5) Trabajo conjunto
El humo del whisky se pegaba todavía en mi garganta mientras pasaba una a una las fotografías sobre el escritorio. Mi sillón de cuero, ancho, cómodo y caro, parecía sostener a un rey que no toleraba distracciones. Yo nunca había sido un inspector común; yo era Christian Derá, el inspector en jefe, el hombre que imponía respeto solo con una mirada. Y sin embargo, aquella madrugada, algo me incomodaba.
Deslicé una foto hacia la luz de la lámpara de escritorio. El ángulo mostraba el torso mutilado de la víctima, las extremidades separadas como piezas de un rompecabezas maldito. No me sorprendía la brutalidad; lo que me crispaba los nervios eran las letras grabadas en la piel.
Tomé el informe de los peritos y lo leí en voz baja, mascullando cada palabra.
—"El cuerpo corresponde a un hombre de mediana edad, aún sin identificar. Se observa cicatriz antigua en el abdomen bajo, posiblemente de una intervención quirúrgica."
Bebí un trago de whisky, dejando que el ardor se deslizara hasta el estómago.
—"Las inscripciones en la piel fueron realizadas mientras la víctima aún estaba con vida."
Golpeé el informe contra el escritorio.
—¡Maldita sea! —exclamé, con el ceño fruncido—. ¿Qué demonios estamos enfrentando?
El silencio reinaba en la oficina, interrumpido de pronto por un tímido golpe en la puerta.
—Adelante —solté, sin demasiado ánimo.
La puerta se abrió lentamente y apareció Martha, mi secretaria, con su inseparable cuaderno contra el pecho. Bajó la mirada al verme tan alterado.
—Señor… disculpe…
—¿Qué carajos pasa ahora, Martha? —me puse de pie, cruzando la oficina hacia la vitrina donde descansaban las botellas de whisky. Serví otro vaso, lleno hasta el borde, y lo sostuve en mi mano como si fuera parte de mi uniforme.
—Es que… está… la señorita Sofía Altamirano… afuera. Quiere verlo.
Fruncí el ceño, apretando la mandíbula.
—¿Qué demonios quiere esa mujer?
Pero no hubo tiempo para que Martha respondiera. La puerta se abrió sin pedir permiso, con una seguridad impropia de cualquiera que entrara en MI oficina.
Allí estaba Sofía Altamirano, de pie, impecable en su traje formal, la mirada directa, sin titubeos.
—Qué descortés de su parte hacerme esperar y, peor aún, dudar de dejarme pasar. —Su voz era firme, clara, cargada de ironía—. Olvida que soy agente del FBI.
La observé unos segundos, sorprendido por su audacia. Nadie me hablaba en ese tono. Nadie.
Sonreí con desdén y bebí un trago largo de whisky.
—Oh, por favor… el glorioso FBI. —Escupí las siglas como si fueran una broma barata—. ¿Acaso creen que su nombre me intimida?
Esperaba ver en ella un destello de enojo, una reacción que confirmara mi poder. Pero Sofía… sonrió. Una sonrisa distinta. No complaciente, no nerviosa. Una sonrisa franca, casi divertida.
—Vaya —dijo—, usted sí que debió dedicarse a la comedia si no fuera inspector. Aunque debo reconocer que en este puesto le va bastante bien, así que eligió bien su camino.
Me quedé en silencio un segundo, calibrando sus palabras. Nadie se atrevía a responderme con ironía. Nadie.
Giré la cabeza hacia Martha, que seguía inmóvil en la puerta.
—Déjanos solos. Vete ya.
Martha salió casi corriendo, cerrando la puerta tras de sí.
Sofía arqueó una ceja.
—Su secretaria parecía asustada.
—Hay que mostrarles quién está al mando —repliqué con arrogancia, dando un sorbo más.
Ella me sostuvo la mirada sin pestañear.
—Qué método de opresión tan primitivo, señor Derá.
La frase cayó como un cuchillo. Abrí la boca para responder, pero me contuve un instante. Esa mujer tenía la osadía de cuestionarme… en mi propio territorio. Intrigante. Muy intrigante.
—¿A qué debo el honor de su visita, agente Altamirano? —pregunté, arrastrando el título con sarcasmo.
—Bueno, no debería ser una visita —dijo ella, avanzando hacia el escritorio sin esperar invitación—. Entiendo que con los acontecimientos recientes quizás no revisó su correo.
—No leo correos a las cinco de la mañana —repliqué, cruzando los brazos.
—Pues debería. Para su pesar, me han asignado a trabajar en conjunto con usted.
El whisky casi se me atraganta.
—Yo no trabajo con nadie.
—Vaya, entonces es un buen momento para empezar a cambiar las cosas.
La miré de arriba abajo, visiblemente molesto. Sus ojos miel tenían un brillo de seguridad que me resultaba insoportable. Ella no pedía permiso, no se achicaba, no mostraba la más mínima señal de intimidación.
—Usted es demasiado atrevida —murmuré.
—Prefiero llamarlo profesionalismo —contestó ella, sin dudar.
Me giré hacia la ventana, necesitando apartar la mirada. Esta mujer sería un estorbo, una piedra en el zapato en mi investigación. La ciudad era mía, mi coto de caza. Nadie compartía mi trono.
—¿Estas son las fotos? —preguntó Sofía, acercándose al escritorio.
Me giré de golpe.
—Son confidenciales.
Ella extendió la mano y tomó un par de imágenes sin permiso, como si mi advertencia no existiera.
—No para mí —respondió, sonriendo otra vez con esa maldita calma.
Por primera vez, mi mirada se desvió hacia su boca. Había algo en la curva de sus labios, en la forma en que pronunciaba cada palabra… algo perturbadoramente distinto. Desvié la vista de inmediato, reprendiéndome a mí mismo por ceder aunque fuera un segundo.
—¿Quién demonios la asignó aquí? —pregunté, la voz más dura que antes.
—El mismísimo comisionado.
El vaso tembló apenas en mi mano.
—Demonios…
Ella dejó las fotos sobre el escritorio y me sostuvo la mirada con serenidad.
—Así que, inspector Derá, parece que tendrá que acostumbrarse a tenerme cerca.
Me dejé caer en el sillón, exhalando con fuerza. Sabía que no podía negarme. No cuando la orden venía de lo más alto.
Pero mientras Sofía permanecía de pie, segura, sin titubeos, supe que esa mujer no era solo una intrusión laboral. Era un desafío. Uno que no podía permitir que me doblegara.