintas amarillas. Avancé con pasos largos, las manos enguantadas que me tendió un perito.
El hedor metálico de la sangre seca impregnaba el aire. Cuando apartaron la lona que cubría parcialmente la escena, me encontré con una visión que incluso a mí logró arrancarme un instante de silencio.
El cuerpo estaba desmembrado: brazos y piernas dispuestos alrededor del torso como si se tratara de un macabro rompecabezas. La cabeza no estaba. En su lugar, un espacio vacío, grotesco.
Pero lo más perturbador eran las marcas. Símbolos góticos, tallados con precisión enfermiza en la piel. Líneas, cruces, círculos incomprensibles, como si el cadáver hubiese sido usado como lienzo por un artista demente.
Y allí, en el centro del pecho abierto, tallado con una profundidad que atravesaba carne y orgullo, se leía:
“Christian Derá… serás tú o yo el dueño de esta ciudad.”
Me quedé inmóvil unos segundos, observando cada letra. La arrogancia en ese mensaje era tan desafiante como la mía. Un adversario que no se escondía, que no temía nombrarme directamente.
Sonreí apenas, una curva helada en mis labios.
—Interesante… —murmuré.
Un murmullo de pasos detrás de mí llamó mi atención. Una voz femenina, clara y firme, me alcanzó antes de girar.
—Parece que el caso es lo suficientemente personal como para convocarnos a toda prisa.
Me di vuelta, con el ceño arqueado. Frente a mí estaba una mujer que no conocía. Rubia, ojos color miel, traje formal de oficina con insignias que no pertenecían a mi inspectoría. Su expresión no era de admiración, ni de temor, ni de deseo. Era… aburrimiento.
—¿Y tú quién demonios eres? —pregunté, con esa mezcla de desdén y curiosidad que siempre usaba con los desconocidos.
Ella sostuvo mi mirada, sin pestañear.
—Agente especial Sofía Altamirano, FBI.
El nombre flotó en el aire con el peso de una piedra arrojada en un lago.
—¿El FBI? —arqueé una ceja—. ¿Y qué demonios pintas en mi ciudad?
Ella señaló con un leve gesto hacia el cuerpo mutilado y las palabras grabadas.
—Supongo que la misma razón que a usted: el mensaje.
Sus ojos miel brillaban con determinación, pero no con fascinación. No había el más mínimo rastro de la reacción que todos tenían ante mí. Ni miedo, ni atracción, ni reverencia. Solo un fastidio disimulado, como si preferiría estar en cualquier otro lugar que compartiendo escena conmigo.
Me quedé observándola, intrigado por primera vez en años.
—Así que… —sonreí con ironía—. El juego comienza.