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VIII

El corazón me latía a mil por hora y sentía que la cabeza me iba a estallar. Mis ojos estaban anegados en lágrimas y me ardían por el esfuerzo sobrehumano que hacía por no dejarlas escapar. Había caminado por toda la habitación como un león enjaulado, había maldecido mil y una veces con palabras que ni siquiera sabía que conocía y había pateado el colchón con el único fin de aliviar mi sufrimiento, pero nada surtía efecto.

Sin embargo, aquel estado de frustración me sirvió para darme cuenta de que no solo había crecido físicamente, sino también de manera intelectual. Sabía muchas cosas que antes eran desconocidas para mí. Sabía sumar, restar, multiplicar, dividir, realizar operaciones con fracciones, funciones... Pero no solo entendía las matemáticas, sino la biología, la literatura, la historia... Todo.

—A, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre, tras, durante y mediante... —sonreí—. Son preposiciones.

Mi cabeza resonaba como un tambor, pero a mí no me importaba. Me dolía y a veces mi vista se nublaba, pero yo quería saber cuántas cosas había aprendido... hasta que todo se volvió negro.

Me desperté de noche acostada en mi colchón. Marina estaba a mi lado con un cuenco que contenía un líquido humeante y una cuchara.

—Es sopa —me dijo—. Te has desmayado.

—Mi cabeza... —musité.

—Te dolerá durante un par de horas más, pero después pasará. Esos eran los últimos efectos del elixir —me explicó—. Tu cuerpo no puede crecer si tu mente no lo hace también. Pero tu cabeza asimila tanta información de golpe que no puede mantenerse activa por mucho tiempo, así que provoca un desmayo. Y mientras tú duermes, el cerebro pone cada nueva información en el lugar que le corresponde.

—Interesante.

—Sí que lo es —se levantó—. Será mejor que no te muevas mucho, por si acaso. Tómate la sopa y descansa.

Marina salió de mi habitación y yo me incorporé un poco con cuidado para poder tomarme la sopa que me había traído. Ania no me había contado nada de eso, lo que me hacía preguntarme por qué.

Cuando acabé la sopa, dejé el cuenco al lado del colchón y me tumbé en él mirando al techo. Había adquirido más vocabulario y estaba segura de que mis conocimientos eran los de una adolescente. Quizás pudiera ir al colegio cuando Jared me rescatara. A lo mejor podía volver a llevar una vida normal.

A la mañana siguiente, Liccssie entró en mi habitación con una bandeja que contenía mi desayuno.

—Buenos días, querida Lidia —sonrió—. Date prisa. Quiero enseñarte algo.

Y, como siempre, no esperé que fuera algo bueno para mí. Solo podía pensar en qué otra tortura me estaría esperando fuera de aquella celda que se había convertido en mi habitación.

Desayuné con toda la tranquilidad de la que fui capaz, pero mi corazón acelerado me traicionaba. Liccssie parecía escuchar sus desbocados latidos, ya que sonreía con diversión. Pero era imposible.

Terminé de desayunar y la rubia me indicó que saliera de la habitación por la puerta que siempre se quedaba abierta cuando alguien entraba, ya que solo podía abrirse desde fuera.

—¿No vas a vendarme los ojos? —le pregunté mientras miraba con asombro que ya empezaba a caminar por delante de mí.

—Créeme, no será necesario. El sitio al que vamos a ir no está lejos y, por supuesto, no está cerca de ninguna salida.

Caminé detrás de ella, torciendo por diferentes pasillos hasta llegar a una puerta oscura y grande. Liccssie la abrió y me hizo un gesto con la mano para que echara un vistazo a su interior.

Se trataba de una habitación grande, con una cama de matrimonio cuyas sábanas parecían de seda blanca. Unas cortinas de color rojo colgaban de unas barras por encima de la cama como un dosel. Todo parecía perfecto y lujoso.

—Tu Señor ha preparado cada detalle para que todo sea perfecto —comentó Liccssie con una sonrisa—. Aquí perderás tu virginidad, Lidia.

Sus palabras calaron en lo más profundo de mi ser. Sentía unas increíbles ganas de vomitar y mi cabeza daba vueltas. Los ojos se me inundaron de lágrimas, pero no les permití salir. Debía ser fuerte y resistir, aunque no sabía hasta cuándo.

La mujer rubia cerró la puerta y me condujo de nuevo hasta mi habitación.

—¿Sabes? Tienes suerte —sonrió—. La mayoría de las chicas no tienen cabeza y pierden su virginidad con quienes menos deberían y después se arrepienten. Tú no tendrás que pasar por eso. Podrás decir que no fue tu decisión, que te obligaron.

