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2

Juan Deiví Uspino González

He estado caminando por la habitación durante mucho tiempo, me estoy aburriendo.

A cada paso suena la cadena que me pusieron al cuello.

Peor que un perro. ¡Qué pendejos!

Entonces tengo una idea.

Con toda mi agilidad, a pesar de la jodida cosa de mantener los brazos quietos, subo con las piernas en las barras.

Empiezo a hacer abdominales.

No es que no esté en forma, al contrario...

Pero es para hacer algo.

- Oye Gonzalez, ¿de casualidad te aburres? - pregunta irónicamente el subjefe.

- Sí, así cuando salga, con todos los ejercicios que he hecho, puedo reducirte a un montón de huesos. Oh sí, me divertiré allí. - Entonces me eché a reír, quitándome los hierros, echando la cabeza hacia atrás.

- Cierra esa boca. - El guardia dice que no puede ocuparse de sus propias cosas.

- ¡¿De lo contrario?! ¿Qué me estás haciendo? Si vienes aquí conmigo, me estás haciendo un favor. - Se burlan de él tomando la meada.

No sabe discutir.

- Maldito sociópata. - Susurra, para no ser escuchado, pero yo escuché perfectamente bien.

- ¡Vamos, pedazo de mierda! ¡Entra si tienes cojones! - Golpeo mi torso con los pedazos de hierro que me separan de matar a este pendejo.

- Seré un sociópata, pero no sé sordo, dime las cosas a la cara, cobarde. - Yo lo provoco.

Mi voz es aguda, peligrosa.

- Deje a mi paciente en paz. - Y ahí es donde mis ojos se iluminan.

El Dr. Díaz regaña a los guardias y yo saco la lengua.

Mientras que a la hermosa niña, le envío un beso volador.

Los dos rompepelotas se van.

- Gracias, se me estaban rompiendo las pelotas. -

- Por favor duerme ahora que mañana tenemos nuestra primera sesión. - Dice profesional y con una mirada seria.

- ¿Sobre el sexo? - pregunto con una sonrisa traviesa.

- ¿Q-qué? ¡No! No diga ciertas cosas, señor González, tengo reputación y eso no es bueno. - Me dice. Pero además de la expresión fingidamente indignada, veo un ligero rubor en sus mejillas pecosas.

- Debería sentirse honrada de tener sexo conmigo. En fin, mira, ¡soy un higo de la Virgen! -

- Bueno, entonces siempre he sido el niño más hermoso de todos en la escuela. - digo de mal humor.

- Oh, supongo, Sr. González. Pero estas cosas, nos las contaremos mañana. Te prometo que puedes hablar conmigo de lo que quieras. - Dice.

- Está bien… Así que buenas noches y dulces sueños Cereza. - Cereza.

- Dígame algo, no es profesional así, de todos modos buenas noches a usted también, Sr. González. - Me desea y se dirige hacia la puerta de hierro al final del pasillo.

- Lástima Cereza, que te llame como me plazca y me guste. - Digo, disminuyas la velocidad, habiendo entendido lo que dije.

Lo veo, ella está agitada.

Juan Deiví Uspino González

He estado despierto durante bastantes horas.

Hoy tengo mi primera sesión con esa niña.

Les mostraré a estos psicólogos hasta dónde puede llegar una mente abandonada y rota.

Estos de aquí, sólo saben escribir en esos jodidos cuadernos, y no escuchan.

Mi pregunta es la siguiente.

¿Por qué debo contarle todos mis problemas a la primera persona que se cruza conmigo, si ni siquiera puede escucharme ?

Me estoy cansando de quedarme, en este agujero dejado de la mano de Dios.

Con esfuerzo, sin embargo, esta noche, con un trozo de hierro que sobresalía de la cama, comencé a romper las correas de la camisa de fuerza.

Como si hubieran sido roídos por ratas.

Sólo un gesto repentino y poderoso, de los brazos y eso es lo que me despegará.

Para distraerme de mis pensamientos, hay dos guardias que abren mi celda.

Tienes que ir a la chica.

Por supuesto.

- Vamos González, necesitas que te vea el nuevo médico. - Dice uno.

- Cálmese y modere sus términos. - Le advierto, me está haciendo enojar.

- No hagas un escándalo, vete. - Dice el otro.

- Mi madre me leía cuentos cuando yo era pequeño, me encantaba Tarzán. ¿Eh tú? -

- ¿Qué carajo? Aparte de bipolar... - Ahí tiro.

