Capítulo 3: Despedida y divorciada.
Varios días habían pasado desde que se corrió el rumor de la supuesta infidelidad de Myriam. Para la familia de Raymond, ella era culpable. A la mujer le parecía escuchar murmullos en todas partes, señalándola como una inmoral. Sin embargo, aunque ya no compartía la alcoba con su esposo, decidió quedarse en la misma casa para demostrar su inocencia.
En la empresa donde laboraba se enteraron de su embarazo, pero no hubo inconvenientes hasta aquella mañana. Al ingresar a su oficina, encontró un sobre sobre su escritorio.
Myriam lo abrió y leyó la palabra: Despido. Frunció el ceño, creyendo que la causa era el escándalo, y se dirigió a la oficina de su jefe.
—Señor Hamilton, deseo conocer los motivos de mi despido —expuso, sin atreverse a pasar.
El hombre se acomodó los lentes y se aclaró la voz.
—Como sabes, desde hace meses hemos tenido bajos ingresos, y debemos hacer una reducción de personal —informó, señalando con la mano que ingresara y se sentara—. Sabemos que te mereces una mejor indemnización, pero vamos a declararnos en quiebra. Por eso te recomiendo aceptar lo que te estamos entregando. A cambio, te daré una carta de recomendación para una corporación. No tendrás el mismo cargo, pero podrías ser asistente —indicó.
Myriam soltó un bufido. Lo que decía su jefe acerca de la crisis era cierto, así que no puso objeción y aceptó la carta de recomendación.
—Se lo agradezco mucho —informó con profunda tristeza.
—Myriam, no comentes sobre tu embarazo en la otra empresa. De lo contrario, no te darán el empleo. El dueño, a pesar de ser un hombre joven, es… un poco difícil —añadió, sin decir más. No deseaba atemorizarla contando lo que decían de Gerald Lennox.
La mujer se despidió del hombre con un fuerte abrazo, y lo mismo hizo con sus compañeros. Luego decidió volver a casa. Al ingresar, se encontró nuevamente a Noemí en su apartamento, en la cama con Raymond. Esta vez no se contuvo: abofeteó a su media hermana.
Noemí se asustó al verla fuera de sí.
—¡Eres una idiota! —gritó furiosa, e intentó lanzarse sobre Myriam, pero Raymond la detuvo, tomándola de los brazos.
—Cálmate —pidió.
—Eres de lo peor… ¿Cómo pude confiar en ti, sabiendo que siempre me has odiado? —expresó Myriam con dolor.
Noemí la observó con resentimiento profundo.
—No te hagas la víctima, Myriam Bennett. Siempre tuviste el cariño de nuestro padre, mientras que yo era la bastarda, la ilegítima —gritó iracunda—. ¡Sí, te odio! Siempre quise tener lo mismo que tú… y eso incluye a tu marido —rugió.
Myriam tragó saliva con dificultad. Era cierto que nunca se llevaron bien, pero jamás imaginó que su odio llegara tan lejos.
—Perfecto. Te regalo a Raymond. Pero luego no vengas a buscarme llorando, arrepentida —advirtió—. Porque no sabes la clase de hombre que es.
—¿Te volviste loca? —intervino Raymond.
Ella respiró agitada y lo miró con firmeza.
—¡Quiero el divorcio! —gritó. Ya no podía seguir soportando humillaciones. No le interesaba limpiar su nombre. Algún día, la verdad saldría a la luz.
—Lo tendrás —aseguró él—, pero bajo mis condiciones —refutó, y le pidió a Noemí que los dejara solos.
—Con tal de no volver a verte, soy capaz de lo que sea —gritó Myriam. Sacó sus maletas del clóset y empezó a guardar sus cosas.
—Perfecto. De mi fortuna no verás un solo centavo —indicó Raymond—. Le pediré a mis abogados que agilicen los trámites —gruñó.
Myriam presionó los labios. Sintió un vacío en el corazón.
—Algún día te vas a arrepentir, Raymond Wilson. Pero será demasiado tarde. Me rompiste por dentro. Sacrifiqué mucho, incluso mi salud, por complacerte… por darte el hijo que tú, por infértil, no puedes tener —masculló—. Y no has valorado nada. Espero que Noemí se encargue de tu suerte. Adiós.
Salió del apartamento, envuelta en un mar de lágrimas. Subió a su auto y soltó el llanto. Había desperdiciado siete años al lado de un hombre que siempre la engañó, que nunca valoró su sacrificio. Llevaba un bebé en su vientre solo por complacerlo. Ese niño no fue concebido por amor. Su corazón tembló al pensar que quizás el padre era aquel desconocido. Negó con la cabeza y condujo sin rumbo fijo.
