1)El espejo de la ciudad
No hay mayor placer que mirarse al espejo por la mañana y confirmar, una vez más, lo que todos los demás ya saben: soy un hombre imponente. Y no, no me refiero únicamente a la altura —metro noventa y dos, para ser exactos, una cifra que hace que hasta los tipos que se creen seguros de sí mismos bajen la mirada cuando me ven entrar a una sala—. Tampoco me refiero solo a la mandíbula definida, al cabello oscuro siempre perfectamente peinado o a los ojos grises que parecen perforar la piel de quien se atreve a sostenerme la mirada. Hablo del conjunto. Del aura. Del magnetismo que despierta un hombre que nació para estar en la cima.
Me llamo Christian Derá, inspector en jefe de la policía metropolitana, y sí, lo digo con orgullo. Aunque, para ser sincero, la palabra "orgullo" se queda corta. He llegado donde estoy no porque la vida me haya sonreído con suerte, sino porque lo merezco. Algunos nacen para obedecer. Otros, como yo, nacen para mandar.
Mi despacho se encuentra en el corazón de la ciudad, un edificio gris y severo de diez pisos que se impone como un coloso sobre las avenidas atestadas. En la puerta, el escudo de la policía resplandece bajo el sol: un recordatorio constante de quién tiene el poder aquí. Subir hasta mi oficina en el último piso es un privilegio que muy pocos conocen; ese pasillo alfombrado, ese silencio casi reverencial cuando mis subordinados perciben el eco de mis pasos. Es gracioso cómo incluso los más rudos oficiales de la calle, los que se llenan la boca hablando de tiroteos y persecuciones, se transforman en niños obedientes cuando me ven acercarme.
Yo no necesito gritar para imponer respeto. Una ceja levantada, un gesto apenas perceptible, basta. Es lo que ocurre cuando tu sola presencia es suficiente para hacer temblar la voluntad de otros.
El peso de mi nombre es suficiente.
No siempre fue así, claro. Recuerdo la secundaria, esa época en la que los adolescentes creen que el mundo gira en torno a sus bromas estúpidas y sus conquistas mediocres. Yo ya destacaba entonces. Era el tipo que todos envidiaban: capitán del equipo de básquet, las mejores notas en materias que los demás apenas podían aprobar y, por supuesto, el favorito de las chicas.
Podría decir que me esforzaba, pero mentiría. Nunca necesité hacerlo. La inteligencia estaba de mi lado de forma natural. Mientras otros sudaban por memorizar fórmulas, yo las comprendía al instante. Mientras otros sudaban en los entrenamientos, yo encestaba sin siquiera mirar. El talento no se fabrica; se hereda, y yo nací con un excedente.
Las chicas se peleaban por llamar mi atención. Recuerdo un baile de fin de curso: tres de ellas se presentaron a mi puerta, cada una con un vestido más escandaloso que la anterior, rogando que fuera su acompañante. ¿Y qué hice yo? Fui solo. Aparecí con un traje impecable y dejé que fueran ellas las que se disputaran bailar conmigo. No hay mayor demostración de poder que esa: hacer que el mundo gire en torno a ti sin mover un dedo.
El único que nunca me trató como un dios fue Braian Dalton. Mi mejor amigo desde entonces. ¿Por qué él? Quizá porque tenía la osadía de mirarme a los ojos sin bajar la cabeza. Quizá porque su sarcasmo me resultaba refrescante en medio de tanto servilismo.
—Derá, algún día te vas a caer de esa nube de soberbia —me dijo una vez, en tercero, cuando nos castigaron por una pelea que, obviamente, yo había ganado.
Le respondí con una carcajada. Y sigo riéndome de aquella advertencia. Porque han pasado más de veinte años y sigo aquí arriba, mientras los demás siguen abajo.
Podría llenar libros enteros relatando mis conquistas, pero sería un ejercicio innecesario. Las mujeres me ven y se entregan. No hay misterio en ello. No soy un mujeriego porque no necesito serlo. No persigo, no suplico, no prometo. Son ellas las que se acercan, las que cruzan la línea de lo prohibido solo por probar un instante de lo que significa estar conmigo.
Una vez, en una gala policial, la esposa de un senador —una mujer de cuarenta años con un matrimonio impecable en apariencia— me siguió hasta el balcón donde fumaba. No hizo falta intercambiar muchas palabras; la manera en que me miraba lo decía todo. Quince minutos después, estábamos en la suite del hotel, y al día siguiente fingió no recordar nada. Ese es el poder que ejerzo: hasta las más recatadas sacrifican su orgullo por un instante conmigo.
