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2

Cuando llegó al cuarto de archivos, encontró allí a un hombre de algunos cincuenta, calvo, bajito y bastante huesudo. Estaba escribiendo algo sobre papel cuando vio a Mabel entrar, enseguida su rostro se iluminó con una sonrisa y se puso en pie para recibirla.

—Esta será tu nueva ayudante, Ana Falcón —dijo Mabel por todo saludo.

—¿Cómo? ¿Ayudante? No necesito ayudante.

—Discute eso con el jefe —se giró a mirar a Ana, y suavizó un poco su expresión—. Él es Ramiro Buendía, será algo así como tu superior aquí. El tiempo que no estés acá, podrás emplearlo ayudando a las demás secretarias en lo que puedan necesitar. Tu cargo, según entiendo, es muy variado, o multifacético. Te deseo mucha suerte.

—Gracias.

—No recuerdo haberle dicho al señor Soler que necesitara ayuda —siguió quejándose Ramiro Buendía, y Ana lo miró con sus cejas alzadas, recordando que Erick mismo había dicho que su cargo era nuevo. Hizo una mueca pensando en que, si no era necesaria ahora, tendría que trabajar duro para volverse indispensable, y su primer obstáculo estaba aquí.

—Tal vez ahora no me necesites, pero verás cómo en poco tiempo no podrás vivir sin mí —Mabel se echó a reír.

—Ten cuidado, a pesar de que está casado y tiene cuatro hijos, le gustan menores y bonitas.

—¿Un acosador sexual?

—¡Claro que no! —se defendió Ramírez—. Sólo porque le he dicho una que otra vez que es guapa.

—Mi marido me lo dice todos los días, no necesito oírlo de ti—. Y con eso, Mabel se dio media vuelta y salió del cuarto de archivos, dejando a Ramiro con una mirada de impotencia. Ana sonrió y se dedicó a estudiar el lugar.

A pesar de la fama, este cuarto en particular era bastante iluminado, si bien poco ventilado. Miró en derredor preguntándose por dónde empezar.

—No esperes que te dé órdenes. Ni siquiera necesito un ayudante —rezongó Ramiro mirándola de reojo.

—No te preocupes, después de todo, nadie dijo que tuvieras que supervisarme—. Y dicho esto, se dedicó a mirar las nomenclaturas de las cajas y archivadores para irse familiarizando.

—La señorita Ana Falcón ya está debidamente instalada. En una semana, a lo sumo, decidirá si firmar o no el contrato —le dijo Ceci Guerrero a Erick, que miraba distraídamente un papel en sus manos con la cara apoyada en un puño. Parecía poco interesado en nada esa tarde.

—Mmm —contestó. Ceci se sentó en la silla frente al enorme escritorio del presidente, escritorio que llevaba allí desde la época de Ricardo Soler, el tan querido y recordado abuelo, y que, sin embargo, se mantenía como nuevo.

—Se la ve enérgica, y nada tonta —siguió Ceci—. Creo que, aunque sus obligaciones son un poco ambiguas, se desempeñará bien.

—Mmm —volvió a murmurar Erick.

—Lo que es una pena, es que no pueda cumplir las horas reglamentarias. Tendremos que hacer algo al respecto—. Erick alzó su mirada a la anciana que había trabajado antes para su abuelo, luego para su padre, y ahora para él. Respiró profundo y se recostó en su fino sillón de piel.

—Parece que te formaste una buena opinión de ella —Ceci lo miró por encima de sus lentes de montura negra. La anciana no quiso decirle que apenas la vio, se sintió, en cierta forma, identificada con la joven. Al igual que Erick, había estudiado su currículum, y visto que, a su corta edad, no sólo trabajaba y estudiaba, sino que estaba a cargo de tres menores de edad, que eran sus hermanos. Mujeres así abundaban en el mundo, jóvenes que habían sido abandonadas a su suerte, pero muy pocas aún conservaban su espíritu, y Ana Falcón tenía, y uno muy fuerte.

Miró a su joven jefe con una sonrisa mal disimulada. Sólo había conocido a otra persona igual de testaruda, y lo tenía delante.

—Jamás podría explicártelo.

—Ya, intuición femenina —Ceci alzó ambas cejas, lo que arrugó aún más su frente.

—¡Vaya! ¡Te diste cuenta de que soy una mujer!

