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1. El silencio de Mochi

—¿Mochi? —preguntó Jack, su voz cargada de tristeza.

Jack llevaba ya más de diez minutos intentando captar la atención de su mejor amigo. Había probado de todo: sonar su llavero favorito que normalmente lo animaba, llamarlo cariñosamente, incluso incentivándolo mostrándole sus cacahuetes preferidos. Pero Mochi, el pequeño elefante, permanecía inmóvil en una esquina, con la mirada perdida y un leve movimiento en su oreja derecha que parecía más un gesto mecánico que una reacción consciente.

Había pasado una semana desde que Jack vio a Mochi feliz, siendo el elefante alegre y único que siempre lograba arrancarle sonrisas. Desde entonces, todo había cambiado. Siete interminables días de incertidumbre y tristeza habían dejado a Jack consumido por la preocupación. Su corazón se sentía como un barco perdido en alta mar, incapaz de encontrar su rumbo.

La rutina, que antes era llevadera gracias a los momentos compartidos con Mochi, ahora se había vuelto insoportable. Cada día parecía arrastrarse con un peso que crecía en su pecho. A pesar de los múltiples intentos por entender qué sucedía, Jack no lograba hallar respuestas. El veterinario había descartado problemas de salud, asegurando que Mochi estaba en perfecto estado físico. Pero Jack no estaba convencido. Algo no encajaba. Lo veía en su mirada, en la forma en que se apartaba de todo, incluso de él.

—Mochi, pequeño... ¿qué te sucede? —susurró, arrodillándose junto a la celda del elefante—. Sabes que te quiero muchísimo. Si he hecho algo mal, por favor, dímelo —dijo mientras le ofrecía, de nuevo, un cubo lleno de sus frutos secos, como si fueran su última esperanza. Pero Mochi no mostró interés. Ni siquiera un pequeño movimiento de su trompa.

Jack se levantó lentamente, sintiendo un nudo en la garganta. Dejó los cacahuetes a un lado y se dirigió a atender a otros animales. Pero su mente seguía atrapada en el mismo lugar: en la esquina donde su amigo parecía haber construido un muro invisible entre ambos.

El zoológico estaba lleno de visitantes. Era temprano, pero la multitud ya había comenzado a llenar los pasillos. Adolescentes en excursiones escolares corrían de un lado a otro, gritando emocionados, haciéndose selfies y compartiendo risas que contrastaban dolorosamente con el estado de ánimo de Jack. Entre los visitantes, destacaba un chico solitario que parecía ir a su propio ritmo. Llevaba una cámara gris, probablemente una reliquia familiar, y tomaba fotos de los animales con una expresión serena, como si su mundo estuviera contenido en cada imagen.

Jack, abatido, decidió tomar un pequeño descanso. Se dirigió a la máquina expendedora para comprar un refresco, intentando despejar su mente. Caminaba con la cabeza gacha, ajeno al bullicio del lugar, sumergido en sus pensamientos. Fue entonces cuando algo inesperado captó su atención: una voz, suave y melodiosa.

—Hey, elefantito. ¿Quieres de mi bocata? —dijo un joven de cabello crema y sonrisa cálida.

El sonido del barrido de Mochi rompió el silencio que Jack llevaba días soportando. Giró bruscamente, sorprendido, y sus ojos se abrieron de par en par al ver a su querido elefante interactuando con el chico. Mochi estaba de pie, moviendo su trompa con entusiasmo mientras aceptaba la comida que le ofrecían.

El corazón de Jack latía frenéticamente, una mezcla de emociones invadía su pecho. ¿Eran celos? ¿Era alivio? Sin perder un segundo, agarró su lata de refresco y corrió hacia la escena. No podía apartar la mirada del chico, que se veía radiante, casi como si tuviera un aura especial que había logrado conectar con Mochi de una manera que Jack no podía explicar.

—¡No te lo comas todo! —protestó el chico de cabello crema, entre risas, al ver que su bocadillo había desaparecido—. Eres un glotón, pequeño. ¿No te alimentan bien aquí? —dijo con una sonrisa, mientras acariciaba la trompa de Mochi con ternura.

La conexión entre Mochi y el chico era evidente. El elefante olfateaba su mano extendida con curiosidad, como si estuviera reconociendo a un viejo amigo.

Jack llegó al lugar, sintiendo una punzada de incomodidad. ¿Cómo se atrevía aquel extraño a insinuar que Mochi no estaba bien cuidado? Y más aún, ¿por qué estaba acariciando la trompa de su amigo?

—Oye, ¿y tú quién eres? —preguntó finalmente Jack, con un tono que no pudo disimular sus celos.

El chico levantó la vista, sorprendido, y Jack no pudo evitar entreabrir la comisura de sus labios, nervioso. Su presencia tenía algo magnético, algo que Jack no podía ignorar.

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