Capítulo 3 La nota
Abro la cartera y observo con preocupación que llevo poco efectivo conmigo. Me froto la frente con los dedos. Afligido por mi nueva situación financiera. ¿Qué voy a hacer ahora? Sin un lugar donde quedarme y sin amigos a los que acudir. Miro hacia ambos lados de la calle sin saber hacia qué dirección dirigirme. Pedir ayuda ya no es una opción. Tal como lo dijo Walter, me toca apañármelas solo a partir de este momento.
¿Por qué razón mis viejos están siendo tan extremistas con este castigo? Está bien, acepto que la cagué a lo grande, pero tampoco es para tanto. Saco el móvil de mi bolsillo y me quedo mirándolo mientras decido si llamar o no a papá. No pienso pedirles ayuda, voy a demostrarles que puedo hacerlo solo, que no necesito de ellos para salir adelante. Sin embargo, necesito saber cuál es la verdadera razón por la que me han quitado todas las posibilidades de valerme por mí mismo. ¿Qué ganan con esto?
Después de meditarlo por algunos segundos, marco su número y pulso la llamada. Luego de un par de repiques, contesta.
―Hijo.
El corazón se me estruja al mismo tiempo en que mis ojos se humedecen.
―¿Por qué me hacen esto, papá? ―pregunto, con un nudo atravesado en mi garganta―. ¿No les parece suficiente con habérmelo quitado todo?
Aprieto el móvil con los dedos hasta que se tornan pálidos y escucho el palpitar trepidante de los latidos de mi corazón. Contengo la respiración hasta escuchar su respuesta.
―Porque necesitas tocar suelo, Denzel ―suelta sin tapujos―, te empeñas en mirar la vida desde tu trono imaginario y das por sentado que, por el hecho de tener nuestro apellido, vamos a perdonarte todas las estupideces y los errores que has venido cometiendo a lo largo de tu vida sin tomar en consideración las consecuencias que tus actos provocan y el desastre que vas dejando a tu paso.
Bufo profundo y dejo salir el aire que he estado conteniendo en mis pulmones.
―¿Es todo lo que tienes que decir al respecto, papá? ―me aprieto el puente de la nariz con mis dedos―. ¿Ni siquiera me van a permitir la posibilidad de poder encontrar un trabajo decente con el que pueda ganar suficiente dinero para cubrir mis gastos más básicos? ¿De dónde te imaginas que voy a sacar el dinero para pagar el hotel en el que voy a alojarme?
¿Es mucho lo que estoy pidiendo?
―¡No! ―grita en tono enérgico―. ¿Aún no logras comprender nada?
¡Maldición! Juro que me voy a volver loco. ¿Qué voy a hacer sin dinero? ¿Dónde voy a pasar la noche? Lo peor de todo, es que no tengo a nadie a quien pedirle ayuda.
―¿Qué más quieres de mí, papá? ¿No creer que ya es suficiente? Ni siquiera tengo un sitio donde alojarme, porque, incluso, se atrevieron a amenazar a los únicos amigos que tengo.
Se mantiene callado durante algunos segundos.
―Debiste pensar en ello antes de hacer lo que hiciste, hijo ―aprieto los dientes con fuerza al escuchar de nuevo su retahíla―. No lo olvides, Denzel, te quedan solo cuarenta y ocho horas de las setenta y dos que te ofrecimos. Si decides someterte a nuestras exigencias, te prometo que tendrás esa oportunidad que tanto necesitas. En cambio, si decides negarte, entonces comprenderás el verdadero significado de lo que es ser un simple mortal sobre esta tierra.
Cuelga la llamada sin darme la posibilidad de defenderme. Pero, ¿qué más puedo decir cuando acaba de dejarme claro el panorama al que debo enfrentarme?
Me quedo parado en medio de la acera sin tener ni la más remota idea de lo que voy a hacer a continuación. Mi vida se ha convertido en una terrible pesadilla que, tal parece, no está ni cerca de terminar. Giro mi cara de un lado al otro, tratando de decidir la trayectoria que debo seguir. Es increíble lo diferente que se ven las calles cuando las recorres a pie, mezclándote con la gente común, quemándote la piel bajo el sol, respirando del mismo aire que el resto de los seres humanos en lugar de hacerlo en mi flamante Ferrari.
Me pongo mis anteojos de aviador y deambulo por las calles neoyorquinas como uno más de las decenas de transeúntes que se movilizan por la avenida principal. Poco tiempo después me detengo en un pequeño café abarrotado de estudiantes que suelen reunirse a esta hora para pasarla bien con sus amigos. Ingreso al local y me siento en una de las mesas.
