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Capítulo 4

—¿Te has vuelto loco, papá? —pregunto, incrédula, al escuchar su decisión.

—En absoluto, mi princesa. Lo pensé mucho y finalmente tomé la decisión. Trabajarás en la hacienda Solís.

Mi mente se niega a aceptar tal locura. En mis veintes, jamás había pisado una hacienda, y mucho menos sabía lo que significaba trabajar en una.

—Me niego rotundamente. Mamá, ¿no dirás nada? —me vuelvo hacia ella con una súplica en los ojos.

—Lo siento, nena. Tu padre ha tomado la mejor decisión y yo lo apoyo —responde, acariciando mi mejilla con ternura—. Te hará bien un poco de aire fresco. Ahora, si me disculpan, debo irme.

Ella sale de la habitación, dejándome atrapada en un embrollo sin salida.

—Papito, no pueden mandarme con un desconocido tan lejos —le reclamo, mi voz temblando de indignación.

—No es un desconocido. Damián es un buen amigo en quien confío y sé que estarás en buenas manos —responde, tratando de calmarme.

—¿Todo esto es por lo que pasó aquella noche? ¿Por mi expulsión de la universidad?

—No es una venganza, Lucrecia. Es para que valores lo que hacemos por ti.

—Pero, papá... —mi voz se quiebra ante la desesperación.

—No está en discusión, Lucrecia —me interrumpe, firme—. Mañana a primera hora salimos hacia lo que será tu nuevo hogar por una temporada.

Con esas palabras se marcha, y yo suelto un grito de rabia que resuena en la habitación vacía.

—Te voy a extrañar mucho, cariño —dice mi madre, tratando de suavizar la situación.

—Si interfirieras en la decisión que ha tomado papá, tal vez no me extrañarías tanto —le respondo, cruzando los brazos.

—Lo siento, hija. Esta vez no pienso contradecir a tu padre —dice, dejándome un beso en la frente—. Prometo visitarte lo más pronto posible.

Se da la media vuelta y se marcha en su camioneta, mientras Nando se despide con un movimiento de mano.

—Hora de irnos, Lulú. Nos espera un viaje largo —anuncia mi padre.

—Gracias a ti y a tu "gran idea de castigo", papito lindo —digo, rodando los ojos mientras subo a la camioneta con él, rumbo al aeropuerto.

Durante el vuelo, mantengo distancia de mi padre, aplicándole la ley del hielo. Está loco si cree que le voy a perdonar fácilmente esto que me está haciendo.

Después de varias horas de vuelo, finalmente aterrizamos. Al bajar, lo primero que me recibe es una ola de calor sofocante.

—¿Dónde estamos, papá? —pregunto, recogiendo mi cabello en un intento de sentirme más fresca—. Hace una humedad y un calor insoportables.

—Pronto lo sabrás —responde, tomándome del brazo y llevándome hacia una camioneta.

Durante el camino, lo único que veo son árboles y pasto, nada que se asemeje a la vida que conozco.

Tras unos veinte minutos, llegamos a una gran hacienda. A lo lejos, puedo ver varios trabajadores con caballos y otros animales que no me agradan en absoluto.

—¿Me puedes decir al menos dónde estamos? —insisto, impaciente, cuando finalmente se detiene la camioneta.

—Esta es la hacienda Solís —responde, bajando a mi lado—. Aquí pasarás una temporada.

Un hombre se acerca, extendiendo su mano a mi padre y saludándolo. Observo a mi alrededor, y una corriente de aire fresco me golpea, pero no me tranquiliza.

—Lulú, ven aquí —me llama mi padre.

Ruedo los ojos y me acerco a él y al hombre. Este me examina de arriba abajo, y su mirada me incomoda.

—Él es José, el capataz de la hacienda. José, ella es Lucrecia, mi hija —dice mi padre con orgullo.

Le ofrezco una sonrisa forzada, extendiéndole mi mano en un saludo. Él hace lo mismo y me responde con un "bienvenida".

—Damián se encuentra recorriendo los alrededores con algunos de los trabajadores, mientras les doy un paseo por la hacienda —informa José.

—Bueno —mi padre palmea el hombro de José—. Quiero ver qué tiene tan fascinado a Damián.

Mientras los sigo, no puedo evitar sentir que me han lanzado a un mundo que no comprendo, y la inquietud se mezcla con la rabia en mi interior. ¿Qué clase de lección creen que aprenderé aquí?

