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Capítulo 1

La joven y agotada chica sube las escaleras a su hogar después de una larga jornada del trabajo. Después de un desgastador día de trabajo lo único que quiere es llegar a su habitación y dormir. Por su cabeza no pasaba más que el hecho de odiar aquellos días en los que su trabajo implicaba tratar con niños revoltosos que corrían de un lado a otro haciendo desastres y destrozando cosas. Sentía su cabeza palpitar, una simple palabra podía calar en aquel dolor, volviéndolo una molesta migraña.

Sonrió al pensar en que aquel era el último día de trabajo, al fin, tendría unas merecidas vacaciones.

Al entrar en su habitación todas sus cosas cayeron al borde de la cama, ella misma se dejó caer sobre sus acolchadas y cálidas sabanas. Tomó un almohadón y lo abrazó, dejando su mejilla en la parte superior de este, cerró sus ojos e intentó dormir. Todo estaba bien hasta que…

― ¿Estás ahí? ―dijo su madre tocando la puerta― ¡Necesito que salgas ahora mismo jovencita!

― ¡No puede ser! ―suspiró desesperanzada levantándose de su cama― ¿Ahora que hice?

―Solo obedece y sal de una vez por todas ―ordenó su madre algo irritada… muy irritada, como de costumbre.

―Ya voy... ya voy ―anunció caminando hacia la puerta―. Dime que necesitas.

―Tu papá quiere que ayudes al vecino con su computadora, ya sabes que está mayor y no sabe mucho de esas cosas tecnológicas. Quiere mandarles un correo electrónico a sus nietos en Alemania para avisarles que llega la semana próxima.

Jesse rodó un poco sus ojos, estaba exhausta, además de que aquello era cosa de todos los días, su vecino la llamaba siempre por lo mismo, aunque mil veces se lo explicara, él seguía sin entenderlo.

―Está bien mamá, enseguida subo.

Regresó hasta dentro de su habitación, tomó el celular de entre sus cosas para luego dirigirse a la casa de su vecino que quedaba colina arriba, subiendo las abundantes escaleras.

El edificio era de dos plantas, la casa principal estaba en la segunda planta, la sala y el comedor estaban expuestos a la vista con grandes ventanales.

No había nadie allí.

― ¡Hola! ―gritó― Papá... ¿Dónde están?

― ¡Aquí abajo! ―gritó su padre en respuesta desde la primera planta.

Ahí había una especie de apartamento tipo estudio, bastante equipado.

Así que se resignó a bajar el segundo trecho de escaleras que había desperdiciado subiendo. Desde su habitación hasta aquel lugar ponían haber unas doscientas de esas. En un día libre no eran demasiadas, después del día que había tenido hoy, parecían miles.

― ¡Hola! ¿Cómo está usted? ―dijo el anciano al verla ingresar a la habitación, siempre con aquellas típicas trabas de su acento alemán.

El hombre era alto y muchísimo más que ella, así que él se inclinaba hacia ella para hablarle.

―Gute, danke. Wie geht es dir? ―respondió ella.

― ¡Oh!¡Mejor pronunciación! ―expresó su vecino orgulloso, después de todas aquellas tardes subiendo por nada, empezó a pedir que le enseñaran algunas palabras. Puesto que tenían allí toda su vida, ya había aprendido muchas de ellas.

― ¿En qué le puedo ayudar? ―preguntó mientras caminaba hasta la computadora.

Era predecible, siempre era el mismo problema, no sabía dónde encontrar sus contactos en la cuenta de e-mail, por lo general, luego la hacía quedarse más rato mostrándole fotografías de la segunda guerra mundial, de sus padres, hermanos, hijos y nietos.

Debía de admitir que le encantaba. Era aficionada a la historia, él le podía dar detalles que los libros de historia no podrían haber vivido.

La esposa del hombre era una excelente cocinera, comida típica alemana, de abuelita alemana, era la mejor parte, siempre se iba de allí con un buen trozo de pastel, nunca era el mismo.

Y él siempre sacaba de su bolsillo un pequeño paquetito de color dorado, ella sonríe agradecida al tomarlo, los ha visto toda su vida: gomitas de ositos, desde que era un bebé él siempre se los daba o los enviaba con su papá. Eran sus dulces favoritos, más si eran los originales, traídos de Alemania.

―Danke.

―De nada ―responde él para luego señalar una bolsa―. Lleva esto también.

Jesse caminó hasta la bolsa y la tomó, estaba repleta de paquetes de gomitas, malvaviscos, una bandera y una bufanda de la bandera alemana, cada viaje que ellos hacían siempre tenía un regalo para ella.

No hace mucho le habían dado una cámara digital, no la usaba mucho porque eran de baterías comunes, lo supieron, en el siguiente viaje le regalaron una cámara recargable de su color favorito.

―Me gustaría un día poder comprar estas gomitas yo misma en Alemania, ―comentó ella sonriente por el regalo.

―Espera, yo tengo algo ―dice él mientras camina en dirección a un librero.

De allí sacó un folleto y de dentro del folleto sacó otra tira de papel y lo extendió en dirección a Jesse.

―Toma, te lo regalo, tú siempre muy buena, ayuda esposa, ayuda a mí, era de mi nieta, no vino, así que no necesitar regresar, pero usarlo tú.

― ¡Gracias! ―tomó la pieza de papel, y preguntó antes de mirar― ¿Qué es?

―Tiquete de avión, es con escalas, Venezuela, Italia, Alemania. Venir con nosotros a Alemania.

― ¡Oh por Dios! ―gritó entusiasmada mirando el boleto, prácticamente atragantándose con su propia saliva―. ¡Gracias! ¡Gracias!