—No seas tonta, Susy —Ceci se echó a reír ante el apelativo cariñoso.

Los días empezaron a pasar, y pronto Ana se olvidó de que trabajaba en el mismo piso, y hasta en la misma empresa que Erick Soler. En las dos semanas que llevaba allí, si se lo había encontrado una vez, era mucho. Parecía que él también se guardaba de tropezársela por los pasillos.

Además, él debía ser algo así como un maniático del trabajo. Según parecía, era el primero en llegar y el último en irse. Las secretarias que no estaban enamoradas de él, lo idolatraban, estuvieran casadas o no. Ya había visto a más de una desabrocharse un botón de la blusa antes de entrar a su despacho, o abusar de la loción. Ella sólo alzaba una ceja incrédula, e incluso dejaba escapar algún resoplido poco femenino cuando las veía acicalarse cuando sabían que se iban a ver con él.

Había firmado el contrato antes de la semana prevista, y se había acostumbrado a su nuevo ritmo de vida, aunque había requerido bastante sacrificio. Ya no veía a sus hermanos tan a menudo y eso la preocupaba. Afortunadamente, eran chicos independientes y responsables, pero le angustiaba saber que estaban creciendo sin nadie alrededor que les ajustara las tuercas de vez en cuando. Ella llegaba tarde en la noche, y cansada, y había ocasiones en que no los veía en todo el día. Sin embargo, eran sacrificios que tenía que hacer, dado que era ella la responsable de ellos, desde que sus padres fallaran.

Ahora, estaba a punto de recibir su primera paga en Texticol. Sus gastos habían aumentado un poco desde que entrara a trabajar aquí, y su presupuesto era muy ajustado. Esperaba que no hubiese contratiempos en casa y con los chicos. Llegaría muy justa al final del mes.

Era jueves, con un poco de sol, y luego de la hora del almuerzo, llegó a Texticol como todos los días. Cruzaba los pasillos con los brazos llenos de papeles que debían ser archivados cuando tropezó con una mujer que claramente no trabajaba allí. Era una morena preciosa de ojos rasgados como una tigresa, y maquillados para acentuar el efecto. Cuando el bulto de papeles que llevaba encima tambaleó, ella ni se molestó en ayudarla. Afortunadamente, éstos no cayeron al suelo.

—Estoy buscando la oficina de Erick —dijo, y Ana le señaló con la cabeza el camino a tomar.

—La última oficina de este pasillo.

—¡Ana! —la llamó Mabel corriendo a ella con otros papeles en la mano—. Se te olvidó esto.

—¿Ana? —preguntó la mujer, mirándola atenta.

—Eh... sí. Ese es mi nombre—. Tanto Mabel como ella se quedaron sorprendidas cuando, sin disimular siquiera, la mujer la miró de arriba abajo, y luego caminó a lo largo del pasillo con paso largo y decidido.

—¿Y esa qué? —preguntó Ana, mirándola mientras se alejaba.

—No lo sé —y bajando la voz—: pero ayer tuve que mandar unas rosas y unos pendientes carísimos como regalo a una tal Isabella—. Ana la miró confundida, preguntándose qué tenía eso que ver con lo que acababa de suceder—. ¿No la captas? El señor terminó con su última novia. ¡Es su protocolo de despedida! ¡Tal vez es ella y viene a reclamar!

—¿Rosas y joyas? Deberían terminar amándolo.

—Oh, algunas terminan odiándolo, esperaban mucho más de su abultada cartera, ya sabes.

—Para mí es suficientemente asombroso saber que todavía están dispuestas a venir aquí a presentar batalla.

—¿Es que estás ciega? —preguntó Mabel, quitándole parte del bulto de papeles para ayudarla a llevarlos, y se internó con ella en el cuarto de archivos, donde infaltablemente estaba Ramiro Buendía. A pesar de eso, Mabel no paró de cuchichear— Tienes que considerarlo, es guapísimo, apenas tiene treinta y uno, es rico; ¡es un excelente partido para cualquier mujer!

—Mmm, sí, claro —contestó Ana, pensando en Marco. Ese sí que era un auténtico partidazo. De ningún modo la sonrisa luminosa de Marco Magliani, y sus ojos verdes y alegres podían compararse con la mirada áspera de Erick Soler—. Cariño, estoy por pensar que no has visto amanecer—. Mabel se echó a reír.