―Buenas tardes, señor, aquí tiene nuestro menú.
Es la primera vez que me preocupo por mirar los precios. Con menos de cien dólares en el bolsillo no puedo aspirar a ir a uno de mis acostumbrados restaurantes. Trago grueso. Opto por una milanesa de pollo, arroz y ensalada. Una de las opciones más económicas del menú.
Le hago señas con la mano al joven que me atendió y hago mi pedido.
―¿Qué desea para beber?
Hago cálculos mentales y, de acuerdo a mi limitado presupuesto, opto por un vaso con agua.
―Solo agua, por favor.
El chico se retira y, mientras espero a que me traigan la comida, observo a los jóvenes que conversan y ríen tranquilos, quizás sin tantas preocupaciones como las que me embargan en este momento. De repente, escucho a mi lado la conversación de dos chicas que comentan despreocupadas mientras disfrutan de sus hamburguesas.
―¿Qué piensas hacer?
Le pregunta la rubia de melena ensortijada y sonrisa exagerada.
―Son demasiadas cosas para mí sola ―responde la chica que está de espalda y a la que no puedo verle la cara―. Necesito buscar a alguien que se encargue de la casa, Ángela. Es la única manera en la que puedo concentrarme y dedicarme a mi trabajo.
La conversación capta todo mi interés.
―Para eso necesitas buscar a alguien que esté dispuesta a trabajar contigo a tiempo completo ―sugiere la rubia al bañar sus papas con una asquerosa cantidad de salsa roja―, y eso implica, quedarse a vivir en nuestra casa.
No puedo evitar dejar de escuchar la conversación. Se oye interesante y me sirve de distracción para olvidar el enorme lío que llevo a cuesta.
―Ofreceré una paga atractiva, además, de casa y comida ―le explica la chica que lleva puesto el gorro de lana y que parece más interesada en su móvil que en su propia comida―. La haré sentir como parte de nuestra pequeña familia, siempre y cuando, pueda ahorrarme tiempo y se encargue de todas las ocupaciones de la casa ―la chica deja el móvil en la mesa y se pone de pie―. Tengo que irme, alguien respondió a la solicitud de servicios y debo encontrarme con ella en veinte minutos ―abre su cartera y le tiende a su compañera la nota que saca del interior―. Te llamaré luego y te diré cómo me fue con la entrevista, espero tener suerte esta vez ―coge el teléfono de la mesa y se inclina para darle un beso en la mejilla a su amiga―. Estoy apurada, así que te agradezco que cuelgues el aviso en la cartelera de la esquina.
Se despide de su amiga y abandona el local.
―Aquí tiene su comida, señor ―me veo obligado a apartar la mirada de la rubia para centrar mi atención en el mesero―. Espero que disfrute de la comida.
Le agradezco y, casi de inmediato, tomo los cubiertos para empezar a comer. Sin embargo, un movimiento a mi costado me incita a mirar en aquella dirección. La rubia se ha levantado de la silla y camina hacia una de las esquinas del local. La observo inquisitivamente. Quita un par de pines de la cartelera de corcho y cuelga la nota que le dejó su compañera antes de marcharse. Se despide del personal de la tienda y sale del negocio.
Sigo comiendo, pero algo en mi interior me convida a levantar la mirada y dirigirla de nuevo hacia la cartelera. Un par de chicas se acercan a curiosear, cuchichean durante un rato y luego deciden perderse en el corredor que se dirige hacia el baño. Vuelvo a retomar mi almuerzo y continúo comiendo hasta dejar el plato vacío. No es la mejor comida que he probado en mi vida, pero cumple su cometido.
Dejo los cubiertos en el plato y me levanto de la mesa para dirigirme a la caja. Saco uno de los billetes y espero el cambio para darle una pequeña propina al mesonero, que, por supuesto, no se parece en nada a la que acostumbraba a dejar en los restaurantes lujosos que solía frecuentar. Esto me hace sentir miserable. Me doy la vuelta para dirigirme hacia la salida, sin embargo, desvío mi camino y me aproximo a la cartelera. Observo la nota que dejó la rubia con el teléfono y la información de contacto. Unos segundos después, las dos chicas que estuvieron aquí minutos atrás, se interesan por la misma nota.
―Creo que voy a llamar.
Dice una de ellas casi al mismo tiempo en que eleva su mano para cogerla, pero antes de que pueda alcanzarla se la arranco de la mano.
―Lo siento, chicas, pero es mía.
Les guiñó un ojo y me alejo de allí con una sonrisa satisfecha dibujada en mi boca.