Minutos después, aparcó frente a un parque. Descendió del vehículo y, mientras caminaba por el césped, un balón chocó con sus pies. Alzó la vista y vio a un niño frente a ella.
—Lo siento —dijo el chiquillo con una sonrisa traviesa. Tomó el balón y corrió a jugar con sus amigos.
Myriam asintió, le sonrió levemente y se sentó en una banca. A su alrededor, varias madres jugaban con sus hijos en los columpios. Otros pequeños, junto a sus padres, aprendían a montar bicicleta. En la cancha, varios niños jugaban fútbol. Las risas, la felicidad… todo eso fue aliviando su alma. Y entonces recordó que en su vientre anidaba una vida.
—¿Serás como alguno de ellos? —preguntó bajito. Por primera vez colocó su mano en el vientre, percibiendo los latidos acelerados de su corazón.
Durante años padeció procedimientos costosos y dolorosos para quedar embarazada. Ahora lo había perdido todo, pero comprendió que no estaba sola. Tenía un motivo para luchar, para salir adelante. Ese pequeñito que llevaba su sangre.
El corazón se le hinchó en el pecho. Lo imaginó jugando en el parque, corriendo hacia ella para abrazarla.
—Tú y yo seremos muy felices, ya lo verás —aseguró. Se puso de pie. Antes de marcharse, volvió a mirar a su alrededor y sonrió.
Más tranquila, se dirigió al apartamento de Elsa. Le contó lo sucedido con Raymond y su decisión de quedarse con el bebé.
—Haces bien. Un hijo llena de satisfacción. Además, luchaste mucho por conseguirlo —advirtió Elsa.
Myriam perfiló una sonrisa.
—Lo sé —dijo—. No sé cómo pude pensar en esa loca idea de abortar —presionó los labios—, cuando siempre quise ser mamá —suspiró profundo—. Ahora tengo un motivo por el cual luchar. Mañana iré a la empresa que me recomendó mi exjefe. Espero conseguir empleo… y no volver a saber nunca más de Raymond Wilson —sentenció.
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Gerald Lennox entregó las llaves del auto al guardia de su empresa y de inmediato ingresó al edificio. Sus colaboradores, al verlo llegar, dejaron de charlar entre ellos y se pusieron a trabajar, pues a su jefe no le agradaba que perdieran el tiempo en chismes.
—Buenos días —saludó con voz gruesa, y de inmediato caminó con paso firme hacia su despacho—. ¿Qué tenemos para hoy? —indagó a su asistente.
La chica, con las manos temblorosas, sostenía el iPad.
—Hay un problema —balbuceó, y observó cómo su jefe enfocaba su azulada mirada en ella.
—¿Qué sucede? —cuestionó, apretando una pelota de hule.
—No tenemos contenedores suficientes para enviar la mercadería a Sudamérica —informó, y las piernas le temblaron.
Gerald se puso de pie y comenzó a gritar a todo el mundo. En eso, su amigo y socio Kevin apareció.
—¿Qué está pasando? —indagó, mirando a todos.
—¡Que tengo un equipo de ineptos! —rugió Gerald—. Tenemos las bodegas llenas de alimentos para enviar a nuestros mejores clientes en Sudamérica, y a estas alturas me dicen que no tenemos contenedores —gritó furioso.
—Yo puedo ayudar —se escuchó una voz femenina.
Todas las personas reunidas en la empresa dirigieron sus ojos a la atractiva mujer trigueña que había ingresado minutos antes.
—¿Quién eres? —fue lo primero que preguntó Gerald. Cuando ella caminó hacia él, le pareció conocida, aunque no recordaba en dónde había visto a una mujer tan hermosa—. ¿Cómo puedes ayudar? —cuestionó, volviendo a la realidad. Él no estaba interesado en romances; su única meta en la vida era el trabajo.
La chica se aclaró la voz.
—Soy Myriam Bennett, vengo de parte del señor Hamilton. Nosotros tenemos contactos. Si me permite hacer una llamada, quizás pueda solucionar su inconveniente.
Kevin observó a Gerald y le brindó una sonrisa. Asintió.
Gerald solo le dedicó una fría mirada.
—Ya escucharon —rugió—, hagan lo que la señorita pide —ordenó.
