3) Un lugar más movido
Decidimos ir a un lugar con más movimiento.
El rugido de la música se filtraba por las paredes incluso antes de que abriéramos la puerta. Al empujarla, el golpe de luces de neón, el aroma a perfume caro mezclado con sudor y el retumbar de la pista me recibió como un viejo conocido. Un mar de cuerpos en movimiento, risas altas, copas alzadas. Yo no necesito bailar para ser el centro de atención: basta con entrar.
Y así ocurrió.
Las miradas femeninas se alzaron como si alguien hubiera encendido un reflector sobre mí. Algunas fingieron disimulo, otras me devoraron con descaro. No es arrogancia decirlo: es estadística. Cada vez que piso un lugar como este, el aire cambia. Soy el hombre que ellas quieren, y lo saben.
Braian caminaba detrás, incómodo entre tanto ruido y luces. Nunca fue hombre de bares, mucho menos de discotecas. Pero viene porque yo le digo, porque en el fondo disfruta verme desplegar lo que él llama mi “teatro”.
—Ya empezaron a girar cabezas —murmuró, ajustándose la chaqueta—. Esto es un circo.
—Un circo necesita un domador —repuse con una sonrisa—. Y aquí estoy yo.
Nos abrimos paso hasta la barra. Pedí dos whiskys dobles sin siquiera mirar al barman. Braian ya sabía que yo nunca pido otra cosa. Nos sirvieron rápido, quizá demasiado rápido para el resto, pero así funciona cuando te conocen.
Una morena se acercó de inmediato, sus ojos delineados, el vestido ajustado que parecía pintado sobre su piel.
—¿Eres tú…? —empezó a preguntar.
Levanté la mano y la corté antes de que soltara mi nombre.
—Sí, lo soy. Ahora vuelve con tus amigas.
La mujer parpadeó, sorprendida. No esperaba ser rechazada tan pronto. Se alejó con un mohín ofendido. Yo reí y brindé con Braian.
—¿Ves? La gente se ofende cuando no la necesito. Es fascinante.
—No es fascinante, es patético —contestó él, bebiendo de un trago—. Pero ya estoy acostumbrado.
La música cambió a un ritmo más grave, la pista se agitó. Dos rubias se acercaron, riendo, rozándome con descaro. Una me pasó la mano por el brazo.
—¿Quieres bailar?
—¿Bailar? —Reí con desprecio—. Yo no me muevo al ritmo de otros, cariño. El ritmo se mueve a mí.
Las dos se miraron, confundidas, y retrocedieron entre risas nerviosas. Braian negó con la cabeza.
—Algún día una te va a dejar callado.
—Ese día no existe —contesté con total seguridad.
Bebimos más. El alcohol me calentaba la sangre, me soltaba la lengua. Me giré hacia Braian, que ya tenía la mirada más pesada de lo habitual.
—¿Sabes de qué me acuerdo? —dije, apoyando el vaso en la barra—. De aquel caso del capitán Ríos.
Braian alzó la ceja.
—¿Vas a hablar de eso aquí, en medio del ruido?
—¿Por qué no? La música solo tapa las mediocridades de los demás, no las mías.
Me incliné hacia él.
—Aún recuerdo la llamada. Un cuerpo en el estacionamiento del cuartel central. Un tiro en la cabeza. Todos corrían como gallinas sin cabeza. Yo llegué y supe en un segundo que no era un suicidio, como querían venderlo.
Braian apoyó el codo en la barra, resignado.
—Claro, el inspector Derá siempre lo sabe todo en un segundo.
—No es culpa mía que el instinto lo tenga afinado —repliqué con sorna—. ¿O me vas a negar que tenías dudas desde el principio?
Él guardó silencio. Yo sonreí.
—La escena estaba limpia, demasiado limpia. Y Ríos, ese capitán podrido hasta el hueso, se paseaba nervioso. Me miraba como si yo pudiera ver a través de su uniforme. Y claro que podía.
Braian bebió otro sorbo antes de hablar.
—Recuerdo que Asuntos Internos ya lo estaba investigando por contrabando de armas. Lo teníamos en la mira.
—Y yo lo tenía en la palma de la mano —añadí, teatral—. Porque fue cuestión de presionarlo un poco en la sala de interrogatorios y se quebró.
—Presionarlo —repitió Braian, arqueando la ceja—. Lo que hiciste fue encerrarlo tres horas bajo esa lámpara hasta que casi se desmaya.
—Métodos, Braian. La verdad nunca aparece con un “por favor”.
—¿Y lo de la pistola? —preguntó él, con un tono que sonaba más a reproche que a curiosidad.
—Ah, sí. El arma con la que mataron al pobre sargento Díaz. La encontré en el casillero de Ríos cuando todos juraban que estaba vacío.
Braian soltó una risa seca.
—Lo encontraste porque yo conseguí la orden de registro y porque alguien de mi oficina se arriesgó a filtrar el número del casillero. Tú solo tuviste la suerte de meter la mano primero.
—La suerte sonríe a los que saben usarla —contesté, alzando el vaso—. ¿Acaso no recuerdas la cara de todos cuando puse la pistola sobre la mesa? Silencio absoluto. Nadie respiraba. Fue glorioso.
Braian lo miró con fastidio.
—Fue un escándalo, Chris. Tuvimos a medio cuerpo de policía temblando porque un capitán estaba implicado.
—Y al final, ¿qué pasó? —me incorporé, alzando la voz por encima de la música—. Lo sacamos a la luz. Lo destrozamos. Y el departamento quedó limpio gracias a mí.
—Gracias a “nosotros” —corrigió Braian.
—A mí —insistí, con una sonrisa que sabía que lo irritaba—. Tú eres mi sombra, Dalton. Un buen hombre, pero sin mí aún estarías archivando papeles.
Braian lo dejó pasar. Ya estaba acostumbrado.
Dos chicas más se acercaron, riendo, queriendo arrastrarme a la pista. Les dediqué una mirada de hielo.
—Estoy ocupado —dije, señalando a Braian—. Mi amigo necesita mi atención más que ustedes.
Se alejaron murmurando, ofendidas. Yo volví a beber.
—¿Ves lo que te digo? —me reí—. Me sobra la atención femenina. Y tú, en cambio, te pasas la vida suspirando por la fiscal Laura.
—No empecemos otra vez.
—Solo te lo recuerdo. Mientras tú lloras por un imposible, yo tengo un ejército esperando turno.
—Un ejército al que tratas como basura.
—Porque lo son. —Me incliné hacia él, los ojos brillando bajo la luz azul de la pista—. Solo hay dos tipos de personas en este mundo, Braian: los que mandamos y los que suplican. Yo mando. Tú, a veces, suplicas.
El silencio entre nosotros se llenó con el golpe de la música electrónica. Braian bajó la mirada, girando el vaso entre sus manos. Yo, en cambio, me levanté de la barra, abrí los brazos como si la pista me perteneciera y grité:
—¡Salud, maldita sea!
Varias personas aplaudieron sin saber por qué. Yo me reí, satisfecho. Era demasiado fácil.
Cuando volví a sentarme, Braian negó con la cabeza.
—Eres insoportable.
—Y aun así, aquí estás —contesté, apoyando la mano en su hombro—. Porque sabes que, de todos, yo soy el único que siempre gana.
Bebimos en silencio un buen rato. Afuera, la noche ardía de neón. Adentro, yo era el sol alrededor del cual todo giraba.
Y Braian… mi única sombra leal.