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Capítulo 1

Lynwood, California

Observaba el temor en el rostro de aquel hombre a mi lado con absoluta calma, mientras Carlos apretaba con más fuerza las cadenas que rodeaban su cuello.

Víctor permanecía frente a nosotros, junto a otro de los hombres de Alejandro, observando la escena en completo silencio.

—Suficiente, Aysel —dijo Víctor, mirándome con seriedad—. Queremos que aprenda la lección, no matarlo.

—¿Tú, teniendo piedad por alguien que no seas tú? —respondí burlona, clavando mi mirada en la suya. Víctor no respondió, pero su expresión se endureció.

—Las órdenes las doy yo aquí, no tú. Si no te gusta lo que ves, puedes largarte cuando quieras —añadí, irritada, mientras daba unos pasos al frente hasta quedar frente al hombre atado. Luego, me giré, dándole la espalda, y le hice una seña a Carlos para que continuara.

Carlos obedeció, tirando de las cadenas con más fuerza. La respiración del hombre se cortó, su rostro se tornó morado y comenzó a asfixiarse.

—Alejandro no dio órdenes para esto —dijo Víctor desde atrás, intentando mantener la calma—. Carlos, suéltalo. Es suficiente.

El tono de Víctor me colmó la paciencia. Me giré y me acerqué a él hasta quedar a pocos centímetros de su rostro.

—Me importa una mierda lo que haya dicho Alejandro. La que está al mando ahora soy yo —le espeté, viéndolo directamente a los ojos—. Y si digo que siga, seguirá. No pongas a prueba mi paciencia.

Sin darle oportunidad de responder, volví mi atención al hombre encadenado.

—Vaya, cómo se te ha subido el ego por ser la puta del jefe —soltó aquel desgraciado con una sonrisa burlona.

En ese momento, mi paciencia llegó a su límite. Rápidamente saqué el arma que llevaba en la cintura y, sin dudarlo ni un segundo, le apunté a la cabeza y apreté el gatillo. El disparo resonó en la habitación, y su cuerpo se desplomó al instante, dejando un rastro de sangre en el suelo.

—Maldito hijo de puta —murmuré con furia, antes de dirigir mi atención al hombre que estaba junto a él, quien ahora temblaba visiblemente.

—Sácalo de aquí. Me tenía harta —ordené.

El hombre asintió rápidamente y pidió ayuda a uno de los guardias para arrastrar el cuerpo. Me giré de nuevo y encontré la mirada de desaprobación de Carlos.

—Era uno de los hombres de confianza de Alejandro. Cuando se entere, se va a enojar —comentó Carlos, negando con la cabeza mientras yo guardaba mi arma.

—Que se lo lleven a las celdas de abajo y lo encierren —respondí con asco—. Ya veremos después qué hacemos con él.

Carlos dio la orden a los hombres en la habitación y luego caminó junto a mí hacia la salida del sótano. Nos dirigimos a la casa principal para cambiarnos y salir al aeropuerto. Debíamos abordar el jet lo más pronto posible.

Dos años habían pasado desde aquel fatídico día. Alejandro había aceptado mi oferta, y no tuve otra opción que aceptar su condición. En un año, me gané su confianza y aprendí todo sobre sus negocios. Me convertí en su mano derecha, incluso cuando se trataba de matar a escorias que lo merecían, especialmente a quienes explotaban mujeres, tal como él lo hacía antes.

Por razones que nunca me confesó, Alejandro dejó de prostituir mujeres y se enfocó en negocios más arriesgados en la mafia. Si bien esto le generaba millones al mes, también significaba caminar constantemente al borde del abismo.

Yo supervisaba los negocios menores, asegurándome de que sus hombres acataran las órdenes y de que la mercancía se distribuyera sin problemas. Sin embargo, si encontraba a algún bastardo que explotaba mujeres o niñas, no podía contener mi rabia. Ordenaba capturarlos, torturarlos y acabar con ellos. Esto trajo problemas a Alejandro, ya que muchos de ellos eran líderes de organizaciones importantes. Sin embargo, él siempre encontraba la manera de manejar las consecuencias.

