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Capítulo 5. El Bed&breakfast Sheller.

—Llegamos, señorita —notificó el chofer y estacionó el auto a un costado del Bed&breakfast Sheller.

Valeria se asomó por la ventanilla y observó la casa victoriana y sus tres pisos fabricados en madera, con techo a dos aguas de tejas oscuras, cubierta de ventanales y rodeada de jardines coloridos.

Era un hogar construido hacía más de cien años. Sus paredes, completamente blancas, atrapaban la luminosidad del sol y la reflejaban en las aguas de la bahía Noyo, ubicada frente a ella, perteneciente a la costa de Mendocino al norte de California.

Se bajó del vehículo y se sacudió las mangas de su impecable americana amarilla para quitarse los restos de la ira.

Los más de cuatro mil kilómetros que separaban a Fort Bragg de New York sirvieron para sosegar el arrebato de furia que la embargó al conocer la decisión de su padre.

Aunque sus amigas le habían insistido en que viera el viaje de otra manera, aquel no era un paseo de placer, sino una piedra en el zapato que esperaba quitarse lo más pronto posible.

—Aquí tiene, señorita —informó el chofer y dejó caer con brusquedad la maleta en el suelo de la acera.

—¡Tenga un poco de cuidado! —se quejó ella con el ceño fruncido, pero el sujeto ya había subido a su vehículo y lo ponía en marcha para alejarse.

Después de un profundo suspiro, sostuvo con una mano la manija extensible de la maleta mientras la otra se cerraba con firmeza alrededor de las tiras de su cartera de cuero blanco.

Caminó por el pasillo empedrado atenta a que los tacones de sus zapatos no se engarzaran con alguna hendidura. Se dirigió hacia el pórtico de madera, atravesando los amplios jardines decorados con cientos de claveles, magnolias, camelias y diversidad de follajes.

La frustración la dominaba. Se sostenía de su férrea determinación mientras avanzaba, así evitaba girarse sobre sus talones y regresar a New York.

Tocó varias veces el timbre, pero nadie respondía a su llamado. La entrada de la casa estaba por completo desierta.

Se acomodó la americana que llevaba encima del vestido blanco de tirantes, estampado con lunares celestes, y peinó con las manos sus largos cabellos cobrizos.

Cómo no era de su agrado esperar, se aclaró la garganta y gritó:

—¡Señora Sheeeellllleeeerrrr!

Por respuesta, oyó un sonido enérgico que parecía haber retumbado en la primera planta, como si algo pesado hubiera caído al suelo con estruendo.

Se apartó por precaución a un costado del pórtico al escuchar que decenas de pisadas apresuradas se hacían eco en el interior de la vivienda.

La puerta se abrió de manera repentina y un grito infantil tronó al tiempo que un cuerpo robusto aparecía tambaleante y bajaba por las escalinatas de la entrada hasta caer de espaldas en el jardín, sobre los helechos.

Valeria emitió un gemido ahogado, pero se alteró aún más al ver que otro cuerpo emergía de la casa como si volara por los aires y caía encima del primero, aplastándolo con su peso.

Se trataba de dos gemelos, de aproximadamente diez años. Un par de rubios altos y obesos que en medio de risas se levantaron y continuaron la carrera por el jardín como si nada hubiera pasado. Sin mirarla siquiera.

Con los ojos tan abiertos como platos, la chica tragó grueso y obligó a su desbocado corazón a serenarse.

No obstante, el estridente sonido de una voz masculina, que profería alaridos desde el interior del recinto, evitó que pudiera calmar sus nervios.

—¡ME LARGO DE AQUÍ! —exclamó un sujeto que parecía arrastrar algo de gran peso. Valeria volvió a retroceder. Por el tono de la voz podía predecir que era una persona grande y enfadada— ¡Lo lamento, pero no puedo aceptar sus excusas! —expresó.

—Señor Feriland, se lo suplico… —le rogó una voz femenina y trémula.

