Impulsos
Me levanté y de un grito le pedí a Nicholas que dejara de golpear al médico, quién ya estaba tirado en el piso, sin poder levantarse.
—¡Nicholas, detente! —Me acerqué e intenté separarlos.
La cara de Rodolfo estaba desfigurada, apenas podía hablar. Nunca había visto a mi esposo tan descontrolado. Por una parte lo entendía, nuevamente me defendió y salvó de algo que podría haberme marcado por el resto de mi vida.
—Nicholas, vámonos de aquí. —Lo tomé del brazo y empujé hacia la puerta.
Mi rubio me miró con una cara que jamás habría imaginado ver. Estaba furioso conmigo. Me pasó su jersey para taparme, ya que mi ropa había quedado completamente inutilizable y mientras estaba en eso Rodolfo me dijo:
—Emilia, no sabes con qué estás jugando. Ustedes son tal para cual. Podrías preguntarle a Nicholas porqué me llamaba con tanta insistencia.
Miré a Nicholas, exigiendo una respuesta, pero el solo se acercó a Rodolfo y le dio una patada en las costillas. Se quejó del dolor, pero ni eso lo detuvo para insistir en el tema:
—Ya vas a entender todo, espero que seas lo suficientemente inteligente. —Tosió con dificultad.
Nicholas volvió a acercarse para pegarle nuevamente, pero de un grito lo detuve.
—¡Nicholas, detente! Por favor, salgamos de aquí —dije, tomándolo de la mano y dirigiéndolo hacia la salida.
Se soltó de mi y regresó para dedicarle sus últimas palabras a quien estaba herido:
—Si te vuelves a acercar a Emilia, te mato. Ella deja de existir en estos momentos para ti —advirtió, mostrando su dedo índice.
Me tomó de una muñeca e, igual que una niña, me arrastró hacia la puerta.
Afuera del edificio nos esperaba un auto, al que entre sin dudar. Sabía que se me venía una fuerte pelea y quizá incluso un divorcio, el cual no sería por falta de amor, sino por omisión y falta de comunicación. Para mi sorpresa no hubo gritos.
—Nicholas, háblame —susurré, buscando su mirada.
El silencio seguía presente.
—¿Me vas a hacer la ley del hielo? Llevas días torturándome, ya no se qué pensar. Por favor, sé que metí el acelerador hasta el fondo y que debería haber conversado contigo. —Comencé a llorar.
Nicholas le pidió al chofer que por favor se detuviera en alguna parte y que se bajara del auto para dejarnos conversar. Por lo menos con eso me volvió el alma al cuerpo, porque tendría la conversación o, mejor dicho, la pelea que tanto necesitaba.
Nos detuvimos y el chofer hizo lo señalado.
—¿Te das cuenta de la estupidez que acabas de hacer? Te viniste de Las Vegas directamente a la boca del lobo. Quiero que me digas porqué —dijo, agarrándose la cabeza y cerrando los ojos.
—Nicholas, yo no tengo respuestas —respondí, sollozando.
—Sí las tienes. Hay mucho en ti que no entiendo, es como si este juego y estar en constante peligro te gustase. —Suspiró. Su mirada se endureció.
—Nicholas, todo partió porque tú me estás engañando con otra mujer.
—¿Qué? —Rió, irónicamente— ¿Se puede saber de dónde sacaste semejante mentira? Fue Ryan quién te dijo eso, ¿verdad?
—No, ¿por qué dices eso? —pregunté, confundida, ya que Ryan no tenía nada que ver en nuestra discusión.
—Porque todos saben que está enamorado de ti.
Lo último fue un balde de agua fría que no podía creer. Éramos solo amigos y si él confundió las cosas estaba mal, porque nunca le di alguna señal.
—No, no fue él. —Agaché la mirada.
Me avergonzaba decirle que había revisado su teléfono, rompí un código de confianza y privacidad que nunca debería haber roto. Traspasé la línea y lo sabía.