Caminó hasta la puerta, pero se detuvo antes de salir.

—Te gustará, Lidia. Ya lo verás.

Y dicho esto, cerró la puerta. Me desplomé sobre el colchón, bajando todas las barreras y echándome a llorar silenciosamente. De nada me servía lamentarme, pero llorar me relajaba. Era como quitarme un peso de encima, aunque en realidad no sirviera de mucho.

La puerta se abrió de nuevo antes de que yo pudiera secarme las lágrimas. ¿Es que no podían dejarme tranquila?

—Lidia, mañana será tu graduación —me informó Marina—. Te daré las ropas apropiadas por la tarde para que te vistas.

Y la puerta volvió a cerrarse. ¿Acaso podía pasarme algo peor? Lo dudaba.

Me pasé el resto del día calculando la probabilidad de que Jared llegara antes de que el Señor me obligara a hacer algo que no quería. Realmente tenía muy pocas esperanzas. Jared no aparecería, estaba absolutamente segura.

Apenas pude dormir en toda la noche. Llegados a ese punto, ya me daba igual parecer débil. Lloré, desahogando mis penas con la Luna que me miraba desde el cielo. Lo que habría dado en aquellos momentos por ser ella, por estar allí arriba. Sola y aislada, pero sin dolor, sin penas, sin sufrimiento.

Cuando me desperté, el Sol bañaba mi habitación con sus rayos. La bandeja con mi desayuno estaba al lado del colchón y mi habitación estaba sumida en un profundo silencio. Eran como unas condolencias silenciosas por las penurias que la noche traería consigo.

Me levanté y comprobé que el pantalón no estaba manchado y que el colchón tampoco. Fui a cambiarme la compresa por una nueva, pero descubrí que la que llevaba seguía intacta: no se había manchado. Deduje que los días de período habían concluido y opté por no ponerme ninguna compresa. Después me senté y comencé a degustar mi desayuno. No dejaba de pensar en el tiempo que me quedaba y en las opciones que tenía. Se me había pasado por la cabeza el suicidio, pero quería vivir. Daba igual si mi vida había comenzado con mal pie. Estaba segura de que todo mejoraría, de que quizás al cabo de algunos años pudiera salir de allí, pudiera escapar.

Terminé de desayunar y me levanté a esperar a Marina como todas las mañanas, ya que debía conducirme hasta el baño. Sin embargo, no fue la mujer quien apareció tras la puerta varios minutos después.

—Buenos días, hermosa Lidia.

Su sonrisa de tiburón desdentado me provocaba arcadas. Y si pensaba que me entregaría a él sin luchar, estaba muy equivocado.

—Hoy es el gran día —siguió diciendo—. Esta noche haré de ti una verdadera mujer.

No dije nada. Simplemente contuve mis insultos dentro de mi boca y aguardé, serena.

—Tranquila, solo he venido a hacerte una pequeña pregunta —sonrió—. ¿Cuál es tu color favorito?

—El morado —respondí sin siquiera pensarlo.

Nunca me había parado a pensar cuál era mi color favorito o qué sabor me gustaba más. Eran detalles tan insignificantes que no tenían cabida en la vida que había llevado desde la muerte de mi abuela. ¿Quién me iba a preguntar? ¿Qué importancia tenía?

—Nos veremos esta noche.

Hasta que la puerta no se hubo cerrado no me permití soltar el aire que había estado reteniendo casi sin darme cuenta. Odiaba todo de aquel hombre y en esos momentos su olor había inundado mi habitación. Si Marina no llegaba pronto, moriría asqueada.

Por suerte para mí, no tardó más de unos minutos en abrir la puerta con su habitual pañuelo en la mano, el cual utilizaba a modo de venda para mis ojos.

—¿Podrías dejar la puerta abierta mientras estoy en el baño? —le pregunté mientras tapaba mis ojos con el pañuelo—. Quiero que se airee un poco.

—No hay ningún problema —respondió—. La dejaremos abierta.

Me condujo hasta el baño y me dio media hora, como siempre. Me duché y me cambié de ropa para luego llegar de nuevo a mi habitación. Siempre era lo mismo. Había fantaseado muchas veces con la idea de echar a correr, quitarme la venda e intentar escapar, pero intuía que no llegaría muy lejos. La suerte no estaba exactamente de mi parte y puede que lo único que consiguiese fuese adentrarme más en aquel laberinto de pasillos y puertas, alejándome de la salida hasta que me encontraran y me dieran un buen escarmiento por huir.