—¡No, señora Sheller! ¡No es la primera vez que sucede y estoy harto de esta situación!

Un hombre alto, corpulento, de barba y cabellos rubios apareció en el pórtico, pero antes de bajar las escalinatas soltó una enorme maleta de ruedas para girarse hacia una mujer menuda, de cabellos teñidos de rojo y recogidos con pulcritud en un moño.

La dama tenía el rostro excesivamente maquillado y arrugado a causa de la preocupación, y sus ojos azules estaban inundados de lágrimas.

—¡Tengo dos hijos y debo cuidar de ellos! ¡Nadie me asegura que en este lugar no vive un asesino a sueldo o un pedófilo!

Ante semejante acusación, la mujer abrió la boca con espanto y se la tapó con ambas manos mientras negaba con la cabeza.

Los ojos de Valeria se agrandaron. Enseguida desvió su atención hacia los dos chicos que ahora se revolcaban con violencia en medio del jardín. Jugaban a la lucha entre ellos sin importarles si sus pesados cuerpos aplastaban las flores que con dedicación, alguien cuidaba.

—Se lo juro, señor Feriland, esto no volverá a suceder —habló la mujer—. Por favor, no ponga una queja.

Valeria regresó la mirada hacia la pareja. La señora Sheller se aferraba a la solapa de la chaqueta del hombre, poco le faltaba para caer arrodillada.

—Me iré —aseguró él—, y cuando esté en un lugar seguro decidiré si la acuso ante la asociación hotelera o no.

El tal Feriland apartó a Sheller con un poco de rudeza y tomó de nuevo la maleta para arrastrarla por el pasillo empedrado.

—¡Hugo! —gritó la dama.

Un sujeto bajo, moreno, delgado y de facciones latinas, salió en carrera de la casa y se apresuró para llegar a la calle donde estaba aparcado un Lincoln negro.

La señora Sheller los siguió con paso acelerado. Hugo batalló con la gran maleta del sujeto para meterla en la cajuela mientras la mujer abría la puerta trasera para que los dos chicos entraran a toda velocidad al auto, llevándosela por delante.

Cuando al fin se marcharon, Sheller regresó cabizbaja a la casa.

Durante todo ese tiempo Valeria no se movió ni un centímetro, ni siquiera se atrevió a respirar. Al ver que la dueña del hostal entraba con la mirada entristecida clavada en el suelo, llamó su atención aclarándose la garganta.

Unos grandes ojos azules, similares a las aguas de la bahía Noyo, se posaron con sorpresa en ella.

Con un sobresalto la mujer recuperó la compostura, se atusó el cabello con una mano y con la otra se borró las lágrimas que tenía marcadas en las mejillas.

—Buenos días, disculpe la demora, no la había visto —expuso con una amplia sonrisa. Valeria se quedó muy quieta. La observaba con atención—. Le agradezco que no se haya marchado, estos días han sido una locura. Pase, pase —ordenó con una risa forzada y entró a la casa después de la chica.

Al estar en el interior, Valeria quedó boquiabierta. Aquel lugar por dentro era más hermoso de lo que jamás hubiera imaginado.

La sala era espaciosa, el suelo había sido construido con una brillante madera maciza y las paredes blancas estaban salpicadas en la parte superior con cientos de fotografías antiguas y poseían zócalos de madera altos en la parte inferior.

Los muebles parecían tan antiguos como la casa y estaban organizados en tres grupos alrededor de mesas bajas de madera, repletas de revistas y folletos turísticos.

La tapicería combinaba con el resto del decorado y con las cortinas que enmarcaban los ventanales. Todo se encontraba pulcro y ordenado.

El aire que respiraba se mezclaba con las fragancias florales de los jardines y el olor de la madera, era tan acogedor que inspiraba calma y seguridad.

Cada vez que entraba a una casa antigua era común hallar penumbras y apreciar en los muebles o en la construcción el desgaste de los años. Sin embargo, aquel hogar parecía recién construido, como si al traspasar la puerta hubiera caído en el propio siglo XIX.