Mi padre camina junto a José, charlando animadamente, mientras yo me mantengo alejada, atrapada en mis pensamientos. Saco mi móvil y empiezo a responder los mensajes de Paula, pero la indignación hierve en mí.

Miro a mi alrededor, observando a los trabajadores. Algunos son jóvenes, otros ya tienen más edad, y todos parecen estar en su elemento.

—Se ha vuelto loco si cree que voy a quedarme aquí —murmuro para mí misma—. En los próximos días, pretendo regresar a mi casa.

De repente, veo a lo lejos a una mujer montada en un caballo que se acerca a mí. Su mirada es desafiante, y no puedo evitar fruncir el ceño al notar su actitud.

—¿Tú quién eres y qué haces aquí? —pregunta, deteniéndose frente a mí con una actitud de superioridad.

¿Y esta estúpida quién se cree?

—¿Disculpa? —respondo con una risa burlona—. ¿Y tú quién eres para hablarme así?

—Sandra... —el hombre que acompaña a mi padre se acerca a nosotras—. Ella es Lucrecia, y es invitada de Damián.

—¿Damian ha traído una chiquilla a la hacienda? —Sandra lo mira, sorprendida.

—¡Basta, Sandra! —le responde José, su tono firme—. No puedes faltarle el respeto a una invitada de Damián.

—¿Acaso aquí no le han enseñado a sus empleadas a tratar a sus invitados? —Espetó con sumo desinterés.

—¿Y tú cómo sabes que soy una empleada?

—Tu mal vestir y tu manera de hablar me lo dicen todo —respondo con desdén—. De ahora en adelante, cuando te dirijas a mí, hazlo con respeto, porque tú y yo no somos iguales, y nunca estarás a mi altura o posición.

La empujo suavemente al pasar a su lado, acercándome a mi padre. Ignoro lo que murmura a mis espaldas, pero no puedo evitar que una sonrisa de satisfacción surja en mis labios.

—Papá —le digo al acercarme—, prometo portarme bien, pero por favor, déjame regresar contigo a casa.

—No pienso cambiar de posición, Lulú. Solo será una temporada —responde con firmeza, pero su tono me deja poco consuelo.

—Señor Oliveira —un hombre se acerca a nosotros—, Damián ha llegado a la casa.

—Vamos, hija. Es hora de que conozcas a Damián —dice mi padre, guiándome hacia el interior.

Al entrar, me doy cuenta de que la casa no es nada sofisticada ni moderna, como había imaginado. Se siente cálida, pero, en el fondo, la encuentro aburrida y sin gracia.

Mis ojos se posan sobre la chimenea, donde hay fotos antiguas: una pareja con dos niños, un niño y una niña que lucen adorables. ¿Este será el amigo de papá?

—Buenas tardes, lamento la tardanza —escucho una voz profunda y familiar.

"Esa voz."

¿Por qué me suena tan familiar?

—Nada que lamentar —responde mi padre—. Lucrecia, ven, quiero que conozcas a mi gran amigo Damián.

Me giro lentamente, el corazón latiendo con fuerza, y cuando finalmente lo veo, mis piernas flaquean. Un estremecimiento recorre mi cuerpo, y siento como si mi alma abandonara mi cuerpo al verlo.

¿Qué demonios significa esto?

Su mirada recorre mi figura, y en un instante, recuerdos de esa noche regresan a mí como un torrente: sus ojos, su sonrisa, la intensidad de un momento que nunca debería haber ocurrido.

—Damián, ella es Lucrecia, mi hija. Hija, él es mi gran amigo Damián Solís —dice mi padre, presentándonos.

El aire se vuelve denso, y el mundo a mi alrededor se detiene por un instante.

—Esto debe ser una maldita broma... —susurro, incapaz de asimilar la realidad que me rodea.

Damián se queda inmóvil, su expresión cambiando de sorpresa a una mezcla de confusión y reconocimiento. La tensión en el aire es palpable, y el silencio se siente como un eco entre nosotros.

—Lulú —dice finalmente, como si pronunciara mi nombre por primera vez.

Los recuerdos de aquella noche regresan a mi mente, y el caos en mi pecho se intensifica. La idea de que estaré atrapada aquí, en esta hacienda, bajo la vigilancia de Damián, me aterra y a la vez me fascina.

No sé cómo manejar esto. ¿Qué va a pasar ahora?

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