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LA NIÑA Y EL PINGÜINO: CAPITULO UNO

Conocí al Pingüino en un bar de intelectuales (por denominar de alguna manera al lugar ese donde solíamos reuníamos). Tocaba la guitarra y cantaba canciones de rock clásico para amenizar el ambiente, era bueno con la viola y los temas que interpretaba fueron éxitos en los sesenta y setenta, época dorada del rock and roll, grupos como los Rolling Stones, Beatles, Doors, Animals.., por citar algunos.

Después de tres o cuatro temas hacía una pausa en su presentación y venía por una cerveza o algo de botana. Tocaba por unos centavos que le daban el dueño del bar y las propinas que le caían de los comensales por tocar las rolas de su preferencia. Se vestía de una manera muy peculiar, totalmente de negro de los pies a la cabeza, incluido el gabán que le caía hasta los tobillos y el sombrero estilo Capone que le cubría la frente, para completarla fumaba cigarrillos con un pitillo dorado. Cuando lo vi caminando entendí porque lo llamaban con ese mote, tenía las piernas arqueadas y daba la sensación de ir balanceando el cuerpo de un lado a otro. Era delgado, de mediana estatura y al parecer de esos tipos que no aparentaba la edad que tenía.

En una de esas idas y venidas se acercó a mi mesa donde convivíamos con otros amigos y alguien le paso la botella de tequila para que se sirviera un trago. Tenía una sonrisa que más bien parecía una mueca tatuada en su cara. Entre otras cosas hablábamos de Arte y corrientes como el Primitivismo, estilo que nunca fue de mi agrado y me sorprendió cuando le oí hacer uno que otro comentario interesante, sobre todo cuando mencionó a Henri Rousseau y Constantin Brancusi, también le oí mencionar a Frida Khalo como intérpretes de esa corriente pictórica. Cargaba en los bolsillos de su gabán unas pequeñas piezas de marfil y jade e intentó vendérnoslas. No estaban altas de precio y alguien se interesó en comprárselas, al parecer aprovechaba esos momentos para ofrecer lo que tenía. De esa manera lo conocí y en alguna ocasión volvimos a vernos las caras e hicimos negocios intercambiando una que otra cosa.

De vez en cuando frecuentaba el taller donde yo pintaba y platicábamos, siempre tenía algo bajo la manga para ofrecer, vender o intercambiar; había hecho de ese estilo de negocio una forma de vida, se veía tranquilo y sin apuros como si las moscas no se fijaran en él para molestarlo. Recuerdo que vivía en una habitación destartalada, en el último piso de un edificio de manera muy austera, aunque lleno de chácharas con las que negociaba. Muchos objetos viejos y antiguos, algunos de relativo valor y otros, ninguno. Me di cuenta que a pesar de su persistente labia, no era un genio para los negocios. Pero si un hábil cuentero para promover lo que traía entre manos.

Alguien dijo alguna vez que detrás de un producto siempre había una historia y si no la había se le inventaba una. Este amigo sabía aplicar muy bien esa premisa. Me causaba gracia como intentaba embaucarme para que aceptara sus cosas dándoles un valor que no tenían. Cuando algo me interesaba lo tomaba al cambio por una pintura o un dibujo. A veces nos íbamos a un café y pasábamos un rato negociando cosas.

Y aunque todo el tiempo andaba como si no tuviera un perro que le ladre, solía hablar de sus múltiples amores con mujeres estrictamente bellas, de cuerpos formidables y la manera tan certera y audaz como las conquistaba y obvio esos encuentros terminaban entre las sabanas, sino no tenían ningún chiste. No sé si fantaseaba o alucinaba. pero igual era divertido oír sus historias. En una ocasión me contó que había estado casado, y claro su mujer era poco menos que una reina de belleza y que había tenido cinco hijos con ella.

¿Y qué pasó con ellos? Pregunté.

Todos están en los Estados Unidos, me contestó. Y hace mucho que no tengo noticia de ellos y tampoco se comunican conmigo ni siquiera me escriben. Viendo como hablaba de su familia sin un ápice de preocupación o nostalgia me di cuenta que no había sido precisamente un buen esposo o padre modelo, por eso se largaron lejos de su presencia dejándolo solo para hacerse la idea de que no existía o nunca debió de haber existido. Yo le calculaba unos sesenta y pico de años de edad, pero se conservaba bastante bien y trataba de dar la apariencia de ser más joven.

Se quejaba del mundo diciendo que podía haber llegado a ser una estrella del rock de haber tenido un tutor que lo apoyase, que solo y con una familia que mantener se le truncaron los sueños, pero eso no es por falta de apoyo sino de voluntad, como sea tenía un buen pretexto para justificar su precaria fortuna. Como era bueno con las cuerdas porque ya lo había oído tocar la guitarra en reiteradas ocasiones. Y mi hijo adolescente tenía un afán casi obsesivo por aprender a tocar ese instrumento, le propuse al Pingüino que le diera unas clases personalizadas a cambio de alguna de mis obras y accedió de buen grado. Cuando iba a casa a enseñarle a dominar las cuerdas le daba algo para los pasajes y a veces desayunaba con nosotros. Lo que le enseñó a mi hijo le sirvió para entrar a la escuela de Música y yo le agradecí por sus servicios con varios de mis trabajos. De alguna manera se hizo amigo de la familia y era un visitante frecuente.

Cierta vez que vino a visitarme, llegó acompañado de una mujer mucho más joven que él. La chica no aparentaba ser mayor de veinticinco años. Y aunque su rostro no se veía muy normal que digamos, tenía una sonrisa agradable. Hablaba un poco “raro” como arrastrando la erre. Y al hacerlo pude notar que tenía cierto retraso mental. A mi parecer no tenía más de doce años, aunque en un cuerpo bastante mayor. Era flacucha y algo desgarbada, no precisamente el tipo de mujer que solía dibujarme el Pingüino en sus historias, esculturales y de una belleza radiante. Estando a solas con él, le pregunté, ¿De dónde sacaste a esta vieja?

Y con esa mueca eterna en su cara me dijo que la había conocido en una parada de bus. Y usando su típica elocuencia la había convencido de que se viniera a vivir con él y ahí estaba, a su lado como una Adelita lista para la batalla. Pero “la niña”, como él la llamaba, no era una monjita de convento, según sus propias palabras era madre soltera y tenía tres niños de padres diferentes.

Al no tener las posibilidades emocionales, psíquicas ni económicas para mantenerlos, los dejo a cargo de su madre, la pobre mujer se vio en la obligación de cuidar y educar a sus nietos. Y claro ya le habían clausurado las posibilidades de tener más hijos. Y sin tanto preámbulo ni consentimiento se fue a vivir con el Pingüino al cuarto que rentaba. Habían improvisado una cama matrimonial sobre una alfombra y ese era su lugar de intimidad y descanso. Ella lo veía como su salvador después de tantas relaciones funestas que había experimentado. Sus ojitos le brillaban de amor cada vez que mencionaba su nombre.

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