Mientras tanto, usé mi posición para investigar el paradero de Nathan, pero no encontré ninguna noticia sobre él. De Angela y Alex sí obtuve información: se habían mudado a Italia y estaban a punto de casarse. Intenté acercarme a ellos, pero Alejandro me lo prohibió, diciendo que mantenerme lejos era la única manera de protegerlos.

Había aprendido a ocultar mi desagrado por Alejandro y a aparentar fortaleza frente a los demás, pero en las noches, bajo la ducha, las lágrimas caían sin control. Recordar a Nathan era un tormento. Su voz, su mirada, sus caricias... todo se sentía como cuchillas en mi pecho. No podía aceptar la idea de que él no estuviera en este mundo, y algo dentro de mí me decía que seguía vivo, aunque escondido para protegerse.

Nathan era fuerte y poderoso, pero el mundo al que yo pertenecía ahora era muy diferente. Este lugar no ofrecía salidas, y yo estaba demasiado hundida en él para escapar.

Al llegar a la mansión de Alejandro, su imperio se alzaba imponente, rodeado de hombres armados que vigilaban cada rincón. Aunque era llamativo, la ubicación lo mantenía oculto de ojos indiscretos, y los gobernantes de la ciudad, bien pagados, aseguraban que nadie se atreviera a intervenir.

Entré saludando a algunos de los hombres que estaban en la entrada y subí rápidamente a mi habitación. Me despojé de la ropa que llevaba puesta y me dirigí al baño para tomar una ducha. El agua caliente recorrió mi cuerpo, calmando temporalmente la tensión acumulada. Al salir, me envolví en una toalla, abrí el armario y comencé a buscar qué ponerme, cuando alguien tocó a la puerta.

—Adelante —dije mientras seguía revisando el armario.

La puerta se abrió, y Tania apareció.

—Carlos me avisó que ya habías llegado —dijo mientras cerraba la puerta tras de sí y la aseguraba con el pestillo—. No tienes idea de la mañana que he tenido aguantando a la pesada de Ana.

Tania se dejó caer en mi cama, cruzando los brazos con exasperación.

—¿Qué te hizo esa perra ahora? —pregunté mientras terminaba de peinar mi cabello frente al espejo y comenzaba a maquillarme.

—Se pasó toda la mañana recordándome que, según ella, soy solo una empleada más en esta casa —dijo rodando los ojos—. No entiendo cómo nunca pudimos ver la clase de víbora que era.

—Llegará el momento en que me encargue de ella —respondí con calma mientras terminaba de colocarme las botas y ajustaba el arma en mi cintura.

—¿A dónde vas? —preguntó Tania, observándome con preocupación.

Tania nunca estuvo de acuerdo con mi decisión de quedarme en este mundo, pero respetaba mi postura, especialmente cuando entendió que lo hacía para proteger a mis seres queridos y al hombre que amo.

—Tengo que ir a Los Ángeles con Alejandro para un evento —contesté mientras sacaba una pequeña maleta del clóset—. Ve a cambiarte y haz una maleta pequeña. Vendrás con nosotros.

Tania me miró fijamente, dudando.

—¿Estás segura?

—Sí. Date prisa. Te espero en la puerta —respondí.

Ella asintió y salió de mi habitación. Bajé las escaleras y me encontré con uno de los hombres que custodiaban la entrada.

—Que alguien baje mi equipaje —ordené sin detenerme—. ¿Has visto a Ana?

—Está en su habitación. También viajará con ustedes.

—Eso está por verse —murmuré con frialdad antes de girarme y subir nuevamente las escaleras.

Llegué hasta la habitación de Ana y abrí la puerta sin molestarme en tocar. Allí estaba, terminando de empacar su maleta.

—¿Por qué diablos entras así a mi habitación? —gritó furiosa.