Voy sobre él, empujándolo contra la pared.

- Eso sí, bajo la cabeza, puedo ser muy malo. - gruño en su oído.

- ¡Quítamelo de encima! - Dice el otro guardia.

Así que me despego de ese hijo de puta, eh vamos a la sala para la sesión.

- Oye Leopardo, ¿vas a ir al enésimo psicólogo que se niega a atenderte? ¿O intentarás matar eso también? - Sí, porque una vez amenacé a un psiquiatra con la hoja de un cuchillo.... Pero detalles.

Respiro pesadamente para no cortarle la garganta.

- Si me dicen El Leopardo habrá una razón, ¿tú qué dices? ¿O tengo que refrescar tu memoria con errores? - Le doy una sonrisa, que no tiene nada de amistosa.

Se inclina, sacando casi la cabeza de los barrotes.

Gran error.

- No me voy a hundir, por dos amenazas. Eres solo un conejo que se defiende con palabras. -

Ya no puedo ver, mi mente se vuelve borrosa, empiezo a babear, mis músculos tiemblan por ser liberados.

Eh, lo hago, con un fuerte tirón, me deshago de la restricción.

Con una velocidad digna de mi apodo, golpeo la celda del idiota y lo agarro por la garganta.

- Repite, si te atreves. A ver, quién es el conejo entre los dos. La presa aquí eres tú, eh yo soy el depredador. Me te magno con un solo mordisco, calla. O te juro, por Jesucristo que murió en la cruz, que te acabaré peor que mi padre. - Le doy la mano cada vez más, hasta que se vuelve un cadáver blanco.

- ¡Detente González! - Las voces de los guardias son distantes y apagadas.

Somos solo mi conejo y yo.

Sabes cuando la gente dice que ve negro, con ira?

Bueno, veo rojo.

Rojo, como la sangre, como el fuego.

El rojo es el color del dolor y el sufrimiento.

Luego con un relámpago, le doy un puñetazo, dejándole el cuello.

Sonrío complacido de ver que escupe un par de dientes.

Soy despedido inmediatamente.

Mis manos están atadas con cadenas e innumerables disparos dan en el puerto.

Me doblo en dos, luego un puño detrás de mi nuca me pone de rodillas.

Un grito animal se escapa de mi pecho.

No quiero ser golpeado.

Escupo sangre para que nunca me toquen y para proteger a mis mujeres.

Fallé por mamá y Carol, pero tengo que cumplir la promesa que le hice.

Nunca te doblegues, corazón de madre, lucha siempre.

La vida está hecha de obstáculos y hay que superarlos.

Júrame que no dejarás que nadie te ponga de rodillas.

Te lo juro, mamá.

le prometí tengo que reaccionar

Romperle el culo. ¡Demuéstrale quién es El Leopardo!

Me levanto y KO a cualquier persona que se atreva a acercarse.

Entonces oigo sus gritos, los gritos de mi hermana pequeña.

¡Cariño! ¡Quítale las manos de encima, cerdo!

Ayúdame hermano mayor.

Tranquila, cariño, estoy aquí contigo.

Patadas, puñetazos, peleo mientras puedo. Pero entonces, me viene a la mente una frase dicha por Carolina.

Juan , cuando te enfades desahogate todo lo que puedas. Verás que un día llegará esa persona que, con solo una mirada, eh se le desvanecerá el enfado.

Y en ese momento lo veo, veo a la persona que me está haciendo tirar al inodoro, todo el enfado.

Un chapuzón en esos ojos esmeralda y siento una paz interior.

Corro hacia ella.

Todos gritan aterrorizados por lo que podría hacerle, pero ella no lo hace.

Ella me sonríe dulcemente, con pecas que se mueven con cada movimiento.

- ¡Cereza! - La aprieto contra mi pecho, en un abrazo posesivo. Ella corresponde, eh ahora puedo decir que estoy tranquilo.

Los moretones en mi cuerpo me duelen, pero no me importa. No la dejaré ir.

- ¿Qué te preocupa? Ven conmigo, me lo explicarás todo. - Asiento, y ella me toma del brazo, acompañándome a su oficina.

- Siéntate. - Me invita. Y me siento de mala manera.

- ¿Cuál es tu nombre? - Le pregunto.

- Para ti, soy el Dr. Díaz. -

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