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CAPÍTULO 3 - Envidia

Pasado

Hoy era el aniversario que realiza mi madre cada año por la muerte de nuestra abuela. Era increíble cómo pasaba el tiempo, iban tres años de su partida y mi hermana no había asistido a ninguna. Mi relación con ella seguía siendo la misma, era su fuente de odio y desprecio.

—Estuvo muy emotiva las palabras del vicario. —comentó papá tomándole la mano a la señora Cladut—. Déjame en el hospital de camino Richard y a estas dos hermosas damas las dejas en la mansión, sanas y salvas.

El mayordomo sonrió ante el comentario de su lord. Los trabajadores de la casa nos acompañaban cada año, solo había gratitud en esos señores que velaron por las comodidades de mis abuelos. Era temprano, iban a ser las ocho de la mañana cuando el carruaje se detuvo, mi padre se despidió con un beso en la boca para mi madre y uno en la frente para mí. Estábamos al frente del hospital, propiedad de los Cladut. Lo miré, algún día seré una gran doctora.

» Las veré en la tarde mis amores.

—¿Mateo? —Lo llamó mi madre.

—Sí querida… —Se miraron—. Esta noche hablaré con Elizabeth, es la tercera vez que evade la ceremonia de su abuela.

—Que trabajes con amor querido. —Le sonrió y sus ojos estaban llenos de ese amor incondicional. Una vez solas, habló.

—Me preocupa tu hermana. —comentó.

—No deberías preocuparte, ya sabes cómo es ella. —lancé el comentario y me recosté en el espaldar.

—No sé a quién salió, es tan diferente… tan…

—Miserable. —interrumpí acomodándome el vestido rosa—. Lo que le falta es tener un esposo.

Contuve las ganas de reírme, Richard ya había reanudado el viaje a nuestra casa a las afueras de Londres, el carruaje con los empleados seguía el nuestro.

» Se está convirtiendo en una mujer vieja para casarse.

—No le digas semejante impertinencia, no quiero tener una batalla campal dentro de nuestra residencia, ustedes son hermanas. —recriminó.

—Hace mucho tiempo que no busco motivos para incordiarme con ella madre. Es solo que se inventa tales sandeces. Sabes que en las tardes me alejo para…

No debí decir eso, desvié la mirada con la vaga ilusión de que comprendiera. Miré los árboles del camino, ya habíamos salido de la ciudad.

—Por cierto, jovencita, no le he contado nada a tu padre, pero ¿qué es lo que tanto haces en las tardes?

Sabía que no debía mencionar nada, no me dejaría tranquila, se da cuenta de todo, aunque a veces no lo diga.

—Nada aparte de pasear. —volví a desviar la mirada y comencé a jugar con el dobladillo de mi vestido.

—¡Jenna!

Hasta aquí tuve tranquilidad, era contar la verdad o tratar de ser la mejor mentirosa del mundo… piensa, piensa. ¿A tu progenitora podrías mentirle?, no creo hacerlo algún día.

—¡Mamá!

No podía confesarle mi secreto, no podía decirle que tenía una casa a punto de caerse en la cual practicaba a ser doctor con los animales, lo que leía en los libros de medicina de mi padre, lo ponía en práctica. ¡Me enviarían a un convento!, y no solo ella sino también mi padre. Ese será mi secreto.

—Solo espero que no te metas en problemas, y deberías comenzar a arreglarte un poco más, después de tu cumpleaños será tu presentación, por lo pronto hija arregla con más esmero tu cabello, declinaste el tener una doncella y pareces un nido de pájaros en otoño. —arrugué la frente, mi madre soltó una carcajada nada apropiada para su estatus al ver que no le entendí—. Hay algunas ramas que se ponen rojizas, he visto nidos colorados. —explicó.

—Gracias por la amable aclaración.

Refunfuñé adrede para que dejara de preguntarme sobre mi ausencia en las tardes y parece que funcionó. Me salvé de milagro, al menos en esta ocasión.

—Cariño, eres muy linda, aunque… hazte una trenza por lo menos en tu cabello. —suspiró mirándome—. Es igual de rizado al de tu padre, y al ser largo… —crucé mis brazos, no sabía ni qué decir—, te convertiste en una mujer muy linda, pronto tendremos pretendientes en la casa.