A lo lejos, se escuchó la bocina de la locomotora de vapor de la Skunk Train, la vieja estación de tren de Fort Bragg que ahora servía de museo y ofrecía paseos turísticos a través de las montañas.

Aquel sonido terminó de trasladarla en el tiempo, se sentía como una dama de la pujante sociedad norteamericana de la época de la revolución industrial, cuando la historia de California apenas comenzaba a escribirse.

—Bienvenida a la Casa Sheller —expuso la dueña y se dirigió a un rincón de la habitación donde estaba situado un pequeño escritorio de madera tallada, con molduras y patas torneadas.

Era tan elegante, que Valeria podría imaginarse al mismísimo Abraham Lincoln firmando leyes y decretos en ese lugar.

—Esta casa es una joya victoriana ubicada frente al mar, que mezcla el diseño arquitectónico victoriano con detalles modernos, ofreciendo un refugio exuberante capaz de trasmitir el romanticismo de una época clásica y la dinámica de los tiempos actuales —relató la dueña de forma literal, al tiempo que sacaba del interior del escritorio un libro de registros.

Valeria se ubicó junto a ella. La mujer, con el apoyo de una larga uña que mostraba una cuidada manicura buscaba algo escrito en el libro. A los pocos segundos detuvo la inspección y la observó con incredulidad.

—Disculpe, ¿tiene reservación?

Valeria sonrió con agobio.

—No. —Sheller la evaluó con rostro serio—. Verá, vine enviada… digo… recomendada por mi padre —explicó con inseguridad. Los ojos de la mujer la repasaron con curiosidad de pies a cabeza—. Mi nombre es Valeria, soy la hija de William Gallaher…

—¡¿WILLIAM?! —vociferó Sheller.

Valeria pegó un salto por su reacción. La mujer soltó el libro sobre el escritorio y con el rostro iluminado por la alegría se lanzó sobre ella para cubrirle el cuello con los brazos.

La chica quedó inmóvil por el abrazo repentino, pero antes de que pudiera hacer algo Sheller la soltó y le apresó los hombros para mirarla con ternura. Las lágrimas le corrían de nuevo por las mejillas.

—Sabía que William no me abandonaría. —Valeria arqueó las cejas—. Ese hombre es un héroe, siempre llega en los momentos en que más lo necesito —expresó con emoción.

La joven apretó los labios para no decir una sola palabra. Nunca había visto a su padre como alguien que hacía el bien, sino como un déspota a quien le encantaba imponer su voluntad por encima de lo que fuera.

—Como no podía venir en persona, envió a su hija para ayudarme. ¿No es un santo?

Valeria evitó demostrar su sorpresa.

—Es un alivio tenerte aquí —continuó la dama—. Tú serás mis ojos, mis oídos y mi brazo ejecutor. ¿De acuerdo?

La joven la observó con la cabeza ladeada, sin comprender sus exigencias.

Sheller la soltó, tomó la manija extensible de la maleta y le dio la espalda para caminar hacia las escaleras que dirigían a la primera planta, ubicadas a un costado de la sala.

—Ven conmigo, te llevaré a tu habitación y te informaré de todo lo necesario para que empieces a trabajar.

Valeria dudó en seguirla, pero cuando fue a abrir la boca para agregar algo, la mujer comenzaba a subir los escalones.

—Debemos iniciar hoy mismo —declaró Sheller—. He tenido muchos problemas por esta situación. —Valeria fue tras ella, pero al poner el pie en el primer escalón y alzar una mano para exponer las verdaderas razones de su visita, Sheller se giró y le dedicó una mirada llena de picardía—. Juntas lo atraparemos.

La chica quedó aturdida por un instante.

—¿A quién?

—Al traidor. ¿Acaso tu padre no te comentó nada? —curioseó la mujer sin comprender por qué hacía semejante pregunta.

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