Capítulo 1
—¿Así que, según usted, soy un patán sin modales?
Me mira tan fijamente que me corta la respiración. El sol baila en sus ojos color ámbar, los inunda de un oro enloquecido, borrando toda naturaleza humana y dejando sólo a una fiera salvaje.
Está demasiado cerca. Se ha sentado sin pedir permiso a mi mesa, apoyando la mejilla en el puño, y durante un rato me observa en silencio, como si supiera que el silencio pone más nervioso que cualquier palabra.
Él es así en todo. Ese tipo raro de hombre que miras y entiendes que no sólo se ve bien en una foto con filtro en Instagram.
Un corte moderno y asimétrico: un lado rapado y mechones gruesos y negros en la coronilla. La oreja perforada. Ni barba de leñador hipster, ni simple barba de tres días. Rasgos masculinos, la nariz un poco grande, pero que no le resta ni una pizca de atractivo. Ojos ámbar con un toque castaño donde se mezclan ironía, curiosidad y una sombra de decepción.
Los hombros anchos y el pecho musculoso están cubiertos por una simple camiseta negra. Las manos, cubiertas por completo de tatuajes coloridos, descansan sobre la mesa. Y yo intento no mirarlas, porque entiendo perfectamente que si se le ocurriera agarrarme del cuello y apretar un poco, dudo mucho que pudiera escapar.
Con esas manos se pueden romper cuellos. No conviene provocarlas.
Y nadie tiene la culpa de que el dueño del estudio de tatuajes, Max Young, entienda tan bien el ruso. Y que sea tan amable como para seguir hablando conmigo en lugar de... romperme la cara.
—Era una conversación privada —digo con el tono más imperturbable posible—. Lástima que mi interlocutor esté tan lejos de comprender lo que significa una charla confidencial.
En realidad, la chismosa y traidora de Vera ya había recibido lo que merecía: se metió con el rabo entre las piernas en su cuenta cerrada y polvorienta y se lamentaba ante sus amiguitas de lo perra que es Taika.
—¿Así que primero cotillea a espaldas de alguien y luego dice que era una conversación privada? —levanta una ceja.
Me siento incómoda. Y avergonzada. Casi como cuando descubro errores en mis publicaciones, no por ignorancia, sino por descuido.
—Sí —respondo brevemente.
La situación es realmente fea, pero no pienso disculparme. Ni dar explicaciones.
Porque sigo considerando a Max Young un patán arrogante que habla con desprecio de las mujeres en el arte, creyendo que los verdaderos creadores sólo pueden ser hombres.
—¿Sí? —repite.
Intento no mirar sus puños, no ver cómo se cierran. Levanto la cabeza y me encuentro con sus ojos ámbar, donde arde una furia salvaje.
Me odia. La conciencia de esta simple verdad me recorre la columna como una ola helada; los dedos se me enfrían. Max se levanta lentamente y se inclina sobre la mesa, acercándose a mí. Estoy paralizada, incapaz de moverme. Todo dentro de mí grita: “¡Corre!”, pero ni las manos ni las piernas responden… Ni siquiera las pestañas se mueven. Y no puedo apartar la mirada.
El olor a almendra y a gel de afeitar lo inunda todo. Siento su aliento ardiendo contra mi oreja. Sus dedos fuertes aprietan mi muñeca, y el agarre no tiene nada de juego.
—Taya, cuide su lengua —susurra con voz ronca—. O tendré que tomar medidas.
Tengo miedo, pero me controlo y respondo con una voz casi firme:
—Y no sólo usted.
Por un instante, en sus ojos ámbar se enciende la sorpresa. Pero el momento es tan breve que parece que lo imaginé.
—Le he advertido —dice con voz ronca.
Y aprieta mi mano con más fuerza.
—Suéltame —siseo.
Max no parece escucharme. Me atraviesa con una mirada dura, hipnótica, como una serpiente que observa a un conejo.
—¡Taya! —oigo la voz del camarero, Denis, un rubio fornido y amigo mío desde la escuela.
Max parece volver en sí, afloja lentamente los dedos. Ya no tengo frío; ahora me invade el calor al darme cuenta de que todos en el café nos están mirando.
—Te he advertido —dice en voz baja, se aparta y sale del local con pasos largos.
El silencio queda suspendido en el aire, denso, sofocante, inmóvil. Las chicas junto a la ventana lo siguen con la mirada, luego me lanzan miradas de soslayo.
Mi mano se cierra sola en un puño. Por dentro, todo hierve de rabia.
Sólo me consuela un poco que hayamos hablado sin gritar. Quisiera coger el pesado servilletero en forma de casita y lanzarlo contra algo. O al menos un vaso. Un vaso…
—Respira —dice la voz de Denis sobre mi cabeza, y su mano pesada se posa en mi hombro—. ¿Qué quería ese tipo?
—Darme un puñetazo —recupero la voz. Suena áspera, como el graznido de un cuervo. A la vez quiero reír y golpear la mesa con el puño—. Ah, Vera, maldita… Te lo haré pagar. Vas a aprender a cerrar la boca.
Por dentro siento un cóctel explosivo y amargo. La sensación de que, si alguien me sacude un poco más, todo va a estallar.
—Eso se puede arreglar —se ríe Denis—. Vamos a mi casa, te sirvo algo. Me cuentas lo que ha pasado.
Me levanto de la mesa, doy un paso tras Denis. De repente, una de las chicas que estaba mirando a Max se me acerca.
—¿Es usted la escritora Taya Grot? —pregunta, un poco tímida.
—Sí —respondo automáticamente.
—¿Puedo pedirle un autógrafo? —Sus mejillas se tiñen de rojo—. Adoro sus libros.