A toda velocidad Jesse corrió escaleras abajo hasta llegar a su casa. Continuó con aquel paso acelerado mientras subía las escaleras que daban al salón principal de su hogar.

― ¡Mamá! ¡Papá! ―gritó ella con todas sus fuerzas al entrar.

―No me asustes así. ¿Qué te pasa? ―respondió su madre.

―Mamá, papá… tengo algo que decirles ―inhaló fuerte, bajar y subir escaleras a aquella velocidad la había agotado―. No sé si les va a gustar.

― ¡¿Estás embarazada?! ―concluyó su madre de manera inmediata, siempre precipitada.

Jesse la miró con un poco de indignación, ¿enserio la creía ese tipo de chica?

― ¿Te vas a casar o me vas a pedir a herencia adelantada? No sé qué es peor, solo sé que si estás embarazada no quiero ese bastardo aquí. ―apoyó su padre.

Jesse cruzó sus brazos mirándolos, no sabía ni por qué le extrañaba; aquella actitud era muy típica de sus padres.

― ¡Ya cállense! ―aunque expresarse de aquella forma era una clara falta de respeto, se sentía ofendida y algo herida por las expresiones de sus padres, aunque no debían de extrañarle, siempre pensaban lo peor de ella, era una intrusa― No es nada de eso, nuestro vecino me regaló un boleto de ida y vuelta a Alemania. Me gustaría que me dejaran ir.

―No, no es una buena idea ―se negó su madre.

―Ya eres mayor de edad, puedes hacer lo que quieras siempre y cuando no me pidas dinero a mí ―respondió él en cambio, mereciendo una mirada de furia de su mujer.

Jesse sonrió de oreja a oreja, aquello era lo único que necesitaba para partir.

Mientras su padre estuviera de acuerdo, nada la detendría.

― ¡Me voy a Alemania! ―gritó entusiasmada para luego correr a su habitación.

La semana siguiente se despertó con el sonido del despertador a las cinco de la mañana, saltó de su cama casi de inmediato, no podía creer que era el día que tomaría ese vuelo. En cuestión de minutos Jesse se bañó, se vistió y desayunó para luego terminar de alistar los últimos detalles previos a su partida. Treinta minutos después Jesse se paró en la puerta de su habitación, mirando hacia dentro de ella, visualizando todo lo que dejaría, muy en el fondo quería que esa fuera la última vez que tuviera que verlo.

Su corazón se aceleró considerablemente, tenía el presentimiento de que aquel viaje cambiaría su vida.

Sonrió y cerró la puerta con seguro, guardando su llave entre las cosas. Junto a sus vecinos abordó el auto que la llevaría al aeropuerto, a tres horas de distancia de allí. Su avión salía a las tres de la tarde, pero debían estar allí al menos tres horas antes.

Jesse no podía evitar pensar en aquel número, tres, tres, tres. Parecía que la perseguía.

Al llegar al aeropuerto todos bajaron sus respectivas maletas. Jesse no llevaba más de una valija a pesar de saber que no regresaría a casa dentro de meses.

Se despidió de sus padres para luego caminar por aquel puente que la llevaría a la boletería. Miró sobre su hombro visualizando su país una última vez.

Después de un largo espacio de tiempo, estaba sentada en su asiento del avión, la adrenalina en su cuerpo estaba a pique, el avión estaba a punto de despegar.

Pasaron diecisiete horas más antes de que el avión pisara tierra de nuevo, cruzar aquel océano no era nada fácil.

― ¡Al fin! ―expresó Jesse con los brazos en alto al salir del aeropuerto― ¿Cuánto falta para llegar a su casa?

―Cuarenta minutos de Berlín―respondió su vecino.

Sonrió, estaba agotada y hastiada de tanto viaje, pero aun así se sentía muy emocionada.

Los esperaba un lindo Volkswagen blanco que los llevaría a casa.

Supo que el agotador viaje llegaba a su fin cuando el auto se estacionó frente a una casa pintoresca, con cerezos de frente y un gran patio donde dos niños jugueteaban. Esa sería su casa durante tres meses.

Una chica alta de una edad aproximada a la de Jesse caminó hasta ella, cuando bajaron del auto.

―Hola mi nombre es Joyce. ¿Cuál es el tuyo? ―saludó ella, para sorpresa de Jesse en un español fluido y muy limpio.

―Soy Jesse Luna, mucho gusto.

―Qué bueno que alguien usó mi boleto, no se fue todo el dinero a la basura. Déjame ayudarte ―tomando su valija―, te llevaré a la que será tu habitación. Mis abuelos tienen la costumbre de hospedar a estudiantes de intercambio de todos lados del mundo, así que ya estamos acostumbrados a los extraños y compartir todo. Así que si necesitas algo me lo pides ―decía mientras caminaban en dirección a la habitación.

―Danke. Esa es una de las pocas palabras que sé en alemán ―dijo, aunque sabía muchas más.

―Esta es tu habitación ―abriendo la puerta para que Jesse entrara―. La del frente es la mía, en fin, espero que te sientas bien con nosotros.

―Muchas gracias. Ahorita lo único que quiero hacer es dormir.

―Bueno, descansa, ―se despidió ella con una sonrisa para luego perderse en el pasillo.

Jesse cerró la puerta y visualizó la habitación. Era un poco más grande que la que tenía en casa. Quitó sus zapatos, los colocó en una esquina junto a sus maletas y se dejó caer sentada en la cama, algo dura, pero no rechinaba.

Poco a poco se recostó, dejando su cabeza en la almohada, estaba exhausta.

Suspiró y se dejó llevar por el sueño hasta quedar profundamente dormida.

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