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Capítulo 6: El Escenario de los Criminales. La Trampa del Ego

El Cebo Consciente y el Hilo Invisible

Elara se ajustó el vestido de cóctel negro mientras el coche avanzaba por un laberinto de calles industriales. El tejido se aferraba a su piel como una segunda capa, recordándole que ya no era una espía encubierta, sino un cebo cuidadosamente diseñado. El maquillaje sobrio resaltaba sus ojos, pero no ocultaba el temblor interno que luchaba por contener.

El auricular, oculto bajo su cabello suelto, palpitaba como un corazón ajeno en su oído. Sentía su presencia como una extensión de su cuerpo, un hilo invisible que la conectaba a Daniel.

—Mantén la respiración lenta, Elara. Finge indiferencia —susurró la voz de Daniel, clara y urgente en su canal privado.

Ella asintió levemente. El coche frenó ante una nave de metal oxidado. Elara tomó aire, forzando una calma que no sentía. El vestido negro era su uniforme de caza, y el auricular, su única arma.

—Es un cebo —dijo Elara, sin rodeos—. Sabe que su oficina fue vulnerada, y su ego no puede aceptar que yo lo traicionara. Cree que me estás manipulando. Me está usando para atraerte y darte una lección.

Daniel asintió, ajustando el auricular con precisión quirúrgica.

—Exacto. Fulgencio te está exhibiendo. Quiere demostrar a sus socios que eres su propiedad, incluso si te has desviado. Quiere que veas la oscuridad para que regreses a su sombra. El Proyecto Medea no es solo un experimento: es su forma de control emocional. Caleb lo interrumpió. Tú lo desafías.

Elara respiró hondo. El miedo se transformó en ira fría.

—Entonces... entremos y seamos la pareja más obsesionada y estúpida que haya visto la Mano de Cronos —replicó, y en su mirada no había duda, solo una determinación helada.

El Templo de la Conspiración

El almacén se alzaba como un monstruo dormido, con alfombras persas, columnas falsas y una barra de mármol. Camareros silenciosos se movían como sombras. Una música de jazz suave intentaba disfrazar el veneno con elegancia.

Dos matones corpulentos escoltaron a Elara y Daniel. Sus miradas hacia Elara no eran de admiración, sino de posesión.

Fulgencio los esperaba, su sonrisa gélida, su traje impecable, su presencia venenosa.

—Mi flor, qué sorpresa tan agradable —dijo, abrazando a Elara con una fuerza que la hizo temblar. Sus ojos se clavaron en Daniel—. Creí que estarías en casa, reponiéndote del susto de anoche.

—No podría perderme una reunión tan importante, Fulgencio —mintió Elara, con una sonrisa de devoción falsa—. Daniel insiste en que tengo que estar al tanto de todos los aspectos de la Compañía si voy a ser la heredera.

Fulgencio rió, un sonido seco. Le dio unas palmaditas en la mejilla a Elara, luego se dirigió a Daniel:

—Mantén a la niña entretenida, agente. Lo que se habla aquí no es para los oídos de las artistas. Mi flor, espero que este 'agente' sepa que mi paciencia tiene un límite más delgado que el hilo de tu maillot. Si te desvías, Elara, caerás sola.

Se apartó para reunirse con tres hombres de aspecto brutal.

Daniel y Elara comenzaron a bailar. El ritmo era lento, íntimo. Pero cada paso era una coreografía de espionaje. Daniel la giraba con precisión, posicionándola para que tuviera línea de visión clara del grupo. Elara sentía la seguridad de su presencia, pero también el miedo latente: Fulgencio estaba cerca. Demasiado cerca.

—Daniel, están hablando de un 'envío' y de la necesidad de 'silenciar un archivo en Europa' —susurró Elara por el auricular—. Usa la grabación.

Daniel activó el dispositivo de alta sensibilidad. Elara fingía sonreír mientras su corazón golpeaba como un tambor de guerra.

Fulgencio hablaba con desprecio:

—Caleb fue un sentimentalista que pensó que podía amar. El Proyecto Medea no necesita amor. Necesita obediencia. Si esa información del disco duro sale a la luz, el rastro nos lleva a todos. Tienen que encontrar al agente y a mi hija. Y si la prueba existe, quiero la cabeza de ese agente y la de cualquiera que se interponga. Lo que es mío, es mío.

Elara sintió una rabia purificadora. La voz de Fulgencio quedaba grabada. La prueba estaba completa.

La Huida y la Consecuencia

Un micro-movimiento lo cambió todo. El cable del auricular se deslizó por el cuello de Elara. Uno de los socios lo notó.

—Jefe, la chica... —señaló.

Fulgencio se giró. Su rostro se transformó de melifluo a una máscara de furia asesina. Elara sintió el vértigo del descubrimiento. La trampa se había cerrado.

—¡Cógela! ¡Cógelo! —gritó Fulgencio.

Daniel reaccionó como un soldado entrenado. Agarró a Elara por la cintura, rompiendo una mesa de cristal para crear una distracción. Usó su conocimiento del baile como arma: un giro amplio, una patada precisa, un golpe de muñeca que dejó a un matón aturdido.

Otro hombre le lanzó una silla. El impacto fue brutal: espalda y hombro. Daniel se tambaleó, pero no cayó. Apretó los dientes por el dolor y tiró de Elara.

—¡Corre, Elara! ¡Ve!

Elara no gritó. Usó su agilidad para esquivar, deslizarse por debajo de una mesa, y seguir a Daniel hacia la salida de servicio. Ya no era una bailarina asustada.

Salieron a la calle lateral. El coche estaba en modo de huida. Daniel conducía a toda velocidad, pero su respiración era entrecortada. Elara vio la sangre en su camiseta.