—Esta mujer ya debió morder el polvo. Estoy casi segura de que fue a ella a quien mandaron las rosas y las joyas. Te lo digo yo, que las ordené. No fueron cualquier cosa.

—Es decir, que ese hombre manda a su secretaria a elegir los regalos que hace. Qué detalle.

—Mantiene muy ocupado.

—Por no decir que le importa un rábano. Y tú, ¿no deberías anunciarla o impedir su entrada? Eres la secretaria, ¿no? ¿Y si el jefe no quería recibir esa visita?

—¿Y meterme en medio? ¿Estás loca? Si me reclama, diré que estaba ayudándote, o haciendo cualquier otra cosa en otro lado.

—Eres una cobarde.

—Lo admito. Pero no me juzgues, ¿la viste? Todas son por el mismo corte: preciosas, pero insufribles. Por eso no le duran.

—Tal vez a él sólo le importa que sean preciosas. Nunca me ha parecido que sea un hombre que vea más allá de la apariencia—. Cuando todo se quedó en silencio, se dio cuenta de que tanto Mabel como Ramiro la miraban como si hubiese blasfemado contra Dios—. ¿Qué? —preguntó.

—No lo conoces.

—Más de lo que crees —contradijo ella.

—Tal vez creas que le conoces porque trataste con él antes de trabajar aquí, pero nosotros llevamos con él años, trabajando hombro con hombro cuando hubo crisis y cuando no. Le conocemos.

—En el aspecto laboral, solamente. Como persona es otra cosa. Créeme.

—No puedes ser bueno en una cosa y malo en otra —dijo Ramiro, metiéndose en la conversación—. Es contradictorio.

Ana simplemente sacudió su cabeza, y recibió los papeles de manos de Mabel. Rato después, encontró a la misma mujer de pie frente al ascensor. Al verla, la llamó haciéndole un gesto con la mano. Ana miró tras de sí a ver si se refería a otra persona, pero no, la llamaba a ella.

—¿Me necesita?

—Es sólo que... me recuerdas a alguien, no sé—. Ana la miró un poco confundida, y picada su curiosidad, se acercó.

—¿De verdad?

—Es sólo como que te he visto antes, pero no es posible, es primera vez que vengo a las oficinas de Erick, y no parece que fueras alguien que va a las mismas fiestas y reuniones que yo.

—Definitivamente, no lo soy—. Contestó Ana en tono seco, un poco molesta, pero la mujer se puso un dedo sobre los labios.

—¿Puedo invitarte a tomar algo?

—Estoy en horas de trabajo.

—Oh, escápate sólo un momento, ¿no puedes? —Aquello era raro, pensó Ana. ¿Por qué ese afán de hablar con ella?

—Me queda una hora, más o menos, antes de salir. Si de verdad quiere hablarme de algo, podría esperarme.

—Mmm, no me gusta esperar, pero está bien. Lo haré porque de veras quiero conocerte. Tal vez eres familiar de alguien que conozco—. El ascensor se abrió en el momento, y ella esperó a que salieran los que lo ocupaban para entrar, le dirigió una sonrisa y le dijo—: te espero en un café que vi aquí cerca. Es el único decente de la zona, creo. ¿Te parece bien?

Ana sólo se alzó de hombros. ¿Por qué quería hablar con ella una ex de Erick? No se creía ese cuento de que se le parecía a alguien. Se quedó allí de pie, y entonces se dio cuenta de que a unos pocos pasos estaba el mismo Erick Ricardo Soler, mirándola en silencio, con la expresión de siempre y ambas manos en sus bolsillos.

—¿Qué quería de ti? —preguntó. Ana alzó una ceja.

—Ni idea. Dice que le recuerdo a alguien.

—Mentira. Aléjate de ella —eso la hizo abrir bien sus ojos, sorprendida de que se atreviera a restringir sus amistades o las personas con las que hablaba.

—Disculpa, ¿eres mi papá? No, ¿verdad?

—Sólo es...

—No seas tan atrevido, Erick. Yo me veo con quien me da la gana—. Ella le dio la espalda, pero Erick volvió a llamarla.

—No soy tu padre, pero igual creo que merezco un poco de respeto. Soy tu jefe, ¿no?

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