Marina se fue y cerró la puerta de mi habitación mientras yo me sentaba en el colchón. Quedaban solo unas horas para que me trajera la comida y algunas más para que me diera la ropa que debía ponerme aquella noche. El tiempo se me echaba encima.

Cuando la mujer llegó con la bandeja de comida que señalaba que eran las dos en punto, calculé que faltaban unas tres o cuatro horas para que Marina me llevara la ropa que debía ponerme. Sabiendo que Liccssie estaba detrás de todo aquello no podía esperarme nada bueno. Conociéndola, seguramente la ropa sería de lo más provocativa.

Comí y me tumbé en el colchón mirando al techo. No me quedaba más remedio que pasar allí las horas muertas hasta que todo sucediera. Las lágrimas salieron una vez más de mis ojos, intentando mitigar el dolor que aquella situación me producía. Si tan solo pudiera hacer algo para salir de allí, lo que fuese... Pero era imposible. Jared no iría a rescatarme, de eso estaba segura. O, al menos, no esa noche. Sería una muy bonita casualidad que no iba a producirse.

Tal y como predije, unas horas después de la comida la puerta se abrió. Era Marina, pero no llevaba nada en sus manos.

—El Señor me ha pedido que te lleve a nuestro salón especial —me explicó—. Vamos, tengo que vendarte los ojos.

Caminé a ciegas durante un buen rato guiada por aquella mujer que seguía teniendo aquel peculiar olor a colonia barata. Normal, ya que suponía que el dinero no le daba para mucho más.

Cuando Marina me quitó la venda pude ver que me encontraba en un baño muy lujoso, con una bañera enorme, dos lavabos, una ducha y un tocador.

—La bañera ya está llena y con las sales de baño necesarias —me indicó la mujer—. Todo está perfumado para deleitar al Señor. Utiliza bien el material. Tienes una hora para disfrutar de todo esto. Las prendas que debes utilizar están en una silla al lado del tocador.

Y dicho esto, Marina cerró la puerta a mis espaldas. Caminé lentamente hasta llegar a la enorme bañera que tenía un aspecto maravilloso con toda esa espuma blanca en la superficie. Un olor que identifiqué como jazmín inundó mis fosas nasales. Me desnudé y me introduje poco a poco en la bañera. El agua estaba caliente y relajó todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo. Decidí que no quería prepararme demasiado para el Señor, así que no utilizaría nada más que la bañera y las prendas que habían seleccionado. No me maquillaría y no me aplicaría perfumes de ninguna clase.

Pasé gran parte de la hora allí metida, disfrutando de la sensación tan relajante del agua sobre mi piel. Después me sequé con mucho cuidado y me dirigí a la silla para ver la ropa.

Se trataba de un conjunto de lencería morada que no dejaba nada a la imaginación y una especie de camisón muy corto de tirantes completamente transparente, dejando ver la lencería. Unas sandalias negras de tacón fino me esperaban en el suelo, al lado de la silla. Nunca me había puesto tacones, así que me rompería un tobillo seguro. Suspiré y comencé a ponerme la ropa. Cuando Marina entró en el baño, yo ya estaba lista.

—¿Puedes darme las manoletinas negras con las que llegué? —le pregunté—. No sé andar con eso y estoy segura de que me caeré.

—Al Señor no le gustaría nada que te magullaras antes de hacerte suya, así que lo entenderá. Espera aquí —me dijo.

Aguardé en aquel sitio durante unos minutos y después Marina apareció con mis zapatos, los cuales me calcé enseguida.

—Ponte esto —me tendió una bata negra—. El Señor no quiere que nadie más te vea así.

Me la coloqué y dejé que la mujer me vendara los ojos y me llevara de vuelta a mi habitación para esperar a que llegara la hora. Me hizo quitarme la bata y entregársela, así que volvía a estar prácticamente desnuda. Me sentía desprotegida y débil y mi corazón se aceleraba a medida que el Sol iba bajando hacia el horizonte, ocultándose poco a poco.

Estaba realmente asustada cuando los últimos rayos del Sol se perdieron en la oscuridad. Mi cuerpo temblaba involuntariamente y mis lágrimas habían salido de mis ojos sin pedir permiso. Parecía una niña a la que le daba miedo la oscuridad. Estaba aterrada.

Y entonces escuché un ruido. Recé con todas mis fuerzas, pero sabía que aquello no me serviría de nada. Alcé la cabeza, dispuesta a enfrentarme a mi destino. Aunque, cuando lo hice, mi mirada se perdió en unos grandes, bonitos e increíbles ojos grises.

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