Ignoré sus palabras y, sin pensarlo, lancé su maleta al suelo con fuerza.

—¿Qué demonios te pasa? —protestó, enojada.

Sin decir nada, me acerqué a ella, la tomé por el cuello y apreté con fuerza, sintiendo cómo luchaba por liberarse.

—Que sea la última vez que te metes con Tania —le advertí con un tono helado—. Si vuelves a meterte con ella, juro que se acabará la poca paciencia que te tengo y seré yo misma quien te pegue un tiro en la cabeza, perra.

—No te atreverías. Alejandro no te lo perdonaría —dijo con dificultad, tratando de mantener la compostura.

—Si acabo de atreverme a matar a uno de sus hombres de confianza, ¿qué te hace pensar que no me atrevería contigo? —respondí con una sonrisa gélida, enterrando mis uñas en su piel para remarcar mi punto—. No me provoques. Ya no soy la misma tonta que conociste.

La solté con brusquedad, viendo cómo se desplomaba sobre la cama, tosiendo con dificultad.

—Recuerda, Aysel, que yo no soy como esos tipos con los que juegas —soltó con un tono seguro mientras se levantaba con esfuerzo—. Yo soy la que calienta la cama de Alejandro cuando tú le das excusas baratas para no estar con él.

Me giré y la miré con burla.

—Eres solo su puta, Ana —dije con desprecio—. Eres quien le quita la calentura que yo le provoco cuando no me da la gana de satisfacerlo. Eres reemplazable. Yo, en cambio, soy su mujer. La que complace y deja hacer lo que quiera. Así que no te confíes demasiado.

Salí de su habitación azotando la puerta y bajé nuevamente las escaleras. Tania ya estaba en la entrada junto a Carlos y el equipaje. Sin decir una palabra, salimos de la casa y subimos a la camioneta que nos esperaba para llevarnos al aeropuerto.

—Falta Ana —dice Carlos mientras mira su reloj—. Está demorando demasiado.

—Que se vaya en otra camioneta —respondo molesta, cruzando los brazos—. No pienso compartir el mismo auto con ella. Si lo hago, soy capaz de meterle un tiro en la frente también.

Carlos niega con la cabeza, suspira, y le pide a uno de los hombres que baje de la camioneta para recoger a Ana y viajar con ella en otro vehículo. Sin más retrasos, arrancamos rumbo al aeropuerto.

Al llegar, suben nuestro equipaje al jet privado, y nos dirigimos a las cabinas. Antes de acomodarme, me giro hacia Carlos.

—Viaja con nosotras —le ordeno—. Que Ana tome tu lugar con los otros hombres.

Carlos asiente, acostumbrado a mis instrucciones, y ocupa su nuevo lugar. En poco tiempo, el avión despega, y luego de media hora llegamos a Los Ángeles.

Nos dirigimos directamente al hotel donde Alejandro ya se encuentra hospedado. Él había partido antes que nosotros, y ahora debíamos apresurarnos a arreglarnos y alcanzarlo antes de que se moleste.

En mi habitación, me cambio rápidamente. Elijo un vestido corto con un escote pronunciado que resalta mis curvas. Una cadena de oro gruesa adorna mi cuello, mientras dejo mi cabello azabache completamente liso y pulcro. Pinto mis labios de un rojo carmesí intenso, el color de la sangre y la pasión.

Por primera vez en dos años, me detengo frente al espejo y me miro detenidamente. Me tomo un momento para observar a la mujer que tengo delante y, sorprendentemente, sonrío.

Ya no hay rastro de aquella mujer rota e insegura. Ahora, lo que refleja el espejo es una mirada fría, impenetrable, que no deja entrever ni un atisbo de dolor ni sufrimiento.

La imagen que devuelvo al mundo es la de una mujer poderosa, segura, e implacable. Y, en el fondo, me gusta. Porque mi máscara de fortaleza oculta mi dolor, y eso me hace invulnerable. No hay debilidad en mis ojos, ni la habrá jamás ante nadie...

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