2) Entre copas y consejos
El reloj marcaba las nueve de la noche cuando crucé la puerta de Le Mirage, un bar de estilo francés en pleno centro. Techos altos, lámparas de araña, un piano sonando en vivo y un aire selecto que separaba a los hombres de verdad de los simples mortales. No voy a perder mi tiempo en lugares de cerveza barata; si salgo, es a sitios donde mi presencia impone, donde el resto gira el cuello apenas entro, como si un león hubiera irrumpido en la manada.
Braian ya estaba allí, sentado en una mesa junto a la ventana. Su camisa celeste arrugada y esa forma de mover nerviosamente el vaso de whisky lo delataban: estaba incómodo. Siempre lo está cuando salimos a lugares como este. No porque no pueda pagarlo, sino porque sabe que aquí todos miden jerarquías invisibles, y él nunca está en la cima.
—Llegas tarde —me dijo al verme acercar.
Sonreí con esa media sonrisa que a la mayoría de las mujeres les derrite las rodillas.
—Los hombres importantes nunca llegan tarde, Braian. Los demás llegan demasiado temprano.
Se rió, pero yo sé que en el fondo me cree. Siempre me creyó.
Nos dimos un apretón de manos, el suyo firme pero falto de esa seguridad natural que el mío irradia. Me senté frente a él, pedí un whisky doble sin necesidad de mirar la carta —aquí ya saben qué bebo— y me incliné hacia adelante.
—Bien, cuéntame —dije, sacudiendo el humo invisible de un cigarro que ni había encendido—. Tienes cara de funeral.
Braian bufó y giró el vaso entre las manos.
—Estoy metido en un problema, Chris.
—¿Cuándo no? —lo interrumpí con sorna—. Vamos, suéltalo.
Me miró con esa mezcla de fastidio y confianza que solo él puede tener conmigo.
—Estoy enamorado.
Solté una carcajada seca que hizo girar la cabeza de una pareja en la mesa de al lado.
—¿Enamorado? Qué palabra más patética, Dalton. Eso es para adolescentes con acné, no para hombres de nuestra edad.
—Lo digo en serio. Ella es… diferente.
—Todas son “diferentes” hasta que te aburren.
—No, Chris. Esta vez no.
Levanté una ceja, curioso más por la insistencia que por la confesión en sí.
—¿Quién es?
—Se llama Laura. Trabaja en la fiscalía. Inteligente, independiente, no se deja impresionar fácilmente.
—Ya entiendo. —Tomé un trago largo de mi whisky—. En otras palabras, no te corresponde.
Braian me fulminó con la mirada.
—No es eso. Solo… no está interesada.
—Lo cual es exactamente lo mismo, pero dicho de manera más amable.
Se pasó la mano por el cabello, exasperado. Yo disfrutaba viendo cómo se retorcía.
—No entiendo por qué no me ve. Hago todo lo que puedo. La invito a cenar, le ofrezco ayuda, estoy ahí cuando lo necesita…
—Ahí está tu error. —Le señalé con el dedo, como un profesor aburrido que corrige a un alumno tonto—. Nunca se ofrece demasiado. Las mujeres no valoran al que se arrastra. Valoran al que las ignora, al que las hace trabajar por su atención.
—Eso lo dices porque siempre tienes a todas detrás de ti.
—No las tengo detrás, Braian. Yo soy el imán. —Sonreí satisfecho de mi propia metáfora—. La diferencia entre tú y yo es simple: tú ruegas, yo elijo.
Se quedó en silencio, masticando mis palabras con gesto amargo. Yo aproveché para encender un cigarro, aunque en ese bar estaba prohibido. Nadie me dijo nada, por supuesto. Nadie se atrevería.
—Así que olvídala —continué—. O mejor, úsala. Hazle creer que la quieres, consigue lo que necesites y después déjala.
—¿Escuchas lo que dices? —Braian golpeó la mesa con la palma—. No todo en la vida es un juego, Chris.
—Claro que sí. —Di otra calada, exhalando el humo hacia el techo como si marcara territorio—. Solo que algunos sabemos jugarlo mejor.
Braian negó con la cabeza, sonriendo con incredulidad.
—A veces me pregunto por qué sigo siendo tu amigo.
—Porque todos los demás me temen —respondí sin titubear—. Y porque, en el fondo, sabes que tengo razón.
El silencio se instaló un instante, roto apenas por las notas suaves del piano. Fue entonces cuando ocurrió lo inevitable: una mujer joven, rubia, de vestido ajustado, se acercó a nuestra mesa con la copa en la mano. Sus tacones resonaron en el piso de mármol, atrayendo la atención de varias miradas masculinas.
—Disculpen que interrumpa… —dijo, con voz dulce, clavando sus ojos azules en mí—. ¿Usted es Christian Derá, verdad?
Braian sonrió como si aquello confirmara todo lo que yo le acababa de decir. Yo me recosté en la silla, la observé de arriba abajo y solté un suspiro de fastidio.
—Sí, lo soy. ¿Y?
Ella titubeó, sorprendida por mi tono. No estaba acostumbrada a que un hombre la recibiera con indiferencia.
—Solo quería saludarlo… soy admiradora de su trabajo.
—Fascinante —murmuré con un deje de burla—. Ahora, si no te importa, estamos en medio de una conversación importante.
La rubia parpadeó, insegura.
—Podría invitarle una copa…
—No necesito que nadie me invite nada —la corté en seco—. Y menos aún cuando no sé tu nombre.
El rubor le tiñó las mejillas. Murmuró un “disculpe” casi inaudible y se alejó, con la cola de su vestido balanceándose mientras huía hacia la barra.
Braian soltó una carcajada.
—Eres un desgraciado.
—No, soy realista. —Me incliné hacia él—. Una mujer que interrumpe a dos hombres hablando de cosas serias no merece más que un portazo.
—Cualquiera daría la vida por una oportunidad así y tú la echas como si nada.
—Precisamente porque para mí es nada. —Levanté el vaso y choqué el suyo—. Ahí está la diferencia entre tú y yo, Braian. Tú persigues lo que no puedes tener. Yo desprecio lo que me sobra.
Bebimos en silencio. Él seguía con el ceño fruncido, pensativo. Yo, en cambio, me sentía invencible. Afuera, la ciudad vibraba de luces y motores, pero allí dentro yo era el centro del universo.
Y si algo tengo claro es que ese lugar me pertenece por derecho propio.