—No te preocupes por mí, debes preocuparte por Elizabeth, ya tiene veinte tres años y aún sigue despreciando a una cantidad de pretendientes que parecen ser buenos partidos, ya fue declarada solterona ante la sociedad.

—Sí, ella también me preocupa. A veces…

Nunca les había dicho que se escapaba por las noches y llegaba en la madrugada acompañada de un hombre al que no le he visto el rostro, siempre quedaba de espaldas a mi habitación. De algo si estaba segura, ese era su amante y ahora sí sé lo que hace un hombre y una mujer literalmente, antes lo sabía de forma anatómica. Me sonrojé.

—¿Qué te pasa?, te has sonrojado de un momento a otro, linda.

—Nada madre.

Eso sería otro secreto en mi vida, hace unos seis meses tomé por equivocación un libro bastante obsceno de la biblioteca de mi padre, creyendo que era de medicina y resultó ser una fuerte novela clandestina, era una literatura para personas adultas.

De igual forma, apenas comencé a leerlo, no pude soltarlo, por más que me escandalicé al darme cuenta de todo lo que una mujer podía hacerle a un hombre cuando lo ama, o se aman.

La autora debió ser una dama muy liberal, tenía un vasto conocimiento del tema y lo narraba con gran propiedad y naturalidad al describir cada acto sexual que realizaba con sus parejas. Hasta que se enamoró de un hombre que nunca la quiso, terminé llorando por la desdicha de esa pobre mujer.

No entendía como un hombre del estatus de mi padre, todo un doctor prestigioso compraba ese tipo de narraciones y lo dejaba a la ligera en un lugar tan concurrido de la casa.

—Llegamos milady. —informó Richard.

Nos ayudó a bajar del carruaje y mi vestido se enredó en la escalerilla que por poco me hace caer. Nuestro fuerte mayordomo logró sujetarme, mientras que un gran pedazo de tela se rasgaba y quedaba pegado en el clavo que había sobresalido.

—Eso no estaba ahí lady Jenna. —Se apresuró a excusarse.

En el balcón se encontraba Elizabeth mirando con detenimiento la escena, era como si estuviera realizando algún acto de brujería, a veces su actitud me atemorizaba. Sonrió al ver la situación y desapareció en el interior de la mansión.

Me llené de ira, me estaba cansando de los accidentes que con frecuencia me sucedían y casualmente siempre mi hermana se encontraba cerca mirándome. Nuestro mayordomo se apresuró a sacar una de sus herramientas para eliminar el clavo en compañía del chochero; que veía en el otro carruaje con la servidumbre de confianza de mis padres.

Richard era un hombre de color, fornido, trabaja con nosotros desde antes de yo nacer. Viven muy bien, nuestra familia siempre los había tratado con mucho respeto, han servido en nuestra familia desde hace décadas y sus pagas por lo que he escuchado decir a ellos mismos era muy buena. Tenían sus ahorros guardados en el banco personal de los Cladut.

—No te preocupes Richard. No fue nada.

Ingresé a la mansión. Una magnífica edificación, así era la residencia Cladut, por generaciones ha sido el refugio de la familia. Había estado bajo el dominio de nuestro apellido desde siglos y siglos atrás.

Hace un año papá me dijo que era parte de mi herencia; que él no necesita más dinero del que ya tenía al realizar lo que le gustaba y por su don, era salvar vidas, eso le había generado una gran fortuna.

No le interesaba nada material, en eso me parecía a él, aunque mi madre era del mismo pensar. La herencia costaba de un sinnúmero de libros antiguos que no había mirado todavía; dos de ellos me los entregó mi padre para que comenzara a leerlos, el resto están en el banco.

La puerta donde se escondía el máximo tesoro de la familia se abría con el anillo que me regalaron por ser una Cladut. —Ese mismo que Elizabeth también tenía—, pero adicional a ese, la bóveda necesitaba un segundo anillo y era el anillo matrimonial de la abuela; al unirlos se convierten en la llave para conocer una sabiduría que solo mi familia poseía. Estaba resguardada de los peligros. —Eso fue lo que me dijo mi padre.

