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4. La Mesa Del Poder

Cuando llegaron a la sede de Blake Agency, el personal ya los esperaba. Algunos la saludaron con sorpresa, otros con recelo. Muchos con una mezcla de respeto y temor. Todos sabían que el apellido Casanova había vuelto a ocupar su trono.

La reunión del consejo fue breve y tensa. Solanch habló con firmeza, deslizando los cambios con diplomacia y autoridad.

—A partir de hoy, los contratos deberán pasar por tres filtros antes de ser aprobados. Uno legal, uno financiero, y uno personal —dijo, sin titubeos —Ese último filtro lo haré yo misma.

Hubo murmullos, algún suspiro nervioso, pero nadie se atrevió a interrumpirla. Ella no pedía permiso.

Ella mandaba.

Al mediodía, en el almuerzo con la directora de relaciones públicas, reorganizó la narrativa de su retorno. Nada de escándalos. Nada de lamentos.

Su regreso no era una revancha emocional. Era una reestructuración de poder.

—Quiero que todos los medios hablen de Blake Agency como la firma que resurgió desde la ética, el compromiso social y la dirección femenina.

No quiero que repitan que "regresé".

Nunca me fui. Solo dejé que los buitres se delataran.

A las tres, como estaba previsto, recibió a Katerina Volkov. La mujer entró con aires de seguridad, vestida de blanco impecable, pero bastó un cruce de miradas para que entendiera que el juego había cambiado.

Solanch la hizo esperar cinco minutos. Y cuando la recibió, lo hizo de pie, frente a un ventanal, con las manos cruzadas tras la espalda.

No hubo cortesías excesivas. No había lugar para sonrisas falsas.

—Gracias por venir, Katerina. Me imagino que sabes por qué estás aquí.

La conversación fue formal. Las palabras, envenenadas de diplomacia. Cada frase de Solanch era una advertencia disfrazada de protocolo. Cada gesto de Katerina, un intento de mantener el control que claramente ya no tenían.

Cuando la reunión terminó, William la esperó fuera de la sala.

—¿Cómo fue?

—Como debía —respondió ella mientras caminaba hacia el ascensor —Hoy no necesitaba ganar. Solo recordarles que yo soy el enemigo al que no vieron venir.

Y mientras descendía, su reflejo en los espejos del elevador le devolvió la imagen que tanto tiempo le costó reconstruir.

La mujer que volvió.

La que ya no tiembla.

La que pronto lo cambiará todo.

La sala de juntas estaba iluminada por una luz blanca, dura, sin sombras. Una mesa alargada de mármol gris ocupaba el centro del lugar, y en uno de sus extremos, Solanch revisaba con minuciosidad los documentos frente a ella. No vestía armadura alguna, pero su presencia era impenetrable. Traje negro, cabello recogido en un moño perfecto, mirada de hielo.

Del otro lado de la sala, el sonido de los pasos resonó antes de que la puerta se abriera.

Mikhail Volkov entró como quien aún cree que tiene derecho a todo lo que mira. Vestía un traje azul marino a medida, el mismo porte imponente, el mismo perfume discreto que ella conocía demasiado bien. Durante un segundo, el tiempo pareció retraerse y devolverles la imagen de hace cinco años: promesas, mentiras, destrucción. Pero solo duró un instante. Luego fue solo guerra.

—Solanch —dijo él, como si su nombre aún le perteneciera.

Ella ni siquiera levantó la mirada.

—Llegas tarde. Tengo cinco minutos para ti. Ni uno más.

Él sonrió, arrogante.

—No pensé que tu agenda tuviera espacio para negociaciones con los enemigos.

—Lo tiene —respondió al fin, mirándolo con la frialdad de quien ya no ama —Pero no para los traidores.

Mikhail se detuvo al otro lado de la mesa, sin sentarse. Abrió su portafolio y deslizó un contrato hacia ella.

—Esta es nuestra propuesta. Puedes revisar las condiciones. El porcentaje de participación ha aumentado.

Ella hojeó el documento con rapidez. Luego lo cerró y lo empujó de vuelta con un solo dedo.

—Esto no es una propuesta. Es un insulto con márgenes.

—¿Crees que puedes darte el lujo de rechazar esto? —preguntó él, ladeando la cabeza —Blake Agency aún tiene escombros que limpiar.

Solanch se puso de pie con calma. No alzó la voz. No lo necesitaba.

—No vuelvas a hablar de mi empresa como si supieras lo que cuesta levantar algo con las manos limpias. Tú no construyes, Mikhail. Tú tomas lo que otros edifican y lo conviertes en cenizas.

El silencio entre ellos fue cortante.

—No vine a pelear contigo, Solanch. Vine a…

—¿A qué? ¿A convencerme? ¿A recordarme que alguna vez fui tu esposa? —se rió, pero no había alegría en su gesto —No soy la misma mujer a la que traicionaste. No busco justicia. La justicia es para los que creen en reglas. Yo vine a equilibrar la balanza.

Mikhail la miró con algo parecido a la sorpresa, quizás incluso a la culpa. Pero no pidió perdón. Ese hombre no sabía hacerlo. Solo sabía controlar, ganar.

—No firmaré ningún acuerdo en el que los Volkov tengan poder sobre una sola decisión en esta empresa —continuó ella —Si desean un trato, será bajo mis condiciones. Sin participación en dirección. Sin poder de veto. Y con auditorías trimestrales que yo misma revisaré.

—Eso es inaceptable —espetó él.

—Entonces, hemos terminado.

Solanch recogió los papeles, cerró su carpeta y caminó hacia la puerta sin esperar una réplica. Pero al pasar junto a él, Mikhail habló:

—¿Alguna vez vas a perdonarme?

Ella se detuvo, sin girar.

—El perdón es un privilegio. Y tú no tienes el rango para merecerlo. Salió sin mirar atrás.

Y en ese momento, Mikhail supo que la había perdido del todo.

No solo a ella.

También al mundo que ella estaba a punto de recuperar, paso a paso, con esa clase de fuerza que no grita, pero destruye.

Solanch no regresó para firmar acuerdos. Volvió con un plan meticulosamente trazado durante cinco años de silencio y desaparición. Mientras todos creían que estaba derrotada, ella se convirtió en algo más peligroso paciente, estratégica, despiadada.
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