La asistente de Gerald llevó a Myriam hasta su escritorio. De inmediato, la mujer digitó un número y comenzó a charlar.
—Perfecto, entonces los datos se los dará otra persona. Gracias —expresó y sonrió. Enseguida le pasó el auricular a la joven para que se pusieran de acuerdo. Luego caminó hacia donde Gerald estaba parado—. Todo solucionado —informó con dulce voz.
Él solo se limitó a asentir.
—Venga a mi oficina —ordenó.
Myriam lo siguió. Tampoco esperaba que aquel hombre la abrazara emocionado, pero un simple "gracias" no estaba de más. Cuando ingresó al despacho, observó la maravillosa vista que tenía hacia la torre Sears.
—Es hermosa —expresó.
—Siempre ha estado ahí —contestó él con sequedad—. No tengo tiempo, señorita…
—Bennett —añadió Myriam. Giró y lo miró a los ojos. Le llamó la atención que un hombre tan joven y atractivo tuviera una actitud tan hostil.
—Señorita Bennett —repitió con su gruesa voz—, en esta empresa no necesitamos más gente. Sin embargo, el señor Hamilton fue gran amigo de mi padre, y haré una concesión —expresó.
Myriam apretó el puño. La forma en la que él mencionó que le daría el cargo sonó a "pago de favor". Sin embargo, necesitaba trabajar. Tenía un bebé en el vientre que dependía de ella.
—Gracias —masculló, de pie, pues él ni siquiera le había pedido que se sentara.
—Mi madrastra tuvo un accidente hace días, se rompió una pierna, y no tenemos quién la ayude con sus labores en la empresa. Tendrás que dividirte entre apoyarla a ella en casa y los asuntos que tiene aquí —informó, dirigiendo su vista al computador.
Myriam resopló. No era el empleo que esperaba, pero no podía negarse.
—Acepto —expresó.
Gerald llamó a su asistente y le ordenó que llevara a Myriam al departamento de Recursos Humanos. Él no se tomó la molestia de leer su hoja de vida, lo cual fue una suerte para ella, pues aún seguía siendo la esposa de Raymond Wilson, su mayor enemigo comercial.
—Venga conmigo —propuso Amanda, una muchacha de cabello corto rizado y anteojos.
Myriam la siguió y, cuando estuvieron lejos del despacho, la más joven habló:
—¿Vas a trabajar aquí? —cuestionó, temblorosa—. ¿El señor Gerald me va a despedir? —indagó.
Myriam sonrió y negó con la cabeza.
—Claro que no. Yo trabajaré para su madrastra —informó.
Amanda abrió los labios en una gran "O", pero no hizo comentario alguno.
—Te salvaste de trabajar con el señor Gerald. Verás, es un hombre bastante complicado —empezó a decir—. Tiene muy mal carácter, es demasiado perfeccionista. No le agrada que la gente cometa errores —informó—. Además, se dicen muchas cosas de él... de su vida privada.
—Sí se ve que es algo... complicado —murmuró, y ambas carcajearon.
—Cuentan que es gay, que no le gustan las mujeres. En todos los años que llevo trabajando con él, nunca le conocí novia alguna —indicó—. Con quien siempre sale es con el señor Kevin. Acá en la empresa creemos que son pareja, pero tenemos dudas —sonrió.
Myriam no era curiosa, y no le agradaba inmiscuirse en chismes, mucho menos sobre sus jefes.
—Pues habrá que respetar sus gustos personales —informó.
Amanda se aproximó a ella y le habló bajito.
—Yo pienso que está amargado, porque alguna mujer le hizo algo malo. Quizás lo engañó con otro, o lo rechazó —indicó—. ¿Eres soltera o casada? —cuestionó Amanda.
Myriam se aclaró la voz, y justo en ese momento, para suerte suya, la puerta de la oficina del director de Recursos Humanos se abrió.
—Vamos —indicó Amanda, y repitió textualmente todo lo que su jefe había ordenado al gerente.
El hombre le solicitó la hoja de vida a Myriam y pidió a su secretaria que redactara el contrato. Luego de eso, leyó y firmó.
En horas de la tarde fue a mirar un apartamento que había visto en el diario. El sitio le gustó mucho: era pequeño, funcional y estaba cerca del empleo. Pagó la renta por anticipado con el dinero de su liquidación, y luego fue a casa de Elsa para contarle del nuevo trabajo y, sobre todo, darle las gracias por apoyarla. Además, estaba decidida a olvidar a su exmarido, así que esa misma noche, Myriam se mudó.
