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Capítulo 1.3

Me pregunto cómo será en casa. Quizá no tenga un ejército de amantes, sino una vida familiar tranquila. Tal vez esté casado con una bella mujer de negocios y una niñera cuide y eduque a los niños. Aunque… también podría no ser así. Bien podrían ser excelentes padres.

Pero sus manos… No lleva anillo. Aunque hoy en día eso no significa nada. Y esos dedos… él debería… sí, debería tocar algún instrumento musical. O hacer trucos de magia: esos en los que olvidas la realidad y te quedas mirando solo los movimientos flexibles de las manos, creyendo ya no en la ilusión del espectáculo, sino en la magia de esas manos maravillosas.

— Ksenia —pronunció Lebedev con suavidad insinuante—, usted entiende que…

Entiendo. Claro que entiendo. Y durante casi una hora después de esa frase yo repetí, en todas las variantes posibles: «Sí, Gleb Aleksándrovich. Por supuesto, Gleb Aleksándrovich. Tiene toda la razón, pero verá…».

Afuera empezaba a oscurecer. Me moría por comer algo y tumbarme a dormir sin nada de actitud profesional. Y también quería quitarme estos zapatos de tacón. En la vida de una mujer hay dos grandes alegrías: deshacerse de los tacones y del sujetador. Dicen que si te quitas todo eso al mismo tiempo, puedes alcanzar un gozo celestial. A mí aún no me ha pasado. Será que no tengo cara para el éxtasis… o que aún no ha llegado mi momento.

En resumen: desde la mañana de pie, que si en la administración, que si en el juzgado. El Hombre de los Matices, mi inolvidable jefe, logró acumular tantos cabos sueltos que cualquier dios japonés moriría de envidia. Las colas crecían como las de una zorra mítica kitsune, y no tenían intención alguna de caerse.

La voz se me había empezado a quebrar. Hoy tuve que hablar muchísimo, y las cuerdas vocales ya no daban más. Y Lebedev escuchaba con una ligera sonrisa. No una sonrisa burlona, sino más bien… educadamente interesada. Y no en el sentido de: «Ah, ¿de verdad no podemos sacarte dinero?», sino más bien: «Perfecto, ¿y qué se le ocurrirá ahora… Ksenia?»

Lebedev pronunciaba mi nombre con una entonación peculiar. No lograba captar los matices, pero por alguna razón tenía la sensación de que algo se me escapaba. Algo importante.

Ya quería mandar todo al diablo y mirar el reloj bien expresivamente. Usted es encantador, señor Lebedev, yo también soy endiabladamente encantadora, ¿así que para qué perder tiempo? ¡Vamos a casa!

— Bien —dijo de pronto Lebedev, con una suavidad inesperada—. La conversación ha sido realmente… larga. Y ya… —giró la cabeza y miró por la ventana. Pero aun así sentí que seguía observándome: con firmeza, con atención, con esa mirada que no te deja escapatoria—… es tarde. ¿Le importaría si trasladamos nuestra charla, digamos… a pasado mañana?

«¡Oh, Dios, sí! ¡Con cada fibra de mi cuerpo!» —casi grité, a punto de apretarlo contra mi pecho.

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