—Estás herido —dijo, con la voz firme.

—Lo que sea necesario —respondió Daniel—. Tenemos su voz. Elara, el único riesgo que tenemos ahora es que el dolor me impida protegerte.

Elara abrió la guantera. Sacó una botella de agua y una gasa. Limpió la herida con cuidado, sin temblar.

—Vamos a curar esa herida —dijo—. Después de esto, la Gala es inevitable. Y yo te necesito entero. La vida de tu familia y la de mi padre no será en vano.

Daniel la miró. En sus ojos había dolor, pero también una promesa. Elara apretó la gasa contra su piel, como si con cada presión borrara el pasado y afirmara el futuro.

La Promesa de la Revolución

Daniel apretó el volante con una mano mientras la otra descansaba sobre su costado herido. La sangre se filtraba lentamente por la tela, dibujando un mapa de sacrificio.

—No deberías haber recibido ese golpe —murmuró ella, limpiando la herida con movimientos precisos—. Yo debía protegerte también.

—Lo hiciste —respondió Daniel, sin apartar la vista del camino—. Si no hubieras reaccionado como lo hiciste, estaríamos muertos. Esa patada tuya bajo la mesa fue más efectiva que cualquier arma.

Elara sonrió, pero sus ojos estaban húmedos. La grabación en su bolso era más que una prueba: era la voz de su padre vengada, el eco de una verdad que había sido enterrada por demasiado tiempo.

—¿Crees que lo sabían? —preguntó ella—. ¿Que Caleb intentó detener el Proyecto Medea desde dentro?

Daniel asintió lentamente.

—Lo sabía Fulgencio. Lo sabían todos. Pero lo que no esperaban era que tú sobrevivieras a la programación. Que tu conciencia despertara. Que el amor de tu padre fuera más fuerte que su diseño.

Elara se quedó en silencio. El coche giró hacia una avenida más iluminada.

—La Gala será el escenario —dijo ella finalmente—. No solo para exponerlos, sino para demostrar que no soy su creación. Soy la hija de Caleb. Soy la mujer que eligió despertar.

Daniel la miró por un instante, y en sus ojos había fe.

—Entonces prepárate para bailar de nuevo —dijo—. Pero esta vez, no será para ocultar un micrófono. Será para encender una revolución.

Elara tomó su mano, la que no estaba herida, y la apretó con fuerza. El contacto era cálido, humano, necesario.

—No me dejes sola —susurró—. No ahora.

—Nunca —respondió él.

El coche se perdió entre las luces, llevando consigo una grabación que podía destruir imperios y una alianza que ya no era solo estratégica, sino profundamente emocional. La noche no había terminado. Pero por primera vez, Elara sentía que tenía el control.

​Daniel apretó el volante con una mano mientras la otra descansaba sobre su costado herido. Elara, sentada a su lado, lo observaba con una mezcla de admiración y culpa. La sangre se filtraba lentamente por la tela, dibujando un mapa de sacrificio.

​—No deberías haber recibido ese golpe —murmuró ella, limpiando la herida con movimientos precisos—. Yo debía protegerte también.

​—Lo hiciste —respondió Daniel, sin apartar la vista del camino—. Si no hubieras reaccionado como lo hiciste, estaríamos muertos. Esa patada tuya bajo la mesa fue más efectiva que cualquier arma.

​Elara sintió cómo la adrenalina se retiraba de su sistema, dejando un vacío helado. Se permitió un momento para bajar la guardia y respirar profundamente el aire frío que entraba por la ventanilla, una liberación del miedo puro. La grabación en su bolso era un peso real, tangible; la evidencia de que el riesgo había valido la pena. Se concentró en el audio.

​—¿Lograste grabar todo el diálogo sobre el 'silenciar el archivo en Europa'? —preguntó ella, la voz más fuerte ahora, cambiando el enfoque de la emoción a la estrategia.

​—Absolutamente —confirmó Daniel—. La mención del 'agente' que supuestamente te manipula y el vínculodirecto al Proyecto Medea es la prueba que necesitamos. Fulgencio se incriminó al confirmar que Caleb intentó detener su diseño. Nos dio el hilo que necesitábamos para desentrañar toda su red de criminales.

​Elara sonrió, pero sus ojos estaban húmedos. La grabación en su bolso era más que una prueba: era la voz de su padre vengada, el eco de una verdad que había sido enterrada por demasiado tiempo.

​—¿Crees que lo sabían? —preguntó ella—. ¿Que Caleb intentó detener el Proyecto Medea desde dentro?

​Daniel asintió lentamente.

​—Lo sabía Fulgencio. Lo sabían todos. Pero lo que no esperaban era que tú sobrevivieras a la programación. Que tu conciencia despertara. Que el amor de tu padre fuera más fuerte que su diseño.

​Elara se quedó en silencio. El coche giró hacia una avenida más iluminada. Las luces de la ciudad comenzaban a aparecer como testigos mudos de su huida.

​—La Gala será el escenario —dijo ella finalmente—. No solo para exponerlos, sino para demostrar que no soy su creación. Soy la hija de Caleb. Soy la mujer que eligió despertar.

​Daniel la miró por un instante, y en sus ojos había fe.—Entonces prepárate para bailar de nuevo —dijo—. Pero esta vez, no será para ocultar un micrófono. Será para encender una revolución.

Elara tomó su mano, la que no estaba herida, y la apretó con fuerza. El contacto era cálido, humano, necesario.

—No me dejes sola —susurró—. No ahora.

—Nunca —respondió él.

El coche se perdió entre las luces, llevando consigo una grabación que podía destruir imperios y una alianza que ya no era solo estratégica, sino profundamente emocional. La noche no había terminado. Pero por primera vez, Elara sentía que tenía el control.

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