Claro que también están las jóvenes. Reclutas recién salidas de la academia, secretarias de labios carnosos que creen que un café bien servido puede abrirles la puerta a mi cama. Algunas lo consiguen, por supuesto, aunque la mayoría no pasa de una sonrisa condescendiente.
La gente cree que soy un depredador. La realidad es más simple: soy la presa deseada, y ellas cazan con desesperación.
Soy inspector en jefe. Eso significa que no me ensucio las manos con asuntos triviales. Robos callejeros, peleas de bar, maridos celosos que denuncian a sus esposas… esas nimiedades están por debajo de mi atención. Para eso tengo decenas de agentes que se matan por demostrar su valía, soñando con que algún día yo repare en ellos.
Yo solo intervengo en los casos delicados, los que exigen cabeza fría, autoridad y un instinto que no se aprende en manuales. Asesinatos mediáticos, secuestros de alto perfil, operaciones encubiertas que comprometen la reputación de la ciudad. Ahí es donde entro yo, y ahí es donde brillo.
Recuerdo el caso del "Estrangulador del Anillo", un psicópata que dejaba a sus víctimas con un aro de alambre alrededor del cuello. Los medios se desgañitaban pidiendo respuestas, los agentes corrían como gallinas sin cabeza… y fui yo quien, en menos de tres semanas, descifró el patrón y atrapó al monstruo. ¿Cómo lo hice? Observando lo que nadie más veía. El detalle. La sutileza. Lo que escapa a los ojos mediocres.
Ese arresto me colocó en los titulares. Y no es que me agrade la prensa —los periodistas son buitres con micrófono—, pero reconozco que disfruto ver mi rostro en la portada. Al fin y al cabo, esta ciudad necesita héroes. Y yo soy el único candidato viable.
Este año la disputa es mayor. El cargo de comisionado superior está en juego, y yo no tengo la menor intención de perderlo. Fernando Colinas, inspector de la ciudad vecina, se presenta como mi rival. Un hombre correcto, disciplinado, con fama de justo. Bah. Correcto significa aburrido, disciplinado significa predecible, y justo significa débil.
Colinas juega a ser el "buen policía", ese que da discursos sobre ética y transparencia. Pero en este mundo, lo que importa es quién controla a quién. Yo no soy un idealista; soy un estratega. Y cuando llegue el momento, Colinas aprenderá que la justicia no llena titulares, pero el poder sí.
Hoy mismo tuve un ejemplo claro de lo que significa mi posición. Entré en la sala de reuniones donde diez agentes me esperaban con carpetas abiertas y rostros tensos. Todos hablaban en voz baja hasta que crucé la puerta. El silencio fue inmediato.
—Inspector Derá —balbuceó uno de ellos, un sargento con más canas que cerebro—, aquí tiene los reportes de la redada en el sur…
Le arrebaté el documento sin mirarlo.
—¿Y qué hago yo con esto? —pregunté, dejando que el desprecio impregnara mi voz—. ¿Acaso cree que mi tiempo es para leer sus errores?
El hombre palideció. Bajó la cabeza como un niño regañado. Los demás guardaron silencio, temerosos de convertirse en el siguiente blanco.
—Si quiero resultados, los pediré —añadí, tirando la carpeta sobre la mesa—. Hasta entonces, limítense a obedecer.
Así soy. No premio mediocridad. La disciplina no se negocia.
Mi oficina refleja quién soy. Muebles de madera oscura, alfombra persa, una biblioteca con tomos de criminología que casi nadie se atreve a abrir. En la pared, mi placa brilla enmarcada como un trofeo. Frente al ventanal, la ciudad se extiende como un tablero de ajedrez esperando mis movimientos.
A veces, al caer la tarde, me sirvo un whisky y contemplo las luces encendiéndose allá abajo. Es una sensación peculiar: saber que miles de personas caminan, corren, aman y mueren sin sospechar que todo, de algún modo, pasa por mis manos.
Soy el guardián y el verdugo. El héroe y el villano. El hombre al que todos temen y al que, en secreto, envidian.
Anoche, mientras salía del edificio, una joven periodista me interceptó en la puerta. Morena, labios rojos, voz temblorosa. Quería una entrevista sobre la "competencia por el cargo".
—¿Cree que Colinas tiene posibilidades reales de ganarle? —preguntó, sosteniendo el grabador con dedos que no dejaban de temblar.
La miré a los ojos. Sonreí con lentitud.
—Colinas puede soñar lo que quiera —respondí—. Pero la cima está reservada para mí.
La chica tragó saliva, intimidada. Intentó decir algo más, pero el rubor en sus mejillas la traicionó. Lo vi en su mirada: ya estaba perdida.
Esa es mi vida. Poder, deseo, temor. Y todo comienza y termina en mí.