—Mírame a los ojos y respóndeme, estoy confundido con todo esto —confesó, enojado.
—Nicholas, ¿de verdad no me estás engañando?
—Por supuesto que no, por favor, dime a qué hora. Llevamos meses juntos en la misma gira. —Sonrió, extrañado por mi desconfianza.
—Cuando no llegabas temprano en las noches. —Hice un mohín.
—Emilia, estaba con mi equipo, créeme que muchas veces habría deseado estar teniendo buen sexo en vez de haber estado ahí.
Nuevamente estaba cayendo entre sus redes. El amor que sentía por ese hombre era inmenso.
—¿Y la llamada de las tres de la mañana? Cuando te encerraste en el baño.
—Era Maritza, mi representante. Le pedí que me dejara tranquilo, porque esa noche me fui de una fiesta para estar contigo. Me llamó para que regrese a ella y no quise. Luego me dijo que fuera contigo y le contesté que estabas durmiendo.
—¿Y qué es lo que yo no sabía? —Me crucé de brazos.
—Claramente lo de la fiesta.
—¿Por qué cuando busqué de quién era el número me aparecía privado?
—Emilia, Maritza tiene un teléfono privado que usa para hablar conmigo de asuntos de negocio.
Todo estaba más claro, fui una real estúpida.
—Nicholas, ¿y el mensaje?
—¿Cuál mensaje?.
—El que decía: «¿Qué tal si la dejas y te vienes conmigo?»
—No lo puedo creer, ahora si traspasaste la línea de la confianza. ¡Revisaste mi celular! —exclamó, furioso.
—Sí, Nicholas y ahí averigüé que estabas llamando a la clínica. Por eso fui a la cárcel a ver al mexicano, quién me ratificó que Rodolfo sí me había secuestrado.
—¿Y decidiste venir hasta acá a averiguar qué ocurría en vez de preguntármelo a mí?
—No me has respondido nada sobre el mensaje.
Abrió su celular y me lo entregó para que leyera todo el contexto de los mensajes que Maritza le había enviado.
«Maritza: Nicholas, necesito que mañana estés a primera hora en la reunión y respondiendo los correos que te envié.»
«Nicholas: Okey, pero quiero tomar desayuno con Em, siempre y cuando despierte temprano. De ser así, la invitaré a algún lugar.»
«Maritza: ¿Qué tal si la dejas y te vienes conmigo?»
Me sentí horrible, estuve sufriendo por nada durante días y además traspasé los limites de la confianza.
—Nicholas, lo siento. —Nuevamente empezaron a caer lágrimas sobre mis mejillas.
—No, Emilia, me cansé de tu irresponsabilidad, ya no eres una niña.
—¿Cómo supiste donde estaba?
—Tienes un teléfono con GPS. ¿Crees que después de todo lo ocurrido te dejaría sin rastreador?
Ambos suspiramos, cometí un error tremendo y no sabía qué hacer. Estaba pensando en abrazarlo y darle un beso, pero como estaba de enojado de seguro me rechazaría. Lo miré para tratar de traducir lo que me decía su mirada, pero solo veía rabia.
—Emilia, creo que necesitamos darnos un tiempo —dijo, clavando su mirada en la mía.
—No, por favor, no. Lo siento, pero no creo que haya sido tan grave como para terminar nuestro matrimonio. —Le tomé la mano.
—Tú no confías en mí, sin confianza no hay amor. Lo lamento mucho. —Se soltó. Abrió la puerta para bajarse del automóvil.
—¿Y todo lo que me decías sobre cuánto me amabas? —dije, deseando que regresara a mí.
—Aún te amo, pero tienes que madurar y darte cuenta de lo que haces. —Sacó su teléfono y envió un mensaje.
—El auto que viene detrás es mío, tengo que volver a Las Vegas hoy mismo, no puedo volver a renunciar a todo por tus niñerías y estupideces.
Me dio un beso muy frío en la mejilla y se fue. No dijo nada más. Realmente no sabía cómo arreglaría ese asunto.