También me fue entregada una gran cantidad de dinero y oro, todo lo tenía en el banco a mi nombre, algunas propiedades en el nuevo mundo y en otros países, adicional a eso me entregaron una gran cantidad de piedras preciosas. A mí nada de eso me interesaba.

Hasta el momento lo que me llamaba la atención era estar con mis animales, practicar la medicina con ellos; había tenido hemorragias, enderezado huesos fracturados, sueño con presenciar un parto y ayudar a que una pequeña criatura llegue al mundo. La medicina se encontraba en mi sangre sin lugar a duda, no deseo nada más que ser una gran doctora.

Me cambié de vestido por uno más cómodo y sencillo, uno de los que utilizo para montar a caballo. Bajé a merendar con mi madre, era lo único que hacíamos las tres. En parte porque la bondad y el deseo de mi progenitora era que seamos unidas, la discordia sin duda era por la carencia de ese amor de hermanas. Un lacayo por instrucción de nuestra ama de llaves nos sirvió un té con galletas de avellana.

—Tu padre hablará contigo esta noche Elizabeth.

—¿Con qué fin? Si es para lo mismo de por qué no asisto a la prédica en honor a la bruja de mi abuela, ¡qué mejor se calle! —contestó con desprecio.

—¡Cállate tú! —Le grité, ya se me había derramado lo último que me quedaba de paciencia y la promesa que hice hace un mes, me dolió romperla—. ¡Me tienes cansada con eso de que mi abuela era una bruja! Puedes blasfemar lo que se te ocurra impertinente, con su memoria no te metas.

Estaba fuera de mis faldas, la sangre hervía por todo mi cuerpo y si no fuera por mi madre, quien se interpuso, le habría arrancado un gran manojo de cabello, quería arrastrarla y abofetearla, hacerle lo que mis padres jamás se habían atrevido. Ellos parecen temerles, ¡yo no!, en lo más mínimo y menos cuando no pienso.

—¿Piensas pegarme sabandija? —ironizó.

—No. Solo arrancarte el cabello. —comenté entre dientes.

—¡Basta, niñas! —gritó mamá. Me serené un poco y salí de la sala, llegué hasta las caballerizas y me monté sobre Trueno.

En ese instante el sol se ocultó, al girar mi hermana me miraba desde el balcón de la parte trasera de la casa. Pensé en lo que mi abuela siempre me decía y eso era que jamás me dejaría, su alma estaría a mi lado, «ahora la necesitaba».

Elizabeth parecía otra persona. Su expresión era siniestra, atemorizante y despiadada. Deseaba matarme, la vi mover sus labios. Tomé la rienda y azucé con más fuerzas, me alejé como alma desbordada. El galopar me gustaba. Trueno corría de una manera antinatural, era descomunal y pocos minutos después comprendí lo que pasaba. No logré detenerlo, corría y corría despavorido, me aferré fuerte a la rienda para no caerme.

—¡Trueno!, ¡Detente! —grité.

Era en vano, no era mi caballo, el miedo comenzó a apoderarse de mí, estaba en los predios de la familia galopando, desbocada y tratando de no caerme, ya que sería una muerte segura.

Continué gritando y solicitando ayuda. Me había salido de los linderos de las tierras de mi padre, no podía ver nada con claridad. Las lágrimas inundaban mis ojos y obstaculizaban mi visión.

—¡Auxilio!... ¡Ayúdenme!... ¡Por favor, ayúdenme!

Nadie acudía a mi llamado. Tiraba de la rienda sin poder detener a Trueno, parecía endemoniado, nada lograba calmarlo. Debía tranquilizarme, en algún momento se detendría. Miré a mí alrededor, no me encontraba en las tierras del señor misterioso; el señor Bitelth. —No sé de donde era ese apellido—. Tenía fama en los alrededores de ser un hombre reservado, hermético y gruñón. Yo le temía y a mi hermana le agradaba, aunque no lo conocíamos en persona y ahora me encontraba en su territorio. No me importó, continué gritando, de eso dependía